19
Exigí que el autobús lo esperara hasta el último minuto. Esto ya había ocurrido antes. El día que abandonamos Milstead, Eric corrió detrás de nosotros media manzana, suplicando que lo recogiéramos. Y a pesar de reconocer en mi fuero interno que las circunstancias no podrían ser más distintas, mi costado más optimista se aferraba a esa mínima probabilidad de que me sorprendiera de nuevo.
Me quedé parado en el estacionamiento cuando el resto del grupo ya estaba dentro del vehículo, manos en los bolsillos, alerta. Me repetía y me repetía que, en el segundo en que estuviera a punto de darlo por perdido, distinguiría su silueta larguirucha saltándose la barrera de seguridad.
—Finn —me llamó Pepper, apesadumbrada, desde la puerta del ómnibus—. No podemos esperar más. No llegaremos.
Fantaseé con gritarle que a quién mierda le interesaba. En lugar de eso, asentí.
—Ya voy.
Los rascacielos se convirtieron en casas que se convirtieron en campo abierto y, por poco sentido que tuviera, cada sonido en la ruta me parecía la voz de Eric rogándonos detener el autobús y recibirlo una vez más.
-o-o-o-
Woodstock resulté ser más de lo que sus propios participantes anticipábamos. Más de ciento veinte hectáreas repletas de jóvenes que se congregaba en torno a un escenario descomunal. La peste del sudor y la marihuana mezclándose con la de la mierda de vaca y otros fluidos corporales. Parejas revolcándose en el lodo, baños químicos insalubres, poca agua para la concurrencia. Aun así, la más grande libertad que muchos de esos chicos habían conocido.
Faltaban minutos para nuestra presentación. Lucas y Martin se encontraban eufóricos, Pepper se mostraba más recatada en su emoción y Aaron no aparecía por ningún lado.
—¿Dónde está Aaron? —le pregunté a la bajista, pues era la única lo bastante sobria para responderme.
—Creí que tú sabrías. —Se encogió de hombros.
Alertamos a nuestros compañeros y salimos a buscarlo, primero tras bambalinas, luego entre el mismo público, que se transformaba en un obstáculo al percatarse de quiénes éramos. Revisamos bajo cada toldo, detrás de cada arbusto y nada. Lucas decidió consultarle a otra banda con la que hizo buenas migas y su vocalista le ofreció examinar la gigantesca carpa donde se protegían del sol; el último sitio donde recordaba haber visto a Aaron.
Me paré entre ella y Lucas mientras abrían la puerta de tela juntos. Los demás miembros del grupo estaban allí, algunos afinando sus instrumentos y otros jugando a las cartas, sentados en torno a una mesa de jardín. Y allí, en el centro, como una mala parodia de La última cena y con la cara enterrada en el mantel, nuestro baterista.
—¡Aaron! —chilló Pepper.
Levantó la cabeza de golpe, igual que un ahogado. Sin aliento, las pupilas dilatadas. La puta gota de sangre en la nariz.
—Ven aquí —ordené, sacándolo a tirones de la carpa—. ¿Se puede saber qué coño estás haciendo? ¿No que eras muchísimo mejor que yo y que ya estabas por encima de todo? —Lo increpé en un área más apartada.
Aaron me dedicó una sonrisa rota, jadeante.
—No estoy por encima de nada, Finn... Y tú tampoco lo estás...
—¡Pero tú sí, carajo! Tú...
—Chicos, salimos en treinta segundos —nos avisó Martin.
Observé a Aaron, que no paraba de sonreír.
—Vamos, Finn. Es para lo único que servimos.
Regresamos al escenario. Me negué a trotar como los otros. Lucas y Pepper se colgaron guitarra y bajo. Martin comprobó que el vendaje de su mano estuviera en condiciones. Aaron se limpió la nariz con el puño de la camisa antes de tomar sus baquetas.
La nota final de nuestro predecesores. Aplausos y gritos. Se cruzaron con nosotros al bajar y nos desearon suerte (solo Lucas atinó a agradecer). Una voz lejana y gutural anunció «¡Dr. Strangelove & The Red Telephone!» Más aplausos y gritos. Me sentía debajo del agua.
Subimos de dos en dos. Pepper y Lucas. Martin y Aaron. Me quedé atrás, mi pie frenando antes de posarse sobre el primer escalón. Ellos lo notaron y se giraron hacia mí para averiguar qué ocurría. Permanecí entre la tierra y el aire por unos segundos y, finalmente, volví a apoyar la bota en el suelo.
—No puedo —suspiré.
—¿Qué?
—¡¿Cómo que no puedes?!
—¡Ahí va ese hijo de puta!
Ni siquiera me nacía pedirles perdón. Les estaba hundiendo la carrera y no atinaba a decir nada para congraciarme.
—Yo no debería estar aquí.
Ahora comprendía. Finalmente comprendía. Ignoro qué poder sobrenatural se abalanzó sobre mí para provocar que lo viera tan claro. Por eso era incapaz de disculparme. Ese algo dentro de mí, tan similar a Dios y a la vez tan diferente, me lo prohibía. Hasta ese punto estaba convencido de mi elección.
—Entonces, ¿te bajas? ¿Y qué vamos a hacer? —insistió Pepper. Los demás la apoyaron.
—Lo que ustedes quieran —repliqué—. Yo voy a hacer lo que debí desde el principio.
Sin darles ocasión de contestar, eché a correr. Atravesé el campo como alma que lleva el diablo, prestándoles nula atención a los fanáticos molestos que trataban de interceptarme, hasta llegar al estacionamiento de los invitados. Agradecí que Lucas fuera lo bastante estúpido para siempre olvidar las llaves de su furgo dentro, pese a lo mucho que la amaba, y me monté en ella.
Fue todo tan rápido que, al verme reflejado en el retrovisor con nada más que una carretera polvorienta detrás, creí que estaba soñando. Que había estado años soñando sin saberlo y que esta era mi realidad: conducir al hogar que nunca abandoné, con la familia que nunca tuve.
-o-o-o-
A la puerta del apartamento le faltaba un número. El cinco y el cero lucían un elegante tono bronce, mientras que el último dígito era un agujero con forma de tres; una tumba personalizada. El pasillo angosto apestaba a lejía, recordándome a aquel baño de mi cuartucho en Milstead. Así inició; así terminaba. Una planta artificial adornaba el final de las escaleras, bajo una claraboya vieja y sucia.
Inspiré profundo antes de llamar.
Pensé que no respondería. No tenía porqué. Aquel barrio debía ser bastante peligroso y una mujer sola prudente evitaría...
Oí la sinfonía de al menos cuatro seguros liberándose. Aún quedaba una cadena por soltar cuando la puerta se entreabrió, revelando un ojo que no tardó en duplicar su tamaño.
—¿Puedo...? —aventuré.
La puerta se cerró de golpe, para enseguida volverse a abrir, ahora por completo.
Las células me vibraron. Una melena considerablemente más corta de lo que recordaba. Dos faroles agotados. Un sencillo vestido de lino blanco que desentonaba con las alpargatas. Vicky y yo teníamos la misma edad; ella aparentaba cuarenta.
—Viniste —musitó.
—Vine.
—¿Por qué?
—Tú me invitaste.
—S-sí, pero... No creí que vendrías. ¿A qué hora fue su concierto? Llegaste rapidísimo...
—No hubo concierto. Dejé el grupo. —Sonreí ante su sorpresa—. Pero tampoco imagines que me sobró el tiempo. Tuve que venir sin regalo de cumpleaños.
—Dios, qué ocurrencia...
—¿Puedo pasar?
Ya lo estaba haciendo, mas ella se interpuso con calma, apoyándome una mano en el pecho.
—En esta casa hay un niño de cuatro años que nunca conoció a su padre —me advirtió—. Solo permitiré que entres a su vida si me juras que no estás de paso. No consiento mostrarle esto y arrebatárselo apenas cambies de opinión...
—Juro que volví para quedarme.
Torció la boca, desconfiada.
—Vicky, sabes cómo sueno cuando no estoy siendo sincero. Sabes que digo la verdad.
Fue su turno de suspirar.
—De acuerdo.
Nos adentramos en el apartamento. Su interior se asemejaba mucho más a un hogar que el edificio que lo rodeaba, lleno de muebles de madera antiguos, adornos en las paredes e imanes en el refrigerador. El murmullo de un episodio de Los Supersónicos brotaba de la sala, la cual estaba separada del recibidor por un arco. Vicky fue primero y yo la seguí.
En efecto, el minúsculo televisor mostraba al padre de la familia conduciendo una nave espacial con forma de coche, en inestable color y nitidez. Un sofá de cuero de imitación ejercía como barrera entre quien sabía que estaba ahí y yo.
—Theo —llamó suavemente la mujer.
Me aproximé todavía más y lo vi. Un triste gorro de cumpleaños colgándole del cuello; se entretenía jugando con unos bloques de madera. El niño levantó la cabeza, me observó y después se dirigió a su madre, dudando qué pintaba aquel desconocido en su territorio.
—¿Quién es? —inquirió, tironeando de su labio inferior y bañándose el brazo en baba.
Vicky le indició con un gesto que se acercara y se agachó para tomarlo por los hombros y voltearlo hacia mí. Yo también me incliné hasta quedar a su altura. Reconocí mi color de ojos, la textura de mi cabello, incluso la forma de mis cejas...
—Theo... —dijo ella—. Este es tu papá.
Theo frunció el ceño.
—Creí que no tenía papá... —le murmuró, extrañado.
—Pues ahora lo tienes... ¿cierto, Finn?
Pasé saliva para armarme de valor y asentir.
—Si me aceptan.
Vicky volvió a mirarme y sonreír como antaño y se me encogió el corazón. No porque aún la amara o quisiera retomar nuestro romance, sino que por haber descubierto que en realidad no me odiaba. Aaron estuvo dispuesto a componer conmigo por última vez. Eric durmió a mi lado hasta que se enteró de algo que no podía tolerar, y el dolor en su rostro no reflejaba nada más que eso: objetivo y punzante dolor.
Nadie me odiaba, excepto yo. Los demás solo detestaban lo que hacía y nunca sería tan fácil como no hacerlo más, pero podía dar pequeños pasos en la dirección correcta.
Ambos nos incorporamos, nuestras pupilas aún conectadas.
—Jamás he pretendido otra cosa.
Eric estaba en lo cierto; fue una locura actuar siempre de la misma manera esperando resultados diferentes.
Era hora de actuar diferente.
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