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Capítulo 15

Sus manos volvieron a temblar una vez que tocó el timbre de la gran casa esperando a que alguien le abriera. Había ido solo, dejando a Ximena con un humor de perros siendo tranquilizada por Damián, quien le pidió con la mirada a su amigo que se marchara de una vez por todas y evitar que la situación empeorara aún más.

Esa noche Nicolás desde su cama había escuchado a su querida tía despotricar en contra de Amelia, siendo escuchada por su hijo y nuera, quien asentía a todo lo que su suegra decía con respecto a la mujer.

—No le bastó con hacerle daño a Niquito, ahora mandó a esa chiquilla con esa caja que quién sabe qué tenía, si desde que se fue mi niño no ha salido de su pieza —decía una y otra vez Ximena.

—Mamá, Nico ya está grande, él verá qué hace o deja de hacer...

—Es que no entiendes, Damián. Esa mujer me quiere quitar a mi hijo.

—Entiende a la tía, po' Damián —le replicó Romina apoyando a su suegra—, esa mujer solo quiere hacer daño, nada más.

—Y Nico es el que decide si la deja o no, ya es adulto como para mandarse solo.

Pero ambas mujeres tenían una venda en los ojos y tapones en los oídos, porque no importó cuánto tratara Damián de convencerlas, ella hacían caso omiso a sus comentarios, a la espera de que Nicolás abriera por fin su puerta. Pero no fue hasta la mañana siguiente cuando lo hizo, ya decidido, iría a ver a Amelia para conversar todo.

—¿Cómo se le ocurre, hijo que se va a ir a meter a esa casa? —Preguntó escandalizada Ximena—. No, señor, usted se queda aquí.

—Tengo que ir, quiero ir —le replicó el joven con calma y cautela, esperando que su tía comprendiera la necesidad que sentía en su interior. Ver las fotos de aquel hombre que fue su padre había despertado en él nuevamente el deseo de conocer mejor sus raíces, de dónde venía. No hacía falta que nadie se lo dijera, él se parecía al hombre de las fotos, aunque su forma de expresarse en las cartas que enviaba a Amelia era muy diferente de la que él empleaba para escribirle a Romina. Aunque, debía admitir, a su novia no le enviaba más que mensajes de texto.

—Insisto, hijo, en que no debe ir. Así que se queda aquí.

—¿Por qué? Yo quiero ir y arreglar las cosas —replicó aún con calma y pidiendo ayuda con la mirada a su amigo quien miraba incómodo la situación, consciente de que lo mejor para Nicolás sería quedarse en casa y no pasar más penas por su madre.

—¡¿Arreglar qué?! Usted nunca ha sido un hijo para ella y nunca lo será como lo es para mí. ¿Tan difícil es de entender?

Miró incrédulo a la mujer esperando que se diera cuenta de lo que había dicho, pero en sus ojos no vio arrepentimiento ni pena, sino que la rabia que sentía por la situación en la que estaban envueltos. Lo cierto era que le había dolido, algo se apretó en su interior, en su pecho ocasionándole una falta de aire y más aún le dolió el darse cuenta de que era verdad. Para Amelia nunca había sido un hijo hasta que él la buscó y seguía sin serlo por completo como lo era para Ximena. Una parte de él sentía que debía quedarse y no causarle más dolor a la mujer que tanto amor le había profesado durante su vida, pero su otro lado quería abrir la puerta, tomar el auto y conducir hasta esa casa y averiguar más sobre sus raíces, aunque doliera después el ser negado a estas.

—Lo siento —murmuró y con esas dos últimas palabras se marchó pese a los gritos de Ximena que le pedían regresar.

El sonido de la puerta al abrirse lo trajo de vuelta a la realidad. Detrás de la madera vio a una Matilde con rostro sorprendido y algo de miedo, mirando hacia el interior del hogar y volviendo a poner sus ojos sobre el joven que tenía en frente.

—¿Vine en mal momento? —Preguntó Nicolás con cautela, sospechando que tal vez debería caminar por donde había venido y regresar en otro momento más apropiado.

—Oh, no exactamente, joven. La señora Amelia estaría feliz de recibirlo a cualquier hora del día, se lo juro —le aseguró la empleada con un tono tan sincero que parte del dolor que el chico sentía se vio aliviado—. Lo que pasa es que hay visitas que no sé qué tan bien tomen... su presencia.

—Mati, ¿por qué tardas tanto? —Escuchó la voz de su madre desde el interior de la casa.

De pronto se sintió mareado y el pequeño alivio que le dieron las palabras de Matilde se esfumó. Volvía a caer en la misma situación que Amelia lo había puesto aquel día en la feria, por lo que, previendo el rechazo, se disculpó por las molestias causadas y sacó las llaves del auto de sus pantalones, lamentándose por no haber hecho caso a Ximena y sus consejos. La vergüenza lo llevó a pensar en mil y un lugares donde refugiarse hasta que el reloj diera una hora prudente para regresar a casa fingiendo que todo había salido bien, pero la voz de la dueña de casa detuvo esa ráfaga de ideas que acaparaba su atención.

—¡Qué agradable sorpresa! ¿Por qué no entras un rato? —su voz entusiasta lo llevó a dudar de la actitud tan nerviosa de Matilde, sin entender la incoherencia con la que se había encontrado. Miró con desconfianza a Amelia hasta que volvió a hablar—: Estoy con mis padres, es posible que no reaccionen muy bien al saber que nos volvimos a encontrar, pero no me importa. Necesito hablar contigo —agregó con una sonrisa de oreja a oreja, aunque no lograba llegar a sus ojos, detalle que Nicolás logró captar. Las manos de la mujer entrelazadas con los brazos tensos le mostraron a él lo nerviosa que realmente estaba, por lo que, dejando de lado el rencor, cerró el auto y caminó hacia ella envolviéndola en un cálido abrazo.

—Puedo volver en otro momento, si quiere —susurró con cautela.

—No, quiero que te quedes. Ellos deben saberlo y... además estoy grande ya como para que ellos sigan decidiendo por mí.

Se separó de ella y la miró, aquella actitud le recordaba a él mismo con respecto a Romina y Ximena que trataban de convencerlo de tomar otro tipo de decisiones a las que él no se quería someter. Le sonrió a la mujer y caminó a su lado hacia el salón donde se encontraban sus abuelos, un matrimonio conformado por un hombre que, pese a haberse empequeñecido ya por la edad seguía siendo alto de espalda ancha, con un abdomen sobresaliente mostrando su sobrepeso, lo contrario a su mujer que parecía un palillo de lo delgada que era. La misma contextura que Amelia había heredado, pero con movimientos más firmes y unos ojos verdes fríos y calculadores que lo analizaron de pies a cabeza una vez que él se presentó ante ellos. Entonces lamentó no haberse vestido más formal.

—¿Quién es este... jovencito, Amelia? —Preguntó la mujer mirándolo despectivamente, como si no pisaran el mismo suelo ni respiraran el mismo aire— ¿Un empleado, el jardinero, tal vez?

—No, madre —se apresuró a responder Amelia sintiendo crecer en su interior la rabia. A su mente llegaron los recuerdos de los días que suplicó por conservar a su bebé, lo cerrados de mente que habían sido sus padres y el cómo negaban después la existencia de aquel hijo suyo que estaba en algún lugar lejos de ella—. Su nombre es Nicolás —lo presentó y miró atentamente a sus dos progenitores, sintiéndose lista para dejar salir las dos palabras restantes y disfrutando su sabor—Mi hijo.

Las manos de Nicolás temblaron y no supo qué hacer con ellas para ocultarlo. No se esperaba que Amelia dijera tan libremente el lazo que los unía, menos a sus padres que deberían de haber olvidado que alguna vez su hija tuvo un bebé antes de tener edad suficiente para cuidar de él. Vio cómo las mandíbulas de ambos adultos caían, dejando que sus labios formaran una perfecta "o", mientras sus ojos se abrían todo lo que podían y su piel palidecía. No, definitivamente él no era esperado y, viendo la mirada que la mujer le daba, tampoco bienvenido.

—¿Cómo es posible? ¿Qué hace aquí? —Preguntó la mujer alterada, poniéndose de pie en el momento que decidió tomar la palabra. Aun con tacones, apenas llegaba al hombro de Nicolás, pero aun así le pareció aterradora. Sus brazos tensos subían y bajaban para llevar sus manos a su cabeza y peinar su cabello, en un intento por disimular su pérdida de control. Aquellos ojos verdes ya no solo eran fríos, también expresaban su total y completo odio hacia él—. Nosotros no te dejamos tener a tu hijo, deberías obedecernos.

—Eso fue cuando yo era una adolescente, madre, ahora soy una adulta, tengo cuarenta años. No puedes pretender seguir teniendo control sobre mí y mis decisiones —Respondió la aludida posicionándose delante de su hijo, como si así él pudiera dejar de ver a su abuela. Lo cierto era que aún alcanzaba a ver su rostro iracundo.

—Sara, yo creo que lo mejor que podemos hacer ahora es calmarnos —pidió el hombre poniéndose de pie y dirigiéndose hacia su esposa.

—¿Cómo puedes pedirme eso, Matías? ¿Qué no ves lo que está pasando?

—Lo veo y tampoco lo creo si yo mismo dejé a ese muchacho en el orfanato —admitió él. Pese a que Nicolás ya sabía quién lo había dejado en aquel hogar, le costó imaginarse al viejo con apariencia más joven y con un bebé en brazos para darlo en adopción—. Pero ya no podemos hacer mucho si Amelia ya es adulta...

—Mira a ese chiquillo —lo señaló con el dedo y lo miró casi con asco—, no es de nuestra clase, él no pertenece a esta familia.

—Mamá, no te permitiré que hables así de mi hijo en mi propia casa —advirtió Amelia.

—Seamos realistas, nuestra hija necesita compañía y alguien a quien legar todo lo que tiene, permítele por lo menos que le dé compañía.

La mujer pareció pensarlo por varios segundos que a Nicolás le parecieron eternos, más aún si en su garganta le dolía aquel nudo que le avisaba que pronto lloraría si no lograba calmarlo. Aquello había sido más duro de lo que había imaginado y no pudo evitar pensar que su abuela tenía algo de razón en lo que decía, él no pertenecía a ese mundo.

—Bien, que le dé compañía... pero no esperes que lo acepte como nieto, Amelia. Para mí, tu hijo nunca existió.


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