Capítulo 11
1.
—¿Por qué has vuelto aquí?
Su voz atravesó la niebla hasta llegar a sus oídos, atravesando la densa atmósfera como una filosa cuchilla. James encorvó los hombros hacia adelante y comenzó a caminar más de prisa, casi corriendo, cualquier cosa con tal de alejarse de esa voz hostigante y acusadora. Su mochila colgaba de una mano; se le pasó la idea a medias por la cabeza de que, si tenía que hacerlo, podría golpearla con ella para que se marchara.
—Eres un cobarde, lo sabes, ¿cierto? Huyes de tus problemas en lugar de enfrentarlos como un hombre.
Eso dolió, pero no estaba dispuesto a hacerle saber a ella que le había afectado lo dicho. Siguió caminando, con la esperanza de que ella se quedara atrás o dejara de seguirlo, pero cuando ella volvió a hablar, sonó más cerca, como si de alguna manera se las hubiera arreglado para escurrirse directamente por detrás de él, como un fantasma.
—No estás aquí buscando a alguien a quien amas otra vez, ¿verdad? De todas formas... ¿Quién sería tan estúpido como para amar a alguien como tú?
Se detuvo tan abruptamente que ella chocó contra su espalda. En lugar de alejarse de él, María abrazó su cintura con sus brazos y se presionó contra él, retorciendo su cuerpo contra el suyo y dejando que sus manos vagaran por delante. —Siempre supe que volverías a mí, James—, jadeó en su oído, ahora casi envolviendo una de sus piernas sobre su cadera, sonando y actuando exactamente como una mujer en celo. —Siempre supe que realmente me amabas.
James se estremeció de disgusto; sentía las manos de ella como arañas subiendo por su pecho. Él la sacudió, quitándosela de encima y se dio la vuelta, con las manos levantadas en un gesto de rechazo. —¿Qué quieres?—, preguntó.
María sacó el labio inferior, haciendo un puchero como una niña pequeña, y volvió a cruzarse de brazos sobre su propio pecho. —Quiero que me ames—, le dijo, como si fuera la cosa más fácil del mundo, y él no fuera razonable por no complacerla.
—No puedo. No lo haré—. ¿Por qué era tan difícil de entender para ella?
—¿Por qué no?—, ella demandó, con los ojos entrecerrados y la voz de nuevo alzada. —Amaste a Mary, puedes amarme a mí.
—No puedo—. Se estaba desesperando; cuanto más tiempo perdía tratando con ella, menos tiempo tenía para encontrar a Harry.
Ella lo fulminó con la mirada y, en su ira, se pareció más que nunca a Mary, pensando incluso de que María ni se daba cuenta de eso. Pero sí, se parecía a Mary, casi como hasta su final, cuando el dolor ya era demasiado, cuando el cáncer la transformó en un monstruo. —¿Quién es ella?—, María siseó. —¿Quién es ella a la que amas tanto, que ya no puedes amarme a mí?
—Ya he tenido suficiente—, dijo James repentinamente, irremediablemente cansado de la repetida y circular discusión, y le dio la espalda. Comenzó a alejarse, para dejarla atrás, a ella y a sus preguntas y acusaciones, pero una mano salió disparada y se aferró a uno de los bolsillos de la chaqueta de él.
—¿Por qué llevas esa chaqueta, James?—, ella gruñó. —Si realmente han pasado diez años, ¿por qué llevas exactamente la misma chaqueta?
Se detuvo bruscamente, sujetado por la mano con garras de ella. —¿De qué estás hablando?—, preguntó.
—Esa chaqueta—, susurró ella, apoyándose en su espalda para hablarle directamente al oído. Ahora no había nada de sexy en sus movimientos; ahora, cada movimiento que hacía, estaba lleno de amenaza y violencia implícita y, por primera vez, James le tuvo miedo. —¿Recuerdas cómo la conseguiste?
—Sí—, respondió, congelado en su lugar por una repentina oleada de terror puro y absoluto. Algo en la forma en la que ella hablaba, la forma en la que se aferraba a él... le recordaba cosas que era mucho mejor dejar en el olvido. Se estremeció cuando ella le pasó la lengua por un lado de la cara; se sintió como ser tocado por un pez muerto y frío.
—Háblame del día en el que obtuviste esa chaqueta—, le ordenó. Su otra mano bailaba por su brazo, antes de clavarse en su bíceps con uñas afiladas y heladas.
Él tembló de nuevo, odiando la sensación de ser tocado por ella, odiando tenerla tan cerca de él, pero también... incapaz de desobedecer. —Fue... fue el día que dejé el Ejército...
2.
La joven se sentó en una banca fuera de la oficina del cuartel, balanceando las piernas y tarareando en voz baja. Hombres y mujeres jóvenes, tanto soldados como oficiales, trotaban de un lado a otro frente a ella en la acera, y la muchacha se encontró ignorando deliberadamente las miradas apreciativas de algunos de los hombres más jóvenes. Mantuvo la mirada fija en las puertas de las oficinas, y cuando un joven con el cabello corto y rubio, y una cicatriz en la frente salió del edificio, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa, levantándose y corriendo hacia él.
—¡Mary!—, dijo el hombre, sorprendido, pero evidentemente feliz de verla. —¿Qué estás haciendo aquí?
Ella le echó los brazos al cuello, y lo besó, allí mismo, en frente de los oficiales, de los soldados y de todo el mundo. Oyó un silbido desde la acera, seguido de algunas risas, pero no le importó. —¿Cómo te fue?—, preguntó con curiosidad, mirando a los ojos verdes del hombre.
James le sonrió, con sus brazos alrededor de su cintura. —De baja con honores. Ya no soy de la propiedad de ellos.
Ella chilló y lo besó de nuevo. —¡Esa es una gran noticia, bebé!—, exclamó. —¡Eres un hombre libre ahora!
—Sí—, dijo, sonriendo tontamente. —Sólo necesito averiguar qué hacer con el resto de mi vida ahora.
—Puedes empezar por dejarte crecer el cabello, cubriendo esto—, le dijo, y pasó sus dedos suavemente por la cicatriz en su frente. Él retrocedió un poco ante su toque, logrando que ella frunciera el ceño por un segundo, antes de sonreír de nuevo. —Ya verás, algún día me vas a decir cómo te hiciste esa cicatriz.
—Algún día—, prometió él.
Bajaron los escalones cogidos del brazo y se sentaron en la banca que ella acababa de dejar libre. —Tengo algo para ti—. Le dijo, y buscó debajo de la banca una bolsa de compras que había escondido allí. Sacó un regalo cuidadosamente envuelto y se lo presentó con una floritura.
—¿Dejaste esa bolsa aquí cuando viniste a buscarme?—, preguntó James, tomando la caja de ella.
Ella se encogió de hombros. —Es Fayetteville, no la ciudad de Nueva York.
—No conoces a algunos de estos tipos—, le informó con seriedad, tirando de la cinta de la parte superior de la caja con dedos nerviosos. —El cuartel está lleno de ladrones e imbéciles.
—¿En ese orden?—, preguntó con picardía.
Él se rió a su pesar. —No, me equivoqué de orden. Más imbéciles que ladrones.
—Es una chaqueta—, burbujeó, mientras él sacaba la prenda verde oscuro de la caja, sin palabras. —Sé que se ve un poco, ya sabes... militar, pero a veces a los chicos les cuesta adaptarse a la vida civil, y pensé que si todavía te veías un poco como un chico del Ejército, sería más fácil...—, su voz se apagó. cuando se dio cuenta de que él la estaba mirando a la cara. —Te gusta, ¿verdad?—, preguntó ella, con la duda arrastrándose en su voz.
Entonces James la atrajo hacia él, aplastando la chaqueta que crujió entre ellos dos, y la besó. —Es genial—, dijo cuando ella se apartó, jadeando, sonrojada. —La usaré por siempre.
—Bien—, dijo ella, satisfecha, y apoyó la cabeza en su hombro.
Se quedaron sentados juntos en la banca durante unos minutos, con el brazo de él rodeándola, y la cabeza de ella apoyada aún en su hombro, observando cómo el mundo se movía a su alrededor. James mantuvo la chaqueta en su regazo, toqueteando los parches en los hombros y el bolsillo del pecho.
—Ven conmigo—, dijo abruptamente, y Mary levantó la cabeza de su hombro para mirarlo.
—¿Qué?
—Ven conmigo—, repitió, repentinamente lleno de determinación. —Ven conmigo, lejos de aquí. Vayamos a un lugar nuevo, a algún lugar lejos de aquí. Comencemos una nueva vida juntos.
Ella sonrió, y entonces él se dio cuenta de que ella pensaba que él estaba bromeando. —¿Qué tan lejos nos iremos?—, preguntó la joven, siguiéndole el juego.
—Tan lejos como sea necesario. A algún lugar al norte, donde haga frío en invierno—. Y la abrazó contra él. —Ven conmigo.
—¿Hablas en serio, James?—, preguntó ella, con ojos redondos y brillantes. —¿De verdad quieres que vaya contigo?
—Más de lo que nunca he deseado.
—Eso suena un poco como una propuesta de matrimonio—, bromeó ella.
—Tal vez lo es.
—¿Qué?—. Ella se enderezó, alejándose de él, con una mano todavía en su pecho. Examinó su rostro de cerca, buscando el truco, esperando que sonriera y dijera que de verdad estaba bromeando. Él la miró, de repente más serio de lo normal, y de lo que lo había estado en mucho tiempo.
—Ven conmigo—, repitió, con su voz solemne, y sus ojos llenos de un anhelo insondable.
3.
—¿Y?—, María le siseó al oído, su voz sonaba como a las hojas secas y muertas de otoño, siendo arrastradas por el viento a través de un estacionamiento desierto. Su mano seguía clavada en la parte superior de su brazo, agarrándolo con una fuerza sorprendente y horrible, como si intentara que sus dedos se encontraran a través de su carne. Con su otra mano le había soltado el bolsillo y ahora la tenía apoyada en la cadera de él, donde hacía que su piel ardiera con el frío, incluso a través de sus jeans.
—Y ella dijo que sí—, le dijo él miserablemente. —Nos... nos casamos en el juzgado tres días después, luego subimos a mi auto y no dejamos de conducir hasta que nos encontramos en Silent Hill.
—¿Y qué pasó después?
—Tú sabes lo que pasó—, le replicó, sintiendo una pequeña chispa de ira en lo profundo de su pecho. —Te crees ella, sabes exactamente lo que pasó.
—Dímelo—. De repente, ella se aferró a su cadera, y él jadeó cuando sus dedos rasgaron atreves de la tela de los jeans, duramente, como cuchillas, descansando ahora sobre su piel desnuda. El frío de los dedos de ella le recorrió todo el cuerpo, haciéndole sentir mareado e indefenso.
—Seis meses después se enfermó—, soltó por fin. —Tres años más tarde, ella murió.
—Murió, porque tú la mataste—, respiró María, y tal vez él se lo estaba imaginando, pero casi sonaba como si ella se estuviera excitando de nuevo con eso, como si la idea de la violencia y la muerte encendiera un interruptor dentro de ella y dejara que las cosas salieran a la superficie. —Murió por tu culpa, porque pusiste una almohada sobre su cara hasta que su respiración... simplemente... se detuvo—. Su mano serpenteó hasta la hebilla de su cinturón y se detuvo allí, rozando ligeramente la piel de su vientre como ramitas secas cubiertas de escarcha. Ella soltó el agarre de su brazo y le acercó la mano a la cara; él se estremeció ante su toque cuando ella le apartó el pelo por detrás de la oreja y luego masajeó su nuca con dedos helados y pétreos.
—Y luego volviste aquí para encontrarla, ¿no?—, ronroneó ella. No se lo estaba imaginando, ella realmente estaba excitada con todo esto. —Viniste hasta aquí para encontrar a la mujer... que tú... asesinaste—. Su mano se cerró sobre su nuca, haciendo crujir sus tendones y rechinar sus huesos entre sí. Las puntas de sus uñas se clavaron en los costados de su cuello, y él sintió un agradable y bendito calor cuando delgados riachuelos de sangre comenzaron a correr por su piel.
—Y cuando te diste cuenta de lo que hiciste, decidiste simplemente morir, ¿verdad? Condujiste tu auto al lago, dejaste que se hundiera—. De repente, la mano de ella le apretó el estómago, y él sintió que su piel se rompía por debajo. Era como si ella intentara abrirse paso directamente hacia su columna vertebral. —Y deberías haber vuelto aquí después de eso, pero no lo hiciste, ¿verdad? Tu... escapaste...
Escapaste... Lo mismo que le había dicho el monstruo, la cabeza de pirámide de sus sueños. —No—, gimió, forzando la palabra a través de sus cuerdas vocales congeladas.
—Sí—, susurró ella, y él se estremeció, haciendo una mueca, cuando las largas uñas de ella se hundieron más profundamente en su estómago, horrorizado de que estuvieran avanzando tan lentamente hacia su interior. —Escapaste. Huiste ¿Cómo lo hiciste, James? ¿Cómo escapaste?
—Yo no... nunca he escapado...
—¡Sí lo hiciste!—, espetó ella, y él gritó ante el repentino y brillante destello de dolor cuando ella asestó un tajo más profundamente en su cuello. Sin embargo, su mano se relajó instantáneamente y comenzó a acariciar los costados de su de este en un facsímil de compasión. —Está bien, está bien—, lo tranquilizó, mientras que su otra mano se comenzaba a deslizar por debajo de la hebilla de su cinturón, a un paso facilitado por la sangre untada. —Está bien, estás aquí ahora, puedes quedarte conmigo, amarme... has vuelto a donde perteneces.
Entonces cerró los ojos, sintiéndose impotente, sabiendo que era inútil intentar de luchar contra los monstruos de aquí, sabiendo que siempre tendrían las de ganar. Por un momento, él se inclinó a ella, y ella hizo un ruido que probablemente suponía fuera un ronroneo, pero sonó más como a algo muriendo. Pasó la punta de su lengua, gélida y muerta, por la mejilla de él, y llevó su mano, del cuello al pecho, directamente sobre su corazón palpitante, y lo acarició allí con anticipación. Las propias manos de James, cerradas en puños todo este tiempo, se aflojaron y su mochila cayó al suelo.
Sin previo aviso, sacudido por una repentina caída, la radio en su mochila se encendió y la interferencia de esta los golpeó a ambos. Atreves de la estática, con voz estridente y fuerte, James escuchó a Harry decir —¡James!—, antes de que la radio se apagara de nuevo, tan abruptamente como se había encendido.
Los ojos de James se abrieron de golpe y todo volvió a él. Harry, Heather, su casa, sus vidas juntos, la única familia de verdad que había conocido y tenía... en aquel resplandor de colores que pasó por su mente en medio de un latido, él lo supo.
—¡No!—, gritó, y sus músculos se liberaron de esa extraña parálisis que lo había tenido atrapado, con una enorme descarga de adrenalina. Se apartó de María, dejando jirones de sus jeans y chaqueta atrás, y se tambaleó hacia adelante. Casi cayéndose sobre su mochila al tropezarse, torpemente se giró a ella para mirarla, esperando verla transformada en un monstruo, algo con dientes humedecidos y colmillos chorreantes, listo para despedazarlo.
Pero frente a él sólo estaba María, con ojos vacíos y desesperadamente tristes. Buscó a tientas la larga llave inglesa que sobresalía de su mochila y la blandió hacia ella, pero ella se mantuvo en su lugar, sin hacer ningún movimiento hacia él.
—No—, le dijo a ella, sin gritar, pero sí respirando pesada y agitadamente mientras la adrenalina corría por sus venas. —No, no pertenezco aquí. Tengo un hogar, una vida fuera de este lugar. No pertenezco aquí y no te pertenezco a ti tampoco.
Ella levantó la vista hacia él, mirándolo desde debajo de su largo flequillo, y una sola lágrima se deslizó desde su ojo. Tal vez era la luz incierta, tal vez era su rímel espeso, pero la lágrima pareció ser negra, como un pequeño pedazo de espacio arrancado del cielo, mientras se deslizaba por su mejilla.
Y así, dándole la espalda a él, comenzó a alejarse en medio la niebla. Mientras las sombras grises se arremolinaban a su alrededor, atrapándola, arrastrárnosla. Ella miró hacia atrás por encima de su hombro por última vez, pareció comprobar que el hombre estuviera ahí viéndola marcharse, y con aquello hecho, simplemente desapareció como un fantasma entre la niebla.
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