XX
Lloramos en círculos. De atrás para adelante, luego para atrás otra vez y así, al final, volvemos a enfilar las lágrimas en un recorrido repetitivo, infinito y agobiante.
Por eso lloramos en círculos: por el agobio. Porque no terminamos de –o no queremos, o no podemos, o no logramos– dejar atrás lo que en el siguiente peldaño es solo peso muerto.
Porque no alcanzamos –o no nos da la gana de alcanzar– a confinar aquel peso en una urna y enterrarlo en lo más recóndito del 'yo' que quiere, que insta y desea, un rehacer de las cosas, una reinvención de sí mismo.
Entonces caemos presa de un algo que es solo nuestro, de un alguien secular e inoportuno que yace enjaulado en el 'yo que nos sustenta la mirada y la voz; que tergiversa el pensamiento y manipula el sentir verdadero, que lo corrompe desde nuestra propia voluntad –la otra que no dice nada casi siempre, casi nunca–.
Así cae la primera, la segunda, la tercera... y no lo tomamos. Luego cae la cuarta, la quinta, la sexta... y perdemos la noción del propio yo ante el diluvio, ante la lluvia, ante la marejada inquieta que, sin duda, nos hará náufragos de nuestro propio recorrido.
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