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Poemas hechos de trigo
Los campos reservados al trigo se sembraban sin falta a comienzos de octubre. Su padre se levantaba antes que los pájaros, vestía el overol de cuadros de todos los días y desayunaba huevos revueltos que él mismo recolectaba. Desde lejos podía vérsele bajar trotando las escaleras del pórtico en dirección a los campos vacíos, una vez ahí, respiraba hondo cerrando los ojos.
Los poros de su piel descubierta inhalaban también la fresca brisa mañanera. Entonces se hincaba en la tierra y la palpaba, aún sin atreverse a levantar los parpados, en busca de esa temperatura justa, ni un grado más ni menos. Año con año visualizaba las semillas ansiosas de hundirse en la tierra, podía verlas ya emergiendo a mediados de octubre lo suficiente fuertes para aguantar las heladas tardías del mes.
La única niña de la casa se encargaba de desprender uno a uno, los días del calendario, con tal de llevar en orden el tiempo de la cosecha. A diferencia de su padre, su ritual era nocturno. Día que caía, atardecer que dibujaba. De vez en cuando sus dedillos pegajosos arrancaban dos días en vez de uno. En esos casos, su padre le advertía que de ser así, no podría captar por completo el atardecer, puesto que echaba a la basura un día antes de haberlo vivido.
El periodo de secado del trigo, para ella, era el mejor de todos. Desde la ventana tenía una pintura amarillenta y cálida que ondeaba con ligereza. La fricción amable entre las espigas viajaba desde el campo, saltaba la camioneta oxidaba y reptaba por las paredes de la casa en un instante hasta llegar a sus oídos. El trigo le fundía una mano en el pecho y tiraba de su vestido. Bajaba de dos en dos las escaleras y atravesaba la explanada en un parpadear. Penetrar en los cultivos era hallarse en otra realidad. Ahí el tiempo lo contaban los cardenales con su ritmo de vuelo, y los minuteros de los relojes orquestaban su cantar.
El trigo le daba permiso de juguetear con sus espigas; las entretejía en toda clase de formas esperando. ¿Esperando qué? El suelo temblar bajo sus pies. Un atronador tren de viento removía los sembradíos para darle paso a lo que venía. Era entonces que se incorporaba y a lo lejos escuchaba un poema venir hacia ella desde el paisaje. Los versos bajaban la colina, muy cerca de la tierra, y se sumergían en los cultivos. Avanzaban como si alguien más les persiguiera, dejando tras de sí la forma de sus letras.
Su única opción era correr hacia la casa tanto como sus piernas pudieran; el poema le comía los talones. El problema para ella estaba en encontrar un lápiz y papel a tiempo para que cuando éste la alcanzara, pudiera capturarlo en la hoja. Otras veces no era lo suficiente veloz, de modo que por muy rápido que corriera, no llegaba a casa y el poema la atravesaba, para después seguir avanzando por el campo. Había otras ocasiones en que casi lo perdía; corría a casa y a trompicones conseguía el lápiz justo cuando el poema la atravesaba. En automático extendía el otro brazo hacia él para tirar de su cola y fundirlo en su cuerpo, al tiempo que bajaba sus palabras al papel. En estos casos, el poema aparecía intacto y perfecto en la hoja, pero al revés... de la última palabra a la primera.
Su padre la encontraba ensimismada sobre los versos respirando entrecortadamente, con el cabello enmarañado y la ropa llena de tierra. Intercambiaban sonrisas de complicidad para luego, cada uno, seguir con sus asuntos.
El calendario siguió perdiendo días, mes a mes, año con año. Llegó el momento en que ningún poema la atravesaba, ni siquiera los más veloces. El trigo se cortó y volvió a sembrarse tantas veces que perdió la cuenta. A la casa le brotaron arrugas y a su padre comenzó a caérsele la pintura. Ahora bajaba a paso pausado las escaleras, se sostenía la espalda para hincarse y el overol de antaño le quedaba grande. Las espigas dejaron de mostrarse compartidas con ella, no querían ser trenzadas; estaban cansadas ya.
Cuando el trigo dejó de ser sembrado, ella prefirió creer que su padre había decidido llevárselo a la tumba. No importaba el tiempo que se dispusiera a esperar un poema, ninguno la correteaba. El día que volvió a sentir la tierra estremecerse, alzó la vista al final del paisaje. Era él, un poema, que venía como caballo desbocado bajando la colina a la vez que removía la vegetación a su paso. Como estrella fugaz pasó por su cabeza la sonrisa cómplice de su padre. Volvió la mirada al suelo y negó con la cabeza; ya era demasiado mayor para ser perseguida por ellos.
—Ve a molestar a otro poeta.
Los versos hicieron un clavado en su pecho y emergieron por la espalda para seguir cabalgando su camino.
La casa fue vendida a un precio considerable, la camioneta oxidada se la llevó una grúa y lo poemas se guardaron en la penumbra del cajón destinado a las llaves de su nuevo hogar.
La primera noche que pasó bajo el cielo de aquella gran urbe, no consiguió entregarse al sueño. Le traía una sensación de exposición, casi como si el techo encima de ella fuera transparente. Ir y venir de la empresa a casa, si es que así podía llamársele, era aplastante, más que el aire saturado que respiraba. ¿A qué demonios olían las ciudades? Era más sencillo decir a qué no olían.
Los tecleos constantes, el aire acondicionado de fondo, la mezcla de voces indistinguibles. El alma le brincó del cuerpo y se vio a sí misma tratando de mantener todas sus piezas juntas. De golpe volvió a estar frente a la computadora con los hombros rendidos.
Una fuerza ajena a ella jaló su blusa. Miró a todos lados. Sus pies cobraron vida propia para guiarla fuera de ese lugar, luego pasaron la batuta a sus piernas, que la alejaron a toda costa, incluso si eso significaba cruzar avenidas y parques. Pronto se encontró en casa, frente al cajón de llaves. El silencio la tomó por la barbilla y la hizo mirar el asa del mismo. Extendió la mano, pero sus dedos se contrajeron.
Cras. Había abierto el cajón. Se aferró a cuantos poemas pudo y en automático, comenzó el proceso de transcripción. De hojas pasó a libretas, y de libretas, a libros. Un poemario de su autoría. Poemas de trigo.
La temporada de lluvias limpió tanto a la ciudad como a ella. Los parques cercanos florecieron, el aire se volvió más ligero y por fin, pudo conciliar el sueño. Por primera vez en su vida le agradó que el cielo no dejara de llorar. Un día de aquellos, al salir de la empresa, un librería llamó su atención; se había inundado y ahora muchos de sus libros estaban en oferta. Ahí estaba un ejemplar de su poemario. Lo rescató a un precio miserable y lo llevó consigo de vuelta a su infancia. A esos campos que ahora de sus recuerdos no tenían nada. Se permitió tenderlo entre la vegetación mientras daba una vuelta por el rededor. Sí, todavía conseguía ver en su mente la ubicación de cada cosa. Por allá, el árbol que daba sombra a gran parte de la casa. En esa zona infértil de tierra, el sitio permanente de la camioneta. La colina por donde bajaban los poemas.
Y de pronto... hizo aparición una ráfaga de viento que conocía bien. Pero la tierra no vibró. Su poemario fue alzado por los aires. Cayó boca abajo entre la tierra, de modo que se aproximó a sacudirlo y revisar que las hojas estuvieran en orden. Al final del paisaje, el ángulo que formaban las pequeñas colinas ya estaba tragándose al Sol; no le quedaba más que marcharse.
Días más tarde, esa sensación de vacío la asaltó por la madrugada. Se incorporó de la cama a tientas y así dio con el poemario de hojas arrugadas por la lluvia. En la penumbra le llegaron repiqueteos desde el suelo; algo había caído. Palpó el suelo como años atrás había hecho su padre, solo para darse cuenta que eran pequeñas bolitas las que había encontrado. Encendió una lámpara e inspeccionó el poemario. Entre los pliegues que había formado el papel, se escondían semillas de trigo germinando gracias a la humedad que se había conservado.
Sin dudarlo un instante dejó al libro secar, más tarde pegó cada una de sus hojas y por el margen de las palabras hundió el cuchillo. El hueco cuadrado que resultó entre las dos pastas, sirvió de contenedor para la tierra, la cual a su vez haría de hogar para las semillas. A mediados de octubre, volvió a desprender los días del calendario y a dibujar los atardeceres.
Cuando llegó el verano, ya no tenía poemas de trigo, pero sí trigo hecho de poemas.
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