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Capítulo 34: Te tengo que decir algo

(Actualicé otro capítulo antes que este. Lo aviso por las dudas, así lo leen antes)

Viernes 5 de octubre de 2018.

―¿Y vos querés que vayamos, Pollo? ―pregunta Tomás intrigado.

―No ―Mi voz es rotunda―. No es que quiera o no quiera que vayan. Todavía ni sé si voy a ir yo...

―Dami ―Angi me aprieta el hombro amistosamente―... Pensalo bien ¿sí? Si vos decidís ir, nosotros vamos con vos.

Su voz es tranquila, suave y calmada, como si temiera que un tono de voz más elevado desatara una tormenta. Ángeles está parada a mi lado y yo, sentado en una silla frente a Tomás.

―Solamente les quería dar las invitaciones ―explico―, ahora que ya les conté lo que pasó anoche no hay necesidad de seguir hablando de esto.

Me levanto de la silla en un silencio pesado.

―¿El siguiente cliente a qué hora viene? ―Cambio la conversación.

―Va a llegar en cualquier momento.

Me levanto de la silla y camino hacia la zona de atención. Reposo contra el mostrador con el celular en las manos y me decido, por primera vez en el día, a mandarle un mensaje a Tamara. Le pregunto, con rapidez, si quiere que la pase a buscar esta noche.

La excusa es entregarle la invitación. A diferencia de mis amigos, que van a asistir únicamente si yo decido hacerlo; ella va a ir sí o sí para acompañar a Melisa. Sin embargo, tengo que armarme de valor y hablarle de algo más.

Me tiro de espaldas sobre la cama, mirando el techo; empujo los talones de las zapatillas para quitármelas y las escucho caer al suelo con un estruendo. Entonces, siento el peso a mi lado, indicarme que Tamara también se tiró sobre la cama.

―¿Fue duro el trabajo, hoy? ―pregunta.

Pasé a buscarla por la casa, le entregué la invitación y llevo minutos largos pensando en cómo arrancar la charla que quiero generar.

Sí, el trabajo hoy estuvo completo. Pero lo que me estruja la cabeza son las palabras que no me salen.

Y no es porque tenga miedo. Solamente no sé cómo se hace. El formato de la conversación.

―Intenso ―contesto.

Su peso se acomoda en mi pecho. Siento el bracito flacucho rodearme y su cabeza acurrucarse sobre mi hombro.

―¿Comiste algo? ―Me pregunta― Si no comiste puedo ir a revisarte la cocina y prepararte algo.

Su proposición me genera alegría. Es una forma de cuidado a la que no estoy acostumbrado. Prepararme la comida para aliviarme la carga del día. Es raro.

Y también es lindo.

―Comí en el trabajo ―Sonrío― ¿Vos comiste?

―Sí, mi mamá hizo ñoquis. Una delicia ―Está contenta.

Su voz denota la felicidad que carga.

―Tus favoritos ―recuerdo― ¿Vos sabés hacer?

―Más o menos ―admite―. No me quedan como a ella. Se me pegotean mucho.

Yo soy malísimo amasando, así que no puedo añadir nada. Noto que ella se quita los lentes y me los entrega para que los deje reposando, a mi lado, en la mesita de luz.

―No ves nada sin esto ¿no?

Llenar el espacio con conversaciones, mientras pienso cómo llegar al tema que me interesa, empieza a dificultárseme. Siento el cerebro hinchado. Trabajando con lentitud debido a alguna presión externa.

La Piojita, acurrucada en mi pecho, me calienta el cuerpo. Le da tibieza. Es confortable.

―Soy muy miope ―contesta―. Mi mamá también. Es de familia. Igual, de cerca, veo bien; por eso vi tus cicatrices debajo de tanta tinta... Y también las que tiene Diablo en la cabecita ¿Qué le pasó?

Suspiro pensando.

―Es una historia complicada ―Me aprieto los ojos, con cansancio―. Que yo sepa ―explico―, lo querían «entrenar», volver violento, para peleas de perros clandestinas. Diablo vivía en una casa, cerca de un boliche al que yo iba con Tomás y otros amigos. Y siempre lo veíamos a él y a sus hermanos; eran muchos pitbulls muy agresivos y él era un pan de Dios.

Me acuerdo de la primera vez que lo vi. Era un cachorro súper chiquitito, panzón, gordito, con cara de tonto. Él y sus hermanitos jugaban en el patio. Después crecieron...

―No se defendía, lloraba mucho y aullaba. Con Tomás hicimos varias denuncias por maltrato animal pero nadie hacía nada. Eran como catorce perros muy jodidos que tranquilamente podían comerse a cualquier humano que entrara ahí, solo le hacían caso a su dueño.

»No me preguntes cómo lo saqué de ahí porque no estoy seguro. Tomás y yo salimos muy borrachos del boliche y recuerdo cosas al azar ―Extiendo un brazo hacia el cielorraso y me miro la mano―; recuerdo que Tomás me hizo piecito para saltar la reja, los perros estaban encadenados pero daban mucho miedo. No sé bien cómo lo sacamos de ahí pero lo tiré sobre la reja (en ese momento era más chiquito que ahora y no pesaba tanto, aunque supongo que me costó mucho porque al día siguiente me dolían muchísimo los brazos), yo también pude salir aunque creo que mientras lo hacía uno de los perros me arañó la pierna.

»Al día siguiente me desperté con mucho dolor de cabeza, en el piso de la cocina de Tomás, abrazado a Diablo y con la pierna rasguñada y ensangrentada.

―Lo salvaste ―dice. Pero eso es relativo. Él me salvó más a mí que yo a él.

―Era más chiquito en ese momento ―recuerdo―. Pero era muy pesado. Todo fibra y músculo.

―¿Cuántos años tenía?

―Tendría un año ―digo―, y en el collar venía su nombre.

―No me equivoqué con vos... Sos un príncipe de cuento.

La miro. Ella se aleja de mí para quitarse las zapatillas y me quedo observándola. La luz del ambiente es tenue. Está prendido el velador pero, la luz general, se mantiene apagada. Ingresa algo de iluminación por la puerta, desde el salón.

Con esa poca luz, los detalles quedan a la imaginación, y su silueta destaca por sobre todo lo demás. Su cinturita chiquita, sus brazos flacuchos, sus caderas amplias.

Una vez descalza, voltea a verme.

―¿Qué me mirás así? ―inquiere― ¿Me olvidé de afeitarme el bigote?

―Con el culo que tenés, está difícil verte a la cara.

Hace un gesto de fingido disgusto y me tira con un almohadón que estampa en mi rostro. Lo agarro y se lo tiro de vuelta y, mientras ella se recupera del impacto, me apuro a tomar la almohada que tenía bajo mi cabeza para pegarle en el costado.

Ella vuelve a lanzarme el almohadón e intenta quitarme la almohada de las manos para contraatacar. No se lo permito y la tiendo, de otro golpe, de espaldas en la cama. Tiro la almohada hacia atrás para que no estorbe y le pico las costillas con los dedos. Hacerle cosquillas es muy fácil, comienza a lanzar carcajadas espasmódicas y patalea de forma convulsa.

―Te gané ―Lanzo triunfal, riéndome con ella.

Dejo de hacerle cosquillas, para permitirle respirar. Ella recupera el aire, aun lanzando risas sueltas. Con dificultad, se incorpora nuevamente.

―Ya te vas a descuidar ―amenaza entre risas.

Me acerco y le doy un beso. Y cuando me rodea con los brazos termino de saber que no quiero otra cosa que esto.

―Pioja, tengo que decirte algo ―suelto.

Se aleja de mí lo suficiente para mirarme a los ojos.

Me ablando. Está seria, prestándome atención, sus ojos miel abiertos, grandes. Expectantes. Siento una fiebre recorrerme.

No puedo ser tan cagón.

Su carita esperando. Se muerde un labio. Es preciosa.

Sí puedo. Soy un miedoso.

―Ayer hablé con Patricia, cuando me dio la tarjeta ―digo―; y fue por tu influencia ―No sé ni qué estoy diciendo. Hablo solo para no tener que decir lo que tengo que decir.

¿Qué hago?

―¿Y eso es bueno o malo? ―pregunta ella preocupada.

―Es bueno. Es algo que tenía pendiente y no me animaba a hacer ―digo.

No es del todo cierto, aunque algo de verdad hay.

Su sonrisa no se hace esperar y vuelve a tirarse contra mí, acortando distancias en un beso casi agresivo. Vuelve a colgarse de mi cuello y siento cómo sigue sonriendo contra mis labios. Se sienta a horcajadas sobre mí. Sin dejar de besarme, comienza a ejercer presión contra mi torso hasta que me deja recostado de espaldas sobre la cama. Ella pegada a mí, besándome.

Se aleja, mirándome desde arriba. Con esa boca sonriente que ilumina la habitación.

―¡Te felicito, Principito! ―exclama―¡Ojalá sea para mejor!

―Eso espero... Igual ―aclaro―, todavía no decidí si voy a ir o no a ese casamiento.

Veo cómo se quita la remera y la tira al suelo y su bello cuerpo delgado y pálido, queda total, entera y perfectamente a mi disposición. Acaricio su cintura y ella vuelve a mí para seguir besándome.

Diablo ladra a la distancia. Seguramente a algún auto. Me doy vuelta, en mi lugar, y palpo, por accidente, un cuerpo a mi lado.

La Pioja.

Por un momento no recordé que está en casa. La abrazo atrayéndola hacia mí. Siento su cuerpo desnudo apretarse contra el mío. Tampoco recordaba que estamos desnudos. Las sábanas nos calientan lo suficiente.

El olor de su cabello es delicioso.

Todavía sin abrir los ojos, puedo identificar la posición en la que se encuentra, de espaldas a mí. Sus glúteos redondos presionados contra mi cuerpo. Se da la vuelta, se acomoda contra mi pecho, abrazándome.

Todas mis mañanas podrían ser así y no me aburriría.

―Buen día, Principito ―susurra ronca.

―Buen día, Piojita ―Le dejo un beso en la cabeza y, por fin, abro los ojos.

Al comienzo, la luz me encandila; con rapidez, mi visión se acostumbra a la luz del sol y puedo notar todos los detalles de mi habitación.

El velador quedó toda la noche encendido. Me dormí antes de poder apagarlo.

Tamara está con los ojos firmemente cerrados. Las pequitas de sus hombros al descubierto.

Hoy tengo que hablarle.

¿Si le preparo el desayuno y le saco la conversación mientras picamos algo? Capaz que así es más ameno... No, sería demasiado casual. Capaz que ella espera algo más «de cuento», se lo tengo que decir con algo elaborado.

¿Se lo escribo en una nota y se lo entrego con flores y chocolates?... Re cursi. Tampoco le gustan esas giladas.

¿Y si la llevo a pasear a la plaza? Es el lugar donde nos conocimos... Y entonces, capaz... que me animo.

Tenés veintiocho años, pelotudo, no podés tener tanto miedo.

―Piojita ¿Querés que te traiga el desayuno a la cama? ―pregunto estirando los brazos para descontracturarme.

―Mhm ―gruñe, con fiaca―. Quedate acá conmigo un ratito más...

Otra vez me siento blandito.

Me vulnera.

La beso.

Domingo 7 de octubre de 2018

Le paso a Tincho el tenedor que me pidió. El demente está en cuero, al lado de la parrilla preparando el asado.

Con octubre llegaron temperaturas más amenas, pero el clima todavía no se presta para andar medio en bolas. El patio de Miriam y Fernando es chico pero es suficiente.

Fernando puso la mesa en el medio del césped. Justo en donde estaba sentada Tami el día de mi cumpleaños. Miriam se encarga de la música. Se está reproduciendo Sandro.

―¿Te parece si salimos el finde que viene a algún lado? ―propongo.

Tomás me mandó un mensaje ayer. Sigue acusando a Tami de ser la responsable de que no salimos tan seguido como antes. La verdad es que, simplemente, no me interesan las salidas que él propone.

Pero si va también Tincho podría ser interesante.

Me llevo a la boca un pedazo de pan que estoy destrozando con las manos.

―No creo, bro ―declina―. Estoy saliendo con alguien y voy a ir a verla.

Esa repentina información me sorprende. No sé por qué, no creí que saltara con eso.

―¿Eh? ¿Con quién? ¿Desde hace cuánto?

―Es reciente ―Come un pedazo de pan que me arrebata de las manos―. De la facu...

―¿Y cómo...?

―¿Qué? ¿Te creés que vos sos el único que tiene levante? ―Me arrebata otro pedazo de pan.

―¿Pero cómo fue?

Siento un golpe en el hombro.

―¿Cómo que «cómo fue»? ¿En serio pensás que no me da el cuero, salame?

Me río.

―No, tarado. No me refiero a eso... ―Busco en mi cabeza las palabras que quiero transmitir―. Quiero... ―No puedo creer que vaya a confesarle esto a mi hermano en voz alta―... Vos la conociste a Tami, las cosas con ella se dieron de forma desordenada. Ayer le iba a proponer ir más en serio... pero no sé cómo.

Miro el pedazo de pan que tengo en las manos y vuelvo a llevarme un trocito a la boca.

―No es tan difícil ―Tincho vuelve a mover la carne en la parrilla. Sé que lo hace solamente para no tener que hacer contacto visual conmigo.

Pelotudeces de hombres supongo.

―Sí, me parece difícil ―acepto―. Porque en circunstancias normales: chico conoce a chica, tienen citas, se conocen, se gustan y salen...

―Pero tus circunstancias nunca son normales ―dice Tincho― ¿Qué pasó?

―Todo fue mezclado ―digo―. Primero vino el sexo, después nos conocimos un poco más, nunca tuvimos una cita.

―Eso no importa. El orden de los factores no altera el producto. Decile las cosas y listo, sin pensar tanto.

―¿Cómo le dijiste vos a...? ¿Cómo se llama? ―pregunto.

―Roxana... ―contesta― Fue normal ―Levanta los hombros―. Veníamos pegando onda y le dije que podíamos ir más en serio.

―¿Pero cómo se lo dijiste? ―cuestiono.

Él deja la carne por un momento, me toma de los hombros y me mira con seriedad. Su rostro, de gesto serio, de piel olivácea, con sus rulos cortos cayendo sobre la frente. Su mirada oscura, directa, como un dardo.

―Bro... Solamente se lo decís como te salga.

―¿Qué cuchichean mis amores? ―pregunta Miriam saliendo al patio con una ensaladera repleta en las manos.

Deja reposando la ensaladera en la mesa. La música sigue llegando al patio con un volúmen considerable.

―¿De qué vamos a estar hablando, vieja? De minas ―contesta Tincho volviendo a prestarle atención a la carne.

―¡Ay sí! ¡A ver cuándo me agrandan la familia!

―¡Eso jamás! ―exclama Martín poniendo las manos en las caderas en pose de superhéroe.

Miriam hace un puchero.

―Por favor ―suplica―, denme nietos. Serían tan lindos. Regálenme un nieto.

Martín niega con la cabeza y, riendo, se acopla a la canción de Sandro que sigue sonando.

―Tengo, mil brazos para abrazarte, mil bocas para besarte, mis sueños puestos en tiiii ―Va bailando, nada acorde al tema, moviendo los hombros como si fuera un carnaval―. Tengo, poemas de amor y rosas.

Mamá se ríe a carcajadas.

Sin poder evitarlo, imito a mi hermano, en baile y canto.

―...y cosas maravillosas. Y todas para tiii ―Como si fuera coordinado, los dos señalamos a Miriam en ese momento y ella ríe más fuerte―. Tengo, un mundo de sensaciones, un mundo de vibraciones...

N/A: Muchas gracias por el apoyo a pesar de mis ausencias estas últimas semanitas. 

Espero que me dejen comentarios para conocer sus opiniones. Espero poder publicar a tiempo la siguiente semana. 

¡MUCHAS GRACIAS! De nuevo.

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