7
—Se conocen —comentó, apartándose el pelo de la cara, apenas estableciendo contacto visual. Sonaba resignada.
—Nos hemos cruzado alguna vez. —Me encogí de hombros.
Comprendía que no había pruebas para incriminarme por nada, que lo que Nadine sugería era más intuición que algo contra lo que no pudiera convencerla en caso de ser necesario, pero la mentira se me incrustó en la garganta mucho antes de siquiera acercarse a mi lengua.
—En el concierto —añadí, como si eso fuera a ayudarme—. Se pasó a felicitarnos cuando terminó y lo invitamos a quedarse un rato con nosotros.
—Y por eso estás aquí —concluyó Nadine con la mirada perdida.
Ya no tenía cómo defenderme, así que saqué la navaja suiza.
—Olvidó esto en la furgoneta de mi amigo.
Los ojos de la chica se abrieron de par en par.
—La navaja del abuelo... —jadeó, tomándola—. Con razón estaba tan angustiado últimamente. No quería contarme que la había perdido.
—Entonces, ¿te importaría entregársela?
Nadine pasó saliva, aún luchando contra las lágrimas, a pesar de que ya estaban bastante bajo control.
—Mejor dásela tú. —Me la devolvió con una sonrisa rota.
El metal de la navaja reflejó la luz anaranjada de la lámpara. Titubeé un instante. Si aceptaba su oferta, si me comprometía a ser yo quien regresase esa navaja cuando sería más conveniente que ella misma lo hiciera, sería lo más parecido a una confesión que podía permitirme. Y tampoco estaba seguro de poder permitírmelo.
Con dedos temblorosos, recibí la navaja, me la volví a meter en el bolsillo y me puse de pie.
Nadine me acompañó a la puerta con un aire solemne, como en una procesión. Recordábamos a la irónica imagen de una pareja despidiéndose en la entrada de su hogar antes de que el marido se vaya a la guerra. Ella recargada en el marco, inspeccionándome con tristeza; yo, muerto de miedo.
—Gracias —resopló—. Por ser sincero, supongo.
—Gracias a ti —dije, porque no se me ocurría decir otra cosa.
—Y por favor ten cuidado.
Alcé las cejas.
—Ya ha sufrido lo suficiente.
Me despedí de ella con un beso en la mejilla y salí a buscarlo.
-o-o-o-
Hallé a Eric sentado en la oscuridad del pórtico. Tarde como era, muchos de los invitados se habían ido, y otros tantos yacían inconscientes sobre el césped o en rincones perdidos de la casa. Estaba temblando de frío (el viento parecía haber olvidado que seguía siendo verano), con las rodillas juntas y las manos sobre ellas, aún empapado. Se sobresaltó al sentir mi presencia mientras tomaba asiento junto a él.
—Deberías ir a cambiarte.
Eric asintió, pensativo.
—Debería...
Mas no se movió ni un milímetro. La humedad de su ropa traspasaba la mía en todos los puntos donde nos rozábamos. Me sobrevinieron las ganas de prestarle una prenda con la que cubrirse, por ridículo que suene.
—Nadine te invitó... —Volvió a pensar en voz alta—. Se conocen.
No pude evitar reír ante lo mucho que se asemejaban.
—Coincidí con ella esta mañana y me dijo que me diera una vuelta si quería. Eso es todo.
Eric dirigió la vista hacia mí sin disimulo, vencido por el interés que le generaba aquella idea. La idea de que Nadine no me atraía en lo más mínimo. La idea de que, quizás, aún anduviera detrás de él. Y vaya que lo hacía.
—Estabas en su dormitorio —puntualizó.
—Y tú estabas debajo de mí hace un par de días. ¿Para qué ponernos tan exquisitos?
Se desinfló igual que un globo.
—Lamento haber desaparecido.
—No creas que me quitaste el sueño —bromeé, guiñándole un ojo.
Incluso en la penumbra, distinguí la forma en que su rostro se enrojecía.
—¡Eh, que tampoco es que me lo hayas quitado tú! —contraatacó, lo cual solo me divirtió más.
Me lancé hacia atrás de una risotada, recostándome contra los escalones de madera.
—Debo haber oído eso unas quinientas veces y ni una sola ha sido cierta...
Derrotado, Eric sacó un cigarrillo y lo sujetó entre los dientes, batallando para encender un fósforo. Me ofreció fumar también, pero lo rechacé.
—No meto esa mierda en mi cuerpo.
—¿Y todas las otras sí? —ironizó.
—Bueno, al menos me hacen mejor compositor. ¿Qué hace el tabaco además de ponerte más nervioso?
—De hecho, me calma. —Bajó la cabeza, antes de mirarme de nuevo con expresión socarrona—. Pero supongo que si te ayuda a escribir canciones como las que tocaron en el bar, te compensará bastante bien.
—Mira que Time of the Season no es mía, ¿eh? —le advertí—. Carajo, qué más quisiera yo que escribir algo así...
—N-no hablo solo de esa... Miss Teacher tampoco se queda atrás. Y eso que cuando dijiste el título me imaginé que sería una guarrada.
—¡Sí que es una guarrada! —protesté, al tiempo que me incorporaba.
Él negó, riéndose.
—¡Qué va! Es súper tierna.
—¡Claro que no! ¿Te perdiste la parte en que hablaba de su culo?
—¡Habla de que se sentaba en tu regazo a que le enseñaras a tocar el piano! Y coño, lo de que te leía poesía...
—¡Ey, eso es asqueroso! A lo mejor que no te gusten las mujeres te impide reconocer lo guarro que es enseñarle piano a una o que te lea poesía, pero...
—No lo sé, para mí sonaba como que estabas enamorado de ella...
Indignado, crucé los brazos. Escribí Miss Teacher para Vicky poco después de que nos mudáramos juntos. No era una canción romántica. Es más, cuando le mostré un verso sobre cuánto me gustaba que se recogiera el cabello, rodó los ojos, pues le constaba que eso me la ponía tiesa. Y muchos fans admitían haber tenido sexo escuchándola. ¡Así fue concebido un niño que bautizaron en mi honor!
—Bueno —concedió Eric—, sea como sea, es excelente. Creo que... jamás había oído algo así.
Me rendí a mi propia carcajada otra vez.
—¡Por Dios! Entonces Hendrix debió volarte la puta cabeza.
—Tampoco he oído a Hendrix —confesó.
—Todo el mundo ha oído a Hendrix.
—Yo no. Lo conozco de nombre, solo... No es el tipo de música que suele sonar por aquí.
Me estremecí, incapaz de asumirlo.
—Pues algo te habrá llegado. ¿Qué hay de Jefferson Airplane?
—¿Estuvieron en American Bandstand? Recuerdo algo de eso. Mi madre cambió de canal antes de que...
—¿Janis Joplin?
—Solo fotos suyas en las revistas.
—¿The Doors?
—¿Se parecen a The Monkees?
—¡Eric!
Pegué un brinco para ponerme en pie. Él me observaba con curiosidad y cierta cuota de vergüenza por su ignorancia.
—Mierda, hay que culturizarte cuanto antes. Ven conmigo.
Empecé a caminar y ya casi había cruzado todo el jardín cuando me di cuenta de que no me seguía.
—¿A dónde?
—Pues al hotel. Tengo los discos de todos ellos. Necesito mostrártelos.
—¡No puedo hacer eso! —Se indignó, mirando en distintas direcciones para asegurarse de que nadie nos prestase atención—. ¿Q-quieres que nos maten? O-o...
—No seas cobarde. Nadie se va a enterar; Pepper duerme como un tronco y es probable que ella y Martin estén haciendo demasiado ruido para siquiera notarnos.
Eric dudó.
—Vamos —insistí—. Solo será la mejor experiencia musical de tu vida; prometo no hacerte venir esta vez.
Y dudó más.
—Sales a Vietnam en un mes. ¿Qué tal si te mueres? ¿En serio quieres morir sin haber escuchado a Jimmi Hendrix? Nadie quiere eso...
—¡Está bien, está bien! —Se quebró, corriendo para alcanzarme—. Pero tendrás que prestarme algo de ropa seca.
—¿Y quitarte la mojada? —sonreí.
—¡Las manos donde pueda verlas!
—Me cercioraré de que las veas en todo momento.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro