VII
Está la mente. Está quieta y silente. Ella, la mente, no disimula el mirarte intenso, el mirarte fijo, el mirarte en lo minucioso y detallista; casi a manera de escaneo, a manera de trazos y descarriladas ideas, a manera de dibujos. Así es que talla tus gestos en su mapa de conceptos astrales.
Así mismo, también, equipara tu voz con las estrellas y no miento. Si, precisamente tu voz es la que se vuelve estela y brillo, la que se vuelve espacio sideral. Es tu voz la que relata cada trazar de líneas tras bastidores, como en un concierto, como en un museo, como en toque de queda.
Y no deja de murmurarse a sí misma, ella. No deja de reproducirte a manera de canción a lo largo de sus murales pervertidos.
Vas y vienes, en bucle infinito, sin manera de pausar los espasmódicos tintineos del espacio que roza/divide/categoriza/señala/dispersa/evade cada inquietud metódica de sus equiparables momentos.
Y delinea con el tacto de sus falsos dedos. Y suspira con sus falsos pulmones. Y sonríe con su falsa sonrisa (tan real y vívida también, porque la siento).
Se encuentra ahí, estática todavía, tal cual siempre, en el vaivén de su ensoñación mal vivida, acompañada, apenas, por el eco de tu nombre, tan simple tu nombre que no lo olvida, ni yo lo olvido: todavía lo leo.
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