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13

Lo último que anticipaba encontrar cuando retorné a mi habitación era esto: Eric tumbado en el sofá esquinero en medio de la suite, mirando repeticiones de partidos de fútbol universitario, el sueño tironeando de sus párpados. No se me ocurrió mejor idea que dejar caer mi morral para llamarle la atención, lo que por poco lo hizo tocar el techo.

—¡Mierda!

Bajo circunstancias diferentes, me habría desternillado, pero con él allí, a una hora impensable y a metros de mi cama, hasta la risa se me quedaba incrustada entre las costillas.

—¿Qué haces aquí? —dije, tratando de sonar casual. Dudo haberlo conseguido.

—Te esperaba —admitió sin complejos, aunque lo más probable es que por dentro estuviese cagándose encima.

Trasparentes como eran las intenciones de ambos, cerré la puerta, lo suficientemente despacio para que no produjera ningún sonido. Nada excepto la voz del relator describiendo anotaciones ocurridas antes de que nosotros entrásemos en la secundaria.

—¿Por qué miras juegos viejos? —sonreí, acomodándome en el sofá a una distancia prudencial de su cuerpo.

—Fue lo que encontré. —Alzó los hombros.

—Esta cosa tiene como doscientos canales...

Apagó el televisor y abandonó el control remoto sobre la mesa de café. Ahora todo su foco estaba puesto sobre mí, una pierna flexionada sobre la otra y ambos codos descansando en ellas. Era obvio que estaba harto, mas no de mis recriminaciones por sus intereses deportivos, sino de que aquello fuera el tema de conversación en lo absoluto. Y, en honor a la verdad, sentía lo mismo, por mucho que mi poca familiaridad con las escenas cotidianas me pidiese actuar así.

—¿Cómo está Pepper? —indagó. Él tampoco sabía cómo romper con aquella performance.

—Sobrevivirá —le garanticé—. ¿Cómo estás tú?

Eric se derritió sobre el sofá en un suspiro largo.

—Llamé a mi madre.

—Ah, ahora entiendo... esto.

—¿El qué?

—Que de repente no te dé pánico estar en mi dormitorio. —Arrugó la nariz en desaprobación, así que lo animé a continuar—. ¿Qué te dijo?

—No importa demasiado. Lo que importa es lo que yo le dije.

—¿Y qué le dijiste?

—Que conocí a alguien que me gusta. Tranquilo, no entré en detalles, no sabe quién eres...

Le ordené a mi pulso que se relajara. Más allá de cuánto pudieran llegar a enternecerme sus palabras, se trataba de un hombre con el que no pasé ni siquiera un mes, en comparación con otros amantes que se habían llevado años de mi vida. Y no era como si hubiésemos tenido citas o follado como animales. Ni siquiera nos besábamos.

Sin embargo, ahí estaba, con el corazón acelerado por este sujeto que desaparecería de mi lado antes de que lograra acostumbrarme a su presencia.

—Oh, ¿o sea que no planeas invitarme a cenar a tu casa? —bromeé, en un intento desesperado por aminorar el peso de lo que me contaba.

—No sé si planeo regresar —suspiró. Le di la oportunidad de cambiar el tono sincero de la charla y eligió mantenerlo. Esto era serio.

—Guau, eso suena... como un montón.

—Descuida, tampoco estoy pensando en escaparme contigo y que nos casemos.

—Me rompe el corazón, cadete...

—Knightley.

—Knightley —repetí, sorprendido de que me revelase su nombre completo—. ¿Y en qué estás pensando, si no en ser mi sonrojada novia?

—Supongo que volver a empezar en un lugar nuevo. Puede que una ciudad grande. He descubierto que me gustan mucho las ciudades grandes.

—Y podrías hacerlo —apunté—. Estudiaste Ciencias Económicas. Eso sirve para calentar asientos en casi cualquier parte.

—No me alientes...

—¿Por qué no?

—Porque le arruinaría la vida a mi madre. Soy... soy todo lo que tiene...

—¿Qué hay de tu padre?

Eric suspiró, como si fuese a explotar la próxima vez que alguien le preguntara sobre él.

—Ni siquiera lo conozco —rio con amargura, encogiéndose en su sitio—. Mi madre era muy joven cuando me tuvo; mi padre también. Cuando se enteró de que estaba embarazada, simplemente dijo «no puedo lidiar con esto» y la abandonó.

Se me instaló un nudo en la garganta. Recordé todas las cartas de Vicky, olvidadas en cestos de basura y cajones alejados de la mano de Dios. Me las imaginé brotando de los vertederos en un día de lluvia, arrastradas por la corriente directo a las manos de mi pseudo-amante. Y, por sobre todas las cosas, me imaginé el daño que sería capaz de hacerle al fugitivo señor Knightley por humedecer así los ojos de Eric, por romperle la voz y atarlo a aquella mujer que lo asfixiaba. ¿Algún día Theo encontraría a alguien que fantaseara con matarme a mí?

—Sé que la hago sonar como un monstruo —prosiguió el soldado—. No lo es, Finn, te lo prometo. Es solo que la forzaron a crecer muy deprisa y por un tiempo yo fui lo único a su nombre. El resto de mi familia no fue nada comprensiva. A-además, yo era un niño súper enfermizo. Me la pasaba cogiendo resfriados y aún no entiendo cómo sobreviví a la varicela y a las paperas. Por no hablar de...

Para el momento en que decidió frenar su análisis, ya era demasiado tarde. La respiración se había tornado arrebatada, insostenible, y el corazón le galopaba con tanta fuerza que se agarró el pecho instintivamente para evitar que se escapase.

—Ey, tranquilo... —murmuré con dulzura, ayudándolo a recostarse con las piernas sobre el reposapiés—. Estás bien.

—No, no estoy bien —sollozó—. ¿Cómo... cómo puedo estar bien si me pasa esto? ¿Cómo mierda voy a salir vivo de Vietnam si ni mis pulmones ni mi corazón ni nada en mi cuerpo funciona...?

—Tu corazón y tus pulmones funcionan perfectamente, Eric, confía en mí. El problema está en tu cabeza.

Aún agitado, viró sus ojos en mi dirección.

—¿A qué... a qué te refieres?

—Veamos, esta no es la primera vez que te ocurre. ¿En qué otras situaciones te has puesto así?

—N-no... no lo sé...

Le regalé una sonrisa suave.

—Si quieres me lo contesto yo: es cuando estás nervioso. Es una cosa de la mente, no debes perder de vista eso. A mucha gente le pasa. —Y opté por ser sincero y abrirme de una manera en que jamás lo había hecho—. A mí me pasaba...

—¿De veras?

Asentí.

—La secundaria fue un infierno. Al menos una vez por semana me convencía que iba a morir. Y no era tan fácil de controlar como lo tuyo, ¿eh? Podía estar horas encerrado en el baño.

—¿Cómo lo resolviste?

—Mis padres me llevaron a un loquero y me recetó un sedante.

—Ah, qué suerte...

No, no lo era. Los tratamiento psiquiátricos han mejorado muchísimo con las décadas, pero en mi adolescencia, eran lo que utilizaban para mantenernos fuera del camino, ya fuera que padeciéramos de ataques de pánico como de patologías más graves o incluso simple estrés. Fueron la solución que les ofrecieron a las mujeres que no querían regresar a la vida doméstica tras la Segunda Guerra Mundial, los responsables de la muerte de Marilyn, el método favorito para que los niños hiperactivos no se separaran de sus pupitres.

Actualmente tomo medicación, que complemento con terapia. Sin embargo, esa noche en Washington D. C., contándole a Eric mi primera experiencia, estaba seguro de preferir inhalar toda la coca y fumar todos los porros del mundo antes que volver a pedir una droga de prescripción en la farmacia. Y así se lo expresé.

—Digamos que no ayudó mucho. Cada vez me sentía más dependiente de esa mierda. Había dejado de ser yo. Ni siquiera podía concentrarme en la música y sabía que, si le explicaba mi incomodidad a los médicos, solo me meterían más mierda.

Eric no pudo camuflar una risita.

—¿Qué es tan gracioso?

—Hablas como si ahora vivieras del ejercicio, las frutas y las verduras. ¿Acaso no te metes cosas peores? Le escribiste una canción al LSD.

—Ey, eso solo lo probé una vez y es contra la ley ser un músico que consume LSD y no escribirle una canción.

—Ya...

—Y aunque no lo creas, con lo que me meto ahora me siento mejor. Al menos tengo control sobre eso...

—¿Lo tienes?

La próxima parada del tour titiló en mi cabeza como una marquesina rota. Chicago. La ciudad donde perdí ese tan ansiado control. La ciudad donde por poco no la cuento. La ciudad en cuya prisión Aaron y yo pasamos los meses más terribles de nuestras vidas.

—¿Estás celoso porque no te he escrito una canción o qué? —ironicé, rezando porque se diluyera la tensión en el ambiente.

—No —replicó con una sonrisa socarrona.

—¿No?

—No. Probablemente lo harás pronto.

—Creo que sobrestimas tu impacto sobre mí.

—Pareces bastante impactado.

—Ya...

—T-te voy a besar... Digo, si quieres. No...

Lo callé con mis labios.

—Ya —resoplé contra los suyos.

-o-o-o-

Esa madrugada, con Eric acurrucado bajo mi brazo, con el calor de su cuerpo desnudo como una extensión de mi propio cuerpo, con los rastros de su cabello rapado hundiéndose ante las yemas de mis dedos y el aroma de su sudor impregnando las sábanas de quinientos hilos, concluí que, en efecto, iba a escribirle una canción.

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