Historia corta #1. Parte 2
Toco el timbre y espero a que me abran la puerta. Eugenia, la madre de Marta es la que me abre la puerta.
—¡Gabriel, cariño! Cada día que pasa estás más guapo —me dice mientras me deja pasar. Me coge de un brazo y le da un pequeño apretón—. Seguro que tienes una larga fila de pretendientas.
Sonrío mientras niego con la cabeza.
—Que va, Eugenia. La única fila que tengo detrás mía es la de los deberes y exámenes —bromeo.
Eugenia se ríe, y cuando se ríe se parece mucho a Marta.
—Sube, como si estuvieras en tu casa.
—Prácticamente es mi segunda casa —exclamo, me dijo a las escaleras y subo de dos en dos las escaleras.
Me gusta subir y bajar las escaleras así, soy bastante alto y se me hace más fatal. Marta siempre me regaña diciendo que algún día me caeré y me romperé la cabeza si lo sigo haciendo.
Me sé de memoria la estructura de la casa, he venido muchas veces, como le dije a la madre de Marta es prácticamente mi segunda casa, así que lo conozco muy bien.
Abro la puerta lentamente y sin hacer ruido, Marta está de espalda a mí, centrada en lo que sea que hay sobre la mesa.
Me acerco sigilosamente, miro que está haciendo y sonrío. Tiene un recipiente grande de cristal sobre la mesa lleno de agua, dentro hay unas bolas de algo y hay bicarbonato y vinagre a un lado del recipiente. Está haciendo un experimento.
Me inclino hacia ella, cerca de su oído, pongo las manos en sus hombros y susurro:
—¿Qué haces?
Marta da un respingo y lo que tenía en la mano se cae dentro del agua. Se gira hacia mí intentando decir algo, pero como estoy muy cerca de ella, su cabeza choca con la mía y nos quedamos cara a cara, muy cercas.
Trago saliva al tenerla tan cerca. Puedo ver perfectamente sus preciosos ojos marrones con toques amarillentos, como las hojas en otoño; su nariz respingona y pequeña, sus carnosos y rosados labios, sus abultadas mejillas, que parecen algodón de azúcar rosa por la rojez que tiene; algunos granos en la frente y la pequeña cicatriz que tiene en una ceja al haberse caído de pequeña cuando le enseñe a montar en bici.
Todas sus facciones me las sé de memoria, tanto las imperfecciones que tiene como las que no. Porque para mí todo es perfecto en ella.
—Me has asustado —se queja en voz bajita. No deja de mirarme y no se aleja, yo tampoco hago el intento de alejarme.
Estamos tan cerca que si me acerco unos centímetros podría besarla, una fantasía que desde hace años que tengo.
Miro fijamente sus labios, con los que he soñado muchas veces sentir sobre los míos. Siento que Marta se acerca un poco, limitando el espacio que hay entre nuestras bocas.
Estamos tan cerca, tan cerca que si muevo un poco la cabeza nos besaríamos, si muevo la cabeza podría por fin sentir sus labios contra los míos, podría saborear su sabor, podría sentir el contacto de nuestros labios y desgastarlos, podría simplemente inclinar la cabeza y...
Me alejo rápidamente al ver dónde van mis pensamientos.
"No, Gabriel. Para el carro. Es tu mejor amiga, no puedes hacer eso, no puedes, aunque quieras. Si lo haces puedes estropear todo y no quieres perderla" me digo mentalmente.
Marta sacude la cabeza, me mira unos segundos con algo que no comprendo en su mirada y vuelve al experimento.
—Me has hecho estropear esto —me reprocha.
—¿Qué es? —pregunto. Me siento a su lado y me acerco a ella.
—Es un experimento que encontré en internet. Se llama bolas saltarinas —me cuenta mientras saca más bolas del agua y las deja a un lado, saca un paquete de naftalina y las abre—, en un reciente con agua se pone unas bolas de naftalina —mete las bolsas en el agua—, se le hecha unas tres o cuatro cucharadas de bicarbonato y se hecha agua hasta llenar las tres cuartas partes del recipiente —hace todo lo que me ha contado, yo solo miro fijamente lo que hace—. Por último, se añade lentamente vinagre.
—¿Y qué ocurre? ¿Las bolas de naftalina saltan? —curioseo.
—En principio sí.
—¿Como?
—Pues se forman unas burbujas de dióxido de carbono que se adhieren a las bolas y hacen que floten de arriba a abajo —explica mirando atentamente su experimento.
Yo no puedo dejar de observarla. Me encanta lo concentrada y emocionada que se ve cuando hace un experimento y más cuando le sale bien.
La emoción que veo en sus ojos, en sus palabras, en sus gestos y movimientos. Me encanta verla así, tan feliz.
—Mira, mira —exclama agarrándome del brazo.
Desvío la mirada y veo que las bolas de naftalina están flotando, como si estuvieran saltando, exactamente como dijo Marta.
—¡Me ha salido! —chilla Marta alegremente.
—Wow —expreso—. Es flipante, nunca voy a entender estas cosas, pero es increíble —la felicito, ella me mira sonriente y sin poder evitarlo le pongo un mechón de pelo que se le ha escapado de la coleta detrás de su oreja—. Tú eres increíble —digo en voz baja y con toda la verdad en ella.
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