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Capítulo 35: Boludeado

Sábado 13 de octubre de 2018

Tiro el almohadón violeta de Diablo en el suelo, junto a la puerta principal, en el porche de la entrada. Por fin pude lavarlo, después de postergar el asunto durante semanas. Diablo no pierde el tiempo y se tira sobre él.

―Ya te voy a llevar a pasear ―prometo.

Pobre... Otra vez lo tengo acá encerrado desde hace tiempo.

Mi perro me mira desde su camita, con los ojos grandes.

―Tengo un plan ―le explico como si pudiera seguirme―, más o menos de acá a un mes...

»Voy a ir ablandando a la Piojita. Nos vamos a ver estos días, como siempre, le voy a ir llegando al corazón con detalles ―explico ante la mirada atenta de mi perro―, y, en algunas semanas, la voy a llevar a la plaza. Vos ―Lo señalo―, vas a venir con nosotros, te vamos a ir a pasear como la vez que nos conocimos. Ahí, le voy a comprar pochoclos o algo rico y le voy a pedir que demos un paso más.

Le guiño un ojo y Diablo ladra, como si quisiera contestarme.

Quizá está tratando de decirme «Sos un naipe».

Tengo ganas de armar algo especial. A ella no le gustan las cursilerías tipo boda, pero sí el romanticismo de cuento. Si encuentro el punto medio voy a ser un ganador.

Pensaba colocarle a Diablo, en el collar, una tarjeta con algo lindo escrito. Alguna de esas poesías de mierda que le gustan; con alguna excusa, ella podría buscar en su collar, leer la nota y, cuando se dé la vuelta, yo la voy a estar esperando con... ¿Flores? No. La puedo besar, de una, sin vueltas y, al separarme, decirle «Quiero ir más en serio» y ella se va a derretir en mis brazos. No puede fallar.

Estaciono el auto frente a su casa. A él lo vi demasiado tarde.

Si me hubiera avivado antes, habría seguido de largo. Pero ahí está. El mensaje de la Pioja es claro, me pide que pase por ella a las 17hs. Son las 17hs y ella está ocupada. Le aprieta los cachetes a ese joven rubio con el que ya la vi tantas veces. Para hacerlo, extiende los brazos hacia arriba. Es alto. Más o menos de mi estatura.

El estómago me arde. Arde como si hubiera bebido ácido.

Él bromea con ella y luego se abrazan.

Espero a que se termine de despedir de ese pibe y me bajo del coche con un leve temblor. Llevo en mi mano una bolsa de caramelos de chocolate que le compré por el camino.

Mi idea era tener una reunión simple: Mirar una película, comer algo, dormir juntos. Lo que solemos hacer últimamente. Pero esta situación me bloquea un poco.

Otra vez ese tipo... Otra vez un abrazo...

Ella se abalanza a mis brazos como suele hacer siempre y sonríe como una niña al ver las golosinas que le traigo.

―¡Gracias, Dami, sos divino! ―dice casi a los gritos.

Me extraña que el chico que estaba con ella ni voltee a ver, aunque ya avanzó bastante por la vereda y se está retirando.

―Eeeh ―titubeo―; quiero decirte algo y espero que no te lo tomes a mal.

Ella me mira con algo de temor, sus ojos brillan bajo sus lentes, su boca está levemente abierta en una mueca de preocupación.

Le comería la boca de un beso en este instante, pero me centro en lo que le quiero decir.

―¿Los caramelos no son para mí? ―pregunta.

En otra ocasión, su inocencia, me hubiera dado risa. Ahora, solamente tengo miedo de hablar. El estómago me quema.

―Te vi varias veces con ese pibe ―empiezo― y no me gusta lo que siento. Creo que tengo que decirte esto antes de que sea tarde. Hace tiempo que vengo dándole vueltas a la idea de que nosotros... ―Hago una pausa, ella está mirándome fijamente y eso no hace las cosas más fáciles. Tomo aire― demos un paso más.

Ella se queda en silencio. Está esperando a que yo siga hablando. Y yo ya no sé qué agregar.

Todo el plan que armé con Diablo fue desbaratado en un minuto.

―Quiero decir ―Me explico―, que me gustaría que tratáramos de tener una relación más formal porque llevo un tiempo enamorándome de vos.

Suelto todo eso de un tirón. Tengo taquicardia y sé con certeza que si ella no contesta en los siguientes segundos me voy a morir.

Veo en su cara la confusión, la duda, revolea su mirada hacia todos lados como si buscara en el entorno las palabras para contestarme. Abre la boca, la cierra, la vuelve a abrir. No dice nada. Avanza dos pasos, titubea.

Todo eso pasa en milésimas de segundos aunque pareciera que tarda una eternidad.

Finalmente se acerca y me estampa un beso en la boca. Es un beso corto y no tiene nada de pasional. No se parece a los que suele darme. Se aleja para mirarme a la cara.

―Ese chico es mi hermano ―dice―. Tengo tres hermanos menores. Dos viven conmigo, pero uno no. Y a él no lo veo tan seguido, así que cuando nos vemos, aprovecho...

Y ahora me siento más idiota que antes, si eso es posible.

No sé qué contestar, le esquivo la mirada y me paso una mano por la cara para que no vea la vergüenza que siento.

―Qué tonto soy ―susurro.

―No sos tonto ―Me contesta en el mismo tono bajo de voz―, sos muy lindo. Y me alegra que me hayas dicho lo que te pasa, es muy difícil ponerlo en palabras.

La miro entre los dedos y muevo la mano. Le sonrío con gratitud.

Me acerco para darle un beso pero ella me pone una mano en el pecho para frenarme.

―Pero no creo que sea una buena idea dar ese paso ―Me dice.

Y no siento nada. O, mejor dicho, siento tantas cosas que no sé definirlas. No se acelera mi corazón, no me quedo sin aire, no me tiembla el cuerpo, no me pasa nada. Me mira y la miro con toda la atención de la que soy posible porque temo que sea la última vez.

Sus pecas sobre su nariz, sus ojos marrones, su pelo apuntando a lugares sin sentido, sus anteojos gruesos, su boca carnosa. Su constelación de lunares bajo su ojo. Su cuello, donde tantas veces la besé sin pararme a pensar en que algún día me encontraría en esta posición.

―Y no es porque no me gustes ―dice y vuelvo a centrarme en sus palabras―; es que estás equivocado. No te estás enamorando de mí.

Su respuesta me desconcierta, frunzo el ceño y la miro confundido.

―Sí ―afirmo―, sí me pasa eso.

―No ―Ella niega con la cabeza―. Te estás enamorando de una idea de mí que es falsa ―dice―. No me conocés de verdad, solamente conocés una parte de mí. La parte más superficial, la que te quise mostrar.

»Y si te digo que sí y empezamos una relación, de acá a dos semanas vas a estar arrepintiéndote. Y va a ser peor para los dos ―Veo que su mentón se empieza a arrugar y lucha por contener las lágrimas.

No la entiendo.

No entiendo qué pasa.

―Yo no soy lo que pensás que soy ―insiste―. No soy tan divertida, no estoy siempre alegre. A veces tengo insomnio y me quedo toda la noche en vela pensando en lo estúpida que fui por decir algo fuera de lugar, o por vestirme de una manera inadecuada. Y lloro mucho ―sigue―, lloro sola, en silencio, para que nadie se dé cuenta de que lloro por idioteces.

»Y soy torpe. Rompo muchas cosas, todo el tiempo, y también me golpeo, me caigo, y estoy tan acostumbrada que a veces no me doy cuenta. Amanezco con un golpe en la pierna o en el brazo y no sé de dónde salió pero sé que me lo hice yo sola.

»Y tengo mucha ansiedad ―solloza―, y soy inútil. No puedo colaborar con nada, no puedo ayudar, mis aportes son mínimos. No soy funcional. Mi mente me sabotea a mí misma, por eso no consigo trabajo y no logro hacer trámites sola. Ni siquiera puedo subir al transporte público. Me la paso pensando que me voy a perder, que no voy a poder llegar, que me voy a pasar de mi destino y no voy a saber volver.

»Me cuesta ir a votar ―Hace un puchero y suelta las primeras lágrimas―; porque sé que no entiendo nada y que estoy haciendo lío. Y porque nunca sé qué hacer; tengo miedo de perder mi DNI, de cerrar mal el sobre...

»Me paro durante horas frente a un establecimiento con cartel de «Se busca empleada» y no consigo entrar. Porque no tengo las habilidades necesarias, porque no voy a saber hacer mi trabajo. Me voy a olvidar del nombre de mi jefe, voy a perjudicarlos a todos. Y me convenzo a mí misma de que no consigo trabajo porque quiero vivir de mi arte (y me encantaría) pero es mentira, no consigo trabajo porque no consigo dejar currículums, o no consigo entrar a las entrevistas. No consigo atender el teléfono si me llama un número desconocido.

Se seca las lágrimas con la mano.

―Y pienso que, entonces, voy a promocionarme para vender mis cuadros y mis esculturas, pero me da vergüenza hacerlo y tampoco lo consigo... Yo no puedo ofrecer nada ―dice―. Soy una carga para mi familia y, te aseguro, que no querés cargar conmigo.

Me adelanto un paso y veo cómo se seca las lágrimas con la punta de su remera, dejando la panza a la vista durante unos segundos.

―No me importa eso ―consigo decir―, te puedo ayudar. Podemos tratar de que lo superes, juntos.

Ella niega con la cabeza.

―Te lo agradezco ―solloza, ya sin lágrimas en la cara, aunque su piel brilla allí donde pasaron―; pero no vas a pensar tan bien de mí cuando me agarren épocas de sensibilidad absurda y me ponga a llorar viendo un partido de fútbol, o escuchando una canción infantil.

»Soy tan distraída que a veces olvido cosas básicas; a veces ni siquiera me lavo los dientes si no tengo que salir de casa.

Me río por lo bajo sin poder evitarlo.

―Eso es una tontería ―digo tratando de subirle el ánimo, pero ella no me mira―. Eso no me importa ―insisto.

―Olvido cosas que no debería olvidar, como el cumpleaños de mi mamá, o cuándo es mi periodo, y no te va a gustar nada un día despertarte y ver que tu cama es La masacre de Texas.

―Tamara, esas cosas pasan y...

―¡No! ¡Esas cosas me pasan a mí, pero no le pasan a todo el mundo! ―Sigue, terca― No vas a estar muy feliz si dentro de unos años todavía no conseguí trabajo y tenés que mantenerme. Si me tenés que acompañar a hacer compras básicas porque me da miedo ir al supermercado sola.

»¡Quiero ser independiente! En todas las formas que se pueda, pero cada vez que quiero sacar una olla de la hornalla prendo fuego un repasador. Si no puedo ni siquiera con eso ¿Cómo voy a ser funcional en otros aspectos?

―Bueno, puedo comprar muchos repasadores si eso es lo que te preocupa ―bromeo en voz baja intentando que mis ojos encuentren los suyos. Ella sigue esquivándome la mirada.

―No querés esto.

―Sí quiero.

―No.

―Podemos averiguarlo...

―Soy una carga, Damián. Y no te merezco.

―Dejá que eso lo decida yo ―pido.

Pero ella empieza a alejarse. La sigo e intento tomarla de la mano para detenerla. Es más rápida que yo, me cierra la puerta en la cara y me deja parado en la vereda.

Me quedo un minuto entero mirando la puerta que acaba de cerrarme en la nariz. En la mano derecha sigo sosteniendo la bolsa con caramelos que le traje. Podría tocar el timbre y no marcharme hasta que vuelva a abrir. Aunque eso no sería lindo de mi parte.

Dejo la bolsa de golosinas en el buzón, esperando que más tarde los encuentre.

Con un nudo en la garganta, me voy hasta mi auto, me siento frente al volante y espero.

No sé qué espero, pero me quedo ahí sentado diez minutos, quince, veinte...

Media hora.

Decido que lo mejor es darle su espacio y llamarla mañana. No sé bien qué pensar de todo eso. Una parte de mí quiere abrazarla y prometerle que no me importa nada y que todo va a estar bien. Otra parte de mi cabeza me repite de forma molesta que me estaba poniendo excusas.

Que me olvide.

Que no siente lo mismo.

N/A: Muchas gracias por la paciencia esperando las actualizaciones. 

 Prometo, pronto, hacerme tiempo para volver a publicitar la historia en redes, y voy a intentar estar más activa. 

De todas formas: Faltan muuuuy poquitos capítulos para terminar la historia. Me alegra que les esté gustando y que me dejen todos esos comentarios tan bonitos.

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