Capítulo 6: Cordones naranja flúor
Sábado 28 de julio de 2018
Estaciono el auto cerca de la puerta de la casa. Hace más de diez años que no vengo, pero recuerdo cada pared de esa vivienda como si hubiera salido de ella esta misma mañana. Los otros vehículos estacionados alrededor están en mejor estado que el mío.
Mi coche está golpeado adelante y se le salió un poco la pintura. Cuando bajo de él, lo veo todavía más fuera de lugar. Lo compré usado hace años y siempre me sentí orgulloso de él. Pero ahora, visto al lado de coches de alta gama, parece un poco destartalado.
Camino hasta la puerta de entrada, alisándome el traje que Fernando me prestó. Es el que usó cuando se casó y, a pesar de que tiene sus años, me queda bastante bien. Compruebo que mis zapatos estén lustrados y acomodo un poco mejor mi cabello en el rodete en el que está peinado.
Sé antes de entrar que voy a desentonar. El pelo azul, los aros y los tatuajes no son moneda corriente entre esta gente. Carraspeo un poco para aclarar mi garganta y toco el timbre. Me paso un dedo por la nariz para acomodar el septum, como si eso hiciera alguna diferencia.
Tal vez debería habérmelo quitado antes de venir. Miro a mis pies nervioso y, cuando escucho que abren la puerta, levanto la cabeza.
No me esperaba ver a la persona que tengo delante, aunque no sé por qué.
Laura, la empleada doméstica que trabajaba en casa cuando era chico, es quien abre la puerta. Lleva un ridículo uniforme rosa opaco con delantal blanco a la cintura. Nunca antes la habían obligado a vestirse de forma tan estúpida.
Veo la estupefacción en su cara. Lleva una mano a su boca ahogando un grito. Está bastante mayor, tiene el pelo encanecido. Sus ojos se anegan en lágrimas pero no las suelta. Es profesional y sabe que a Patricia no le gustaría que su empleada llorara en medio de una celebración de ese calibre.
—Hola —digo, entre conmovido e incómodo.
—Damián —susurra ella— ¡Viniste!
Me aprieta discretamente el antebrazo de forma cariñosa. Con rapidez, retira el gesto, antes de que alguien la vea.
Reprimo las ganas de apretujarla en mis brazos, como ella hacía conmigo cuando era chiquito.
—No me dejaron muchas opciones —reconozco, recordando que Patricia se empeñó en seguir molestando a Fernando, Miriam, Martín, a mis vecinos y hasta se atrevió a ir a mi lugar de trabajo en dos ocasiones. La atendió Tomás mientras yo me escondía cobardemente en el baño.
—Tu papá estaría feliz de verte tan grande —susurra.
Le dedico una mirada de gratitud, aunque no sé responder a eso con palabras.
Entro a la casa y ella se retira para seguir trabajando, no sin antes desearme suerte por lo bajo y dedicarme una mirada de apoyo.
Casi no reconozco la casa. Lo que yo recordaba como la sala comedor está completamente transformada para la ocasión y parece la recepción de un salón de eventos. Hay sillones de lujo y mesas ratonas, pero todo está distribuido de forma que no interfieran en el camino de nadie. Hay un servicio de catering recorriendo el lugar con bandejas, ofreciendo de todo a los invitados. Las luces son tenues y hay música suave de fondo.
Las puertas de vidrio que dan al enorme jardín, están abiertas, y los invitados entran y salen a su antojo. Desde donde estoy, puedo ver que hay improvisado un techo de lona en el exterior para cubrir a la gente de las lluvias.
El lugar está lleno de personas que hablan entre sí, formando grupitos, y beben champán con aires altivos.
Reconozco a Tobías, mi sobrino, jugando por ahí con otros chicos. Él no repara en mí y no lo culpo, nos vimos una sola vez hace seis años y él apenas era un bebé. No puede tener más de ocho años ahora. Aparte de él no conozco a nadie más.
Por un lado, siento alivio.
No quiero cruzarme con mi familia, aunque ese sea el principal motivo por el cual vine.
No fue fácil para mí crecer en esta casa. Mi mamá siempre se comportó como si tuviera un palo metido en el culo.
No recuerdo haberla escuchado decirme que me quiere. Nunca me leyó un cuento antes de dormir, ni me ayudó con ninguna tarea de la escuela.
Los recuerdos felices eran con papá.
Eran.
Desde que él murió, también son tristes.
Avanzo con dos largos pasos hacia ninguna dirección en particular, echo un vistazo fugaz a la escalera que conduce a la planta alta, donde en otros tiempos estuvo mi habitación. De forma inconsciente, mi cerebro intenta buscar rincones que traigan lindos recuerdos, pero supongo que las malas experiencias pesan más.
Logro esquivar justo a tiempo a Pamela, mi cuñada, que se encamina rápido hacia Tobías para decirle algo. Parece bastante enfurecida, pero ni aunque estuviera calma como un cisne querría acercarme a ella.
Y en realidad es injusto. Pamela siempre fue buena conmigo; pero por donde esté ella, seguro que anda mi hermano. Y Manuel es el imbécil más grande del mundo. Sacó el carácter de Patricia, es obstinado, orgulloso y esnob. Siempre me causó un poco de asco la forma en la que se cree superior a los demás.
Y se lo cree de verdad. Cree que por manejar un auto caro o tener una casa propia tiene derecho a pisotear a quienes no.
Patricia nos inculcaba mucho eso. Según ella, si trabajábamos íbamos a tener todo lo que queríamos y quienes no vivían igual a nosotros era porque no se esforzaban lo suficiente.
Mi hermana Yanina es igual y no dudo de que se casó con su marido solo por su posición socioeconómica.
Mi papá no era así. Y nunca pude entender cómo un hombre como él terminó casado con una mujer como Patricia.
Guío mis pies hacia la cocina, observo, pero no hago nada más.
Después de un rato de dar vueltas, de ir y venir de la cocina a la sala y de la sala a la cocina, intentando evitar cruzarme con cualquier conocido o familiar, decido que tengo que tener valor y salgo al jardín, donde indudablemente estará Patricia, con su futuro esposo y con mucha más gente.
Me tiemblan un poco las piernas al salir al jardín. Mi plan consiste en saludar a Patricia, darle la mano a su futuro marido; poner alguna excusa tonta e irme a mi casa.
Aliso mi camisa, ajusto uno de los botones del saco y tomo aire.
Busco entre la multitud que se pasea, engalanada, por el jardín en el que tantas veces me raspé las rodillas y me ensucié con barro prendas de ropa caras. En donde jugaba con mis hermanos, con mis primos, con mi viejo.
En donde di mi primer beso, en mi cumpleaños número trece. En donde hacíamos guerras de agua y espuma durante los veranos. En donde me quebré el brazo, a los siete años, después de caer del árbol al cual había trepado.
Con nostalgia, miro hacia la casa. La planta alta está oscura porque las luces están apagadas. Miro hacia la ventana que alguna vez me perteneció. Esa era mi habitación y sentía que desde ahí podía ver el mundo entero.
Pero, insisto, esos recuerdos no son buenos. Son de una vida perdida. Ahora, cada vez que hago memoria y me llega un recuerdo, va acompañado con la imagen de mi papá hecho pija adentro de un auto destruido, y alguien dándome la noticia de que no pudieron salvarlo.
Ni siquiera sé qué tan ciertos son esos recuerdos. Pasé mucho tiempo inconsciente en esa época.
Vuelvo la vista a la gente. Todos con trajes caros y vestidos coquetos. No distingo a Patricia hasta que un hombre bastante gordo se aparta y la deja en mi campo de visión.
Está hablando con un grupo de gente. Se sujeta al brazo de un hombre al que no logro ver bien desde la distancia. Se ríe y hasta parece genuinamente feliz, algo inusual en ella.
Bueno... Sería mentira decir que nunca la vi feliz. Ella era muy feliz antes de la muerte de mi viejo. Y hasta se comportaba como una madre ejemplar de vez en cuando; pero después de que él muriera no recuerdo haberla visto sonreír ni una sola vez. Y ese gesto agrio es el que se quedó grabado en mi memoria por todo este tiempo.
El grupo termina de formarse por dos chicas que están dándome la espalda, hablando de cara a Patricia y a mi nuevo padrastro. Una de ellas es más rellena que Patricia y lleva un vestido del color del vino. La otra, tiene el pelo lacio llovido sobre la espalda, pero no es lo suficientemente largo como para cubrir el detalle de su vestido. Éste, tiene la espalda descubierta y empieza a cubrirla a partir de la cadera. Su piel es muy blanca y reluce, al igual que su vestido dorado, ante las luces del patio.
Mientras avanzo hacia ellos, la chica del vestido dorado hace un sutil movimiento con la pierna y su vestido deja ver un trozo de su muslo. Bajo la vista un poco, como si fuera movida por un reflejo involuntario. Le veo la parte posterior de la rodilla, la pierna de aspecto suave y finalmente, por un pequeño instante, logro divisar algo que se sale de lo común.
No tiene zapatos de taco como todas las demás presentes. Lleva zapatillas negras y atados a sus tobillos, como una niña, tiene cordones naranja flúor.
N/A: Muchas gracias por leer. El siguiente capítulo, es uno de mis favoritos.
En este capítulo quiero dejar una pequeña aclaración, para que no haya malentendidos. El lenguaje "zapatil" resulta ser muy amplio a lo largo y ancho del mundo hispanohablante, así que quiero dejar constancia de que, en Argentina, "zapatillas" es calzado informal, generalmente deportivo. Sé que en otros lugares, una zapatilla puede ser un calzado femenino bastante apropiado para la reunión en la que se encuentran los personajes, pero, justamente, a Damián le llama la atención lo extraño de que la invitada lleve zapatillas informales de tela.
Algo así me imagino el calzado que está usando bajo su vestido:
Con esto terminamos el capítulo de hoy. El jueves que viene se publicará uno de mis favoritos, que espero que lo disfruten igual que lo disfruto yo.
Ya saben: Cualquier opinión o impresión que tengan, pueden dejarla en los comentarios.
¡Muchísimas gracias por el apoyo!
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