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La madre de mis hijos era una mujer que soñaba con rosas y serpientes. Se despertaba de golpe sudando frío e inhalando como si su vida dependiera de ello.
Por alguna razón que preferí no saber, se alejaba de mi contacto cuando trataba de calmarla. Solía recoger sus piernas contra su pecho y abrazarse a sí misma hasta que la exaltación pasara. Luego podía sentir su peso abandonando la cama en total silencio.
La luz detrás de mí indicaba que estaba buscando su leotardo y zapatillas. Importaba poco lo tarde que fuera, ella se enfundaba en el conjunto y dirigía su ansioso cuerpo hacia la sala.
Escuchar cómo movía los muebles a los rincones picaba mi curiosidad, pero sabía que si la seguía... estaría irrumpiendo en su intimidad. Sin embargo, diez años más tarde la vería bailando ballet a la escasa luz de la luna.
Los únicos que tenían el placer de contemplarla eran los viejos muebles y sus cojines desgastados. Fueron ellos quienes me revelaron la gracilidad de sus movimientos y la pasión impregnada en aquella mirada.
Tenía la costumbre de tumbarse en el suelo a estirar sus finas extremidades mientras miraba por la ventana.
Nunca supe exactamente qué observaba, aunque de una cosa estaba seguro: ése era el ritual antes de su baile; su manera de liberarse, de exudar todos los miedos que se colocaban en su ser.
Ni siquiera necesitaba música para que su cuerpo fluyera cual listón sobre la duela de nuestra sala. Su sombra bailaba entre los cuadros colgados y se perdía al tocar las ventanas, quizás porque su alma gustaba de escaparse a través de ellas.
Mi esposa por las noches se convertía en el vitral quebrado que ocultaba bajo su tersa piel, de modo que la luz del exterior refractaba en su cuerpo apenas la tocaba.
¿Por qué ocultaba tanta vida dentro de ella?
Durante el día sus trozos sueltos volvían a unirse para formar una imagen entera. Lo sabía por su esencia cálida alumbrando el hogar, gracias al aroma proveniente de la cocina... debido a las risas agudas de mis hijos en su compañía.
Pero su vida era un ciclo. Y como tal, las serpientes volvían a crecer en su campo de rosas. Tarde o temprano la mujer daba paso al herido vitral.
El paso del tiempo no pudo desvanecer su danza, ni mucho menos el cansancio de los años. Recién cumplidos los cincuenta años, recortó su oscuro cabello a la altura de las orejas; cambió por completo el color de la casa y encontró nuevo inmobiliario para ésta.
En ese entonces yo aproveché para armar un ventanal en la sala, con cortes fragmentados típicos de los vitrales. Era de diversos colores vibrantes, que durante el día bañaban de frescura el interior de la casa y que por la noche otorgaban un aire melancólico a la estancia.
Así pues, la primera noche que pasó el vitral en la casa... no pude evitar seguir los pasos de mi esposa hasta la sala.
Ella se quedó congelada frente al gran ventanal, hombros tensos y respiración escasa. Se acercó a él y apoyó sus palmas en la superficie fría.
Cuando menos me lo esperaba, lo machacó a golpes. El vidrio crujió bajo sus puños y se desmoronó tan fácil como ella. Los trozos la acompañaron en el suelo e hicieron unos cuantos cortes en sus rodillas desnudas.
Esa ocasión, las sacudidas que dieron sus hombros me recordaron que no todo lo cura el tiempo. Las lágrimas no pudieron lavar sus heridas, y mis abrazos tampoco fueron capaces de unir cada uno de sus pedazos.
Yo reparé el vitral días más tarde, pero jamás pude repararla a ella.
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