XXII
Extraño la oscuridad de la noche. Extraño también la calidez de un silencio que sabía no ser silencio en medio de la oscuridad.
Sonreía como niño. Sonreía como solía hacerlo yo mismo. Ahora, ni el uno ni el otro sonreímos en la noche, porque la noche dejó de ser noche, así como la oscuridad dejó de ser solo oscuridad.
Extraño discernirle palabras al destino. Desglosarle posibles, atribuirle errores, darle nombre mortal –sea de hombre, sea de mujer–.
La rareza del exilio estático es que desaparezco con la consciencia despierta, con las lágrimas secas y la cama vacía.
La ropa es lo único que queda sobre la carne para darme nombre, para darme memoria a corto plazo antes de caer, ileso, en un letargo atemporal, en una especie de lapso donde no me encuentro, aunque me busque, aunque me busquen.
Extraño la bajeza de mi raza, lo efímero de la vida, los colores de la muerte. Extraño esas cosas que no tuve entre los dedos y que sé que rondan por ahí –con el viento o sin él– en completo y místico anonimato.
Solo la locura, en cuarto menguante, se abre paso directo hacia la nada, porque de ella siento el abandono. El soberbio nombre se ha vuelto trizas ante el espejo y las virutas del pretexto condecoran la eternidad.
Las manos siguen vacías. Mis manos, estériles, se hayan sin dirección.
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