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No se consideraba el tipo de persona que estaba al día con su horóscopo, no tenía necesidad de preguntarle su futuro a las cartas o a la vecina que aseguraba tener un cuarto ojo, si es que siquiera tenía un tercero, sabría Dios dónde. Tampoco se fijaba en las sobras de su té o temía por su integridad en caso de romper un espejo.
Pero cuando salió de casa cargando más maletas que dignidad y pisó la repostería humeante del gato de la vecina —la del cuarto ojo—, supo que no sería un buen día.
Por si fuera poco, su asiento era el del medio en un vuelo de siete horas. Por un lado tenía al que parecía un bailarín con un amor peligroso por los pantalones ajustados, y en el otro extremo se localizaba una anciana con fotos de sus cuarenta y siete nietos listas para mostrárselas a quien se dejara.
—Y él... es Fernando, hijo de Ernesto, primo de Oscarito. ¿Te acuerdas de Oscarito? —dijo la anciana antes de rebuscar en su bolso y dar con un celular —. Mira, él es Ernesto, esposo de María, que tuvo tres hijos desde que...
Una azafata se detuvo junto a ellas.
—Señora, ¿podría poner su celular en modo avión?
Y se retiró con una sonrisa sacada de revista promocional.
—Pero ya estamos en un avión. ¿Qué no se ha dado cuenta? —bufó.
Pasadas unas horas, el bailarín decidió que demasiada presión le habían puesto ya sus pantalones, de modo que se incorporó en busca del baño. No sin antes atravesar toda su anatomía a sus compañeros de fila.
La muchacha entre la espalda y la pared, o mejor dicho, entre la anciana y el bailarín, le cedió el paso con un gesto.
—¿Te gusta mi nuevo cinturón? Lo compré en un partido de los Delfines del Desierto.
Ella, con la más casta de las intenciones, echó un vistazo atropellado y asintió con una mueca que apenas llegaba a sonrisa.
—La hebilla me la heredó mi padre cuando aprendí a bailar reggaetón de salón.
—Muy linda —se apresuró a decir, casi fundida con el asiento.
Él se afiló el bigote e hizo bailar sus cejas pobladas.
—¿Te gustaría una demostración?
—Señor, por favor vuelva a su asiento —indicó otra aeromoza unas filas adelante.
Cuando le dijeron que estudiar fuera de casa era decisión de valientes, jamás mencionaron que una de las partes difíciles era volver a ella. Un peso del tamaño de una anciana y un bailarín se esfumó en cuanto salió del aeropuerto a esperar, como se lo habían prometido, por el auto de su padre.
La noche, cálida no era, pero la tranquilidad de estar más cerca del hogar esfumaba el sentimiento punzante en el pecho. Los autos iban y venían, dejando en evidencia con sus lucecillas el vaho que expulsaba. Se prometió que a la próxima viajaría con más que una bufanda larguirucha.
De pronto las maletas se le antojaron a sillas, y sillas fueron. El cielo nocturno de vez en cuando revelaba la ubicación de los aviones en su itinerario por el aeropuerto. Avanzaban suave, casi de manera hipnotizante. Se preguntaba quiénes iban en él y si estaban tan desesperados como ella por llegar a casa.
Prefirió ponerse atenta a los autos. Pasaba uno y otro, y otro... y otro. ¿Y sus padres? El celular respondería.
—¿Quién? —exclamó su madre por encima de un estruendo que bien conocía.
—Mamá, ya llegué al aeropuerto. ¿Ya vienen?
El silencio al otro lado de la línea, por lo menos de parte de su madre, habló por sí solo. En cuanto a la música y el griterío animado, no hacía falta explicación.
—Sí, sí. ¡Ahorita llegamos!
Colgó.
Ella soltó un suspiro y dejó caer los hombros. Hogar, dulce hogar.
No se quejaba de estudiar lejos, o por lo menos lo intentaba. Leyes era lo suyo y lo había sabido desde antes de que sus amigos comenzaran a formular esa paralizante pregunta del futuro. Los segundos se volvieron minutos, y éstos, horas.
Resignada, extendió el brazo al borde de la explanada y su salvación apareció en forma de taxi. Dio la dirección y se hundió en el asiento trasero sin hacer un ruido más. Una mirada por el retrovisor le bastó al conductor para reconocer que era mejor si no se sacaba de la manga uno de sus tantos temas de conversación, como el clima... era buenísimo hablando del clima.
El taxi se detuvo frente a una casa cualquiera en medio de un vecindario cualquiera, cobró y dejó a la muchacha frente al foquito titilante de entrada. Ella se restregó la cara al escuchar la música que hacía temblar las ventanas. Abrió a duras penas con tantas cosas en mano e irrumpió a tropezones.
Era evidente que su plan de darse una ducha caliente estaba en la basura, junto a un sueño reparador y una mañana en pijama. De sala no quedaba nada. Los niños de la familia corrían como perros detrás de gatos entre las piernas adultas de la gente. Quienes no reían, se empinaban botellas de cerveza que por unos segundos la llevaron a pasarse la lengua por los labios y tragar saliva. Le pareció un caldero el humo dentro; abrió las ventanas y hasta entonces los ojos presentes se posaron en ella.
—¡Lydia! —exclamó una tía —. ¡Julia, ha llegado Lydia!
Ella sonrió porque de otra no le quedaba, y se abrió paso de camino al jardín. Sí, lo que se temía. Carne asada en su apogeo y el baile del siglo. La fogata del lugar ondeaba como bandera orgullosa del evento. Y justo en medio del alboroto, la pareja de baile estrella: sus padres.
Negó para ella apretando la mandíbula, dispuesta a ponerle un alto del tamaño de su indignación, cuando alguien la rodeó por los hombros y le tendió una cerveza.
—Aliviánate, prima —animó él con un guiño.
Su fuego se vio apagado cual agua a la fogata. Aceptó la bebida bien fría alzando las comisuras de manera rendida, y pegó un trago. Ya estaba en casa.
Basado en hechos reales
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