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Este cuento lo escribí hace unos meses para un concurso nacional. Lo que traigo hoy no es el cuento original, sino su edición y lo que creo yo, la versión final;  eso dependerá de cómo respondan a algunas preguntas que dejaré al final. 

La Silla

Para cuando la pareja de recién casados me compró, yo ya era vieja. Había perdido la cuenta de los años que llevaba al fondo del bazar, ahí donde sólo se asomaban para apilar libros y otras chunches de mágica irrelevancia.

En mi soledad había aprendido a reflexionar sobre distintos temas, en especial, la nada. Y es que cada vez que alguien preguntaba qué había al fondo del bazar, la dueña se limitaba a responder:

—Nada.

¿Es la nada el conjunto de todas las cosas?, piensa. O bien, ¿el todo incluye la nada?

Llevé mis ejercicios de cuestionamiento por otros caminos al tratar de visualizar un objeto, el que fuera, rodeado por la nada. Resultó que mi nada fue, en algunos casos, un fondo negro, otras veces blanco. Me atreví a descararme con el concepto al imaginar al objeto —un tren de juguete oxidado, por qué no— bajo un haz de luz y el resto pura oscuridad. Como si en cualquier momento éste fuera a tomar un micrófono para entonar una buena canción de jazz.

Si es posible definir la nada, yo no lo conseguí. Decir que la nada es, simplemente nada, es ausencia... es decir algo. Ahí comprendí que para concebir la nada necesitaría algo más grande que el lenguaje, pero entonces me dejaría de importar la nada.

Volviendo a mi lugar en el bazar, he de decir que el intercambio de palabras fue breve. La norteña encargada me miró con los brazos flácidos cruzados.

—Pues rechina y se tambalea, pero sí la hace.

La pareja entrecruzó miradas. Era más que suficiente.

—¡Chuy!, súbeles la silla vieja a su troca.

El camino estuvo lleno de unos zangoloteos que me dieron la imagen de un cielo sísmico. La ciudad por aquel entonces comenzaba a ascender la montaña rusa de la modernidad; pronto la gente comenzaría a trotar como caballos sin mirar a un solo lado.

No es que yo no apreciara el cambio de aires, pero siempre he preferido los lugares tranquilos. De ahí que mi madera agradeciera el silencio de la casa a la que habíamos llegado. Así habría de mantenerse hasta que los lloriqueos fueran el disparo de salida de la actividad del hogar.

La recién nacida se llamaba Rocío en honor a las gotas que según su padre, habían adornado las flores del jardín por la mañana.

Desde mi rincón notaba a la a sombra con su niña en brazos. Esta mujer de la que les hablo, Julia, era una de las jugadas de la naturaleza, pues el tamaño de la criatura no correspondía a la bruma cansada de su cuerpo femenino. El llanto de Rocío sonaba a una exigencia de vida y energía. Sus movimientos espontáneos eran contundentes, tajantes.

Julia comenzó a encontrar cierto alivio en el sueño de la niña. Una vez que la casa volvía a su tensión sosegada, se pegaba a la ventana a la espera de su esposo.

Noche tras noche, Julia se posaba en mí y me hacía tambalear al pasar su peso de un lado a otro. Hurgaba el polvo de mis hendiduras y a veces, si los astros se alineaban, me confesaba sin palabras sus dolores.

Me aprendí el nombre de su esposo —Alberto— por fuerza de costumbre. Ella lo repetía la cantidad de veces suficientes para que la palabra perdiera el sentido. Y no sin razón; cuando Alberto volvía lo hacía en compañía de su séquito con gusto por la bebida y la música alta de cantina. En ratos así, Julia atrancaba la puerta de la única habitación de la casa y se dedicaba a arrullar a Rocío entre susurros superados por los soliloquios amortiguados de un Alberto que trataba de venderse como intelectual.

Pronto noté que el peso de Julia en mi asiento era distinto. Volvía a tener el vientre hinchado.

En la casa sólo había una cama y otra silla, que por cierto, no tenía mucho tema de conversación. Aunque para ser sinceros, con las anécdotas de la mujer me bastaba. Hablaba de la presencia intermitente del agua, de la comida echada a perder y su disgusto natural por cocinar.

—Yo no obligaré a mi hija a cocinar o a fregar los platos. Cuando se case tendrá tiempo de sobra para hacerlo.

Los primeros pasos de Rocío fueron los primeros alientos del siguiente niño, Gustavo.

Julia se recostaba de espaldas a él, con un semblante inquieto. Si el niño se ponía a llorar, ella tenía por reacción salir de la habitación con la sensación de quedarse sin aire. Si se llevaba aquel trozo de carne al pecho, era casi con dolor. Evitaba que Alberto la viera dando de mamar; lo encontraba humillante, le traía una sensación de debilidad. Era su cuerpo cediendo por naturaleza al triunfo hecho carne.

Una tarde cuando el sol ya caía, Rocío atravesó el umbral oxidado aguantándose los pucheros que la herida en su rodilla le inspiraban. Al mismo tiempo Alberto salió de la casa a pasos ciegos e iracundos. Julia, a pesar de estar deshecha en mi asiento, sacó el rostro de sus manos y encaró a la niña.

—Tú si vas a estudiar, hija, para que no tengas que depender de ningún hombre.

La voz se le hizo líquido. Guiada por las lágrimas de la madre y olvidando la causa inicial de sus pucheros, Rocío también soltó el llanto.

Y yo, como huésped de la escena, sólo podía ver a ambas. El abrazo de Julia se estrechaba; ya tenía suficiente con saber que su hija un día se volvería mujer. Ah, pero la niña... que todavía era inseparable del mundo en sí mismo, sentía sin saber, que el tiempo era una cuestión que vivían otras personas. No caería en la cuenta de lo que había sucedido aquella tarde hasta que el tiempo también la arrastrara a ella.

La próxima vez, Julia se quedó esperando el pollo que su esposo habría de traer para la comida. Gustavo en su posición de la boca más demandante, gimoteaba y tiraba de las faldas de su madre. El pollo en esos momentos se hallaba olvidado en uno de los bancos de la cantina.

Aquel día Alberto no llegó a la casa.

En un impulso por quitarse de encima la sensación de malestar, Julia invitó a venir a sus vecinos. Se trataba de una familia sonriente de cinco. Él, trabajador y amoroso, ella inteligente y amable. Sus hijos eran pues, una camada bien atendida y rechoncha.

Yo había previsto que la velada sería tensa como el tequila de Alberto. Y así fue.

Más tarde percibí desde mi rincón el azote de la puerta. La vibración de los pasos en el suelo, ese aliento de fumador.

Julia habló de los niños, incluyendo el que venía en camino. Dijo algo sobre sanar el matrimonio, y quizás, si él se lo permitía, retomar los estudios que había dejado en el camino. Alberto ni siquiera la miró.

—No es bueno para los niños llenarse de agua cuando tienen hambre. No puedo seguir secándolos después del baño con servilletas.

En un parpadeo Alberto se incorporó cual resorte, y en medio del acto la mesa se volcó. Las botellas crujieron contra el suelo y su sonido rebotó de una pared a otra. Él se giró con la mandíbula tensa.

—No me hables como si no hiciera nada.

Julia sólo pudo indicarles a los niños con una mirada que se quedaran donde estaban.

De ahí en adelante la casa se vio atestada con más frecuencia de las amistades de Alberto, lo cual, para los niños no significó más que días enteros en casas ajenas.

Al cabo de un tiempo, cayó en la cuenta de que no había nada por reconstruir. Ni mi pata rota, ni la perilla del baño... ni el matrimonio con todos los años recorridos.

En mi ignorancia trataba de comprenderla, pues aquello que se pretende reconstruir, fue en un inicio beneficioso, apreciable y amado.

Una noche Julia reposaba en mí cuando Gustavo se le acercó en silencio.

—Mamá, en la escuela me preguntaron si soy feliz.

Ella alzó la cabeza de mi respaldo.

—¿Cómo sé si soy feliz?

Julia parpadeó. Acto seguido le plantó un beso al niño y lo mandó a dormir. Ella permaneció en mí, mirando sin mirar. Se llevó una mano al vientre y tuvo una vez más, el impulso de aguantar la respiración. Desistió. Lucía insomne, sorda, como aquel poema italiano que todavía no lograba yo en mi naturaleza comprender.

Cuando uno es feliz, no envidia la felicidad de nadie. Pero claro, ella no me escuchó, y de qué serviría, si detrás de sus labios había flores que no querían crecer.

El día que se sorprendió a sí misma amamantando a su tercer hijo, varón, dejó al pequeño cuerpo de lado con urgencia. La tos agria de Alberto de repente también la enfermó; reptaba por las paredes y se deslizaba por debajo de la puerta en busca de su cuerpo, de un sitio para anidar.

Julia se buscó ropas nuevas y sacó de los cajones otra tanta. El resto de la tarde Alberto no la vio salir de la habitación. El bebé tampoco lloraba; siguió bebiendo.

El señor de la casa roncaba, de eso tuvo que asegurarse Julia antes de sacar a empujones a los niños. Con los ojos huecos les pidió silencio. Sintió que se deshacía en sí misma al verse incapaz de girar el pomo de la puerta a falta de fuerzas. El bebé en su brazo se removió y soltó un pujido. Julia lanzó una mirada final en mi dirección, al rincón que me había sido asignado desde el comienzo. Dudó.

Entonces regresó la cabeza al frente. La puerta estaba abierta y Rocío le sonreía.

Salieron de la casa. 


¡Gracias por haber llegado hasta aquí! Van las preguntas:

1. ¿Alrededor de qué años toma lugar el cuento?

2. ¿Por qué Julia dio la espalda a Gustavo cuando éste lloraba?

3. ¿Por qué Alberto se muestra tan molesto ante las peticiones de Julia?

4. Creo que no hay más preguntas. 

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