
Capítulo 10
A través de la ventana Amelia miraba a uno de sus empleados barrer las hojas que ya habían caído de los árboles. Bajar y pisotearlas antes de ser metidas en una bolsa de basura era tentador, como solía hacer cuando era niña y se imaginaba a su hijo hacer de pequeño, pero se contuvo. Su mente estaba demasiado ocupada en pensar en lo ocurrido en el almuerzo como para actuar infantil.
Había pasado momentos muy incómodos como también otros muy gratos gracias a su Nicolás, no era como ella se esperaba que fuera su hijo, pero comenzaba a tenerle cariño. Tanto era ese sentimiento, que la impulsaba a pasar tiempo en esa habitación hecha para él incluso antes de que él haya vivido ahí. Se acostaba en la cama, pero no había ahí ningún perfume que oler o algún recuerdo que añorar y eso la envolvía aún más con la tristeza.
No le quedaba más que evocar el almuerzo, silencioso en un principio que solo era interrumpido por el sonido de los cubiertos al chocar con el plato. Miraba al joven sentado a su izquierda y, si bien le causaba cierta repulsión ver que a ratos masticaba con la boca abierta para hablar, le provocaba algo de ternura la imagen que creaba en su mente de él siendo un bebé aprendiendo a comer o un adolescente sonriéndole con frenillos para arreglar esos dientes de abajo que se le veían chuecos.
—Está rico —comentó Nicolás para romper el silencio que tan incómodo le parecía.
—Mati cocina muy bien —le sonrió Amelia— puedes venir cuando quieras a comer.
—Su casa es demasiado grande como para no tener más hijos —interrumpió la charla Ximena para evitar que el joven aceptara la propuesta— ¿por qué no tuvo más niños?
—La verdad... no quise.
—¿Por qué no? Una casa así de grande no se compra solo por el gusto de tener más espacio del necesario.
—Tía Xime —trató de advertirla Nicolás.
—A Paul le gustaban las casas grandes y, bueno, los hijos no se dieron, no tuvimos y por eso vivo yo sola aquí.
A penas y conocía a esa mujer, pero si de algo estaba segura era de que cierto odio se comenzaba a gestar en su interior.
***
Giró el volante hacia la derecha mientras pensaba. Llevaba solo tres días sin ver a su hijo y ya lo extrañaba, deseaba verlo, pero le daba cierto miedo acercarse. Se levantaba por las mañanas diciéndose a sí misma "hoy sí lo llamo", pero pasaban las horas y se quedaba viendo el celular queriendo marcarle, pero sin saber qué decir cuando le conteste. Creaba diálogos en su cabeza, pero llevarlos a la acción le parecía imposible. Jamás pensó que encontrar a su hijo y mantenerlo a su lado sería tan difícil.
—Ay, señora, sigo sin saber por qué no va no más a verlo o lo llama, si él no le va a decir nada malo —le dijo Matilde cuando la encontró en la sala mirando el teléfono.
—Porque me da... vergüenza —susurró la última palabra.
—¿Por qué? Es su hijo, no tendría que avergonzarse, él no la va a juzgar por nada
—Nunca se sabe, Mati. Además que no hay razón para que yo lo llame, no sé de qué hablarle, no quiero que piense que lo llamo por las puras.
—¿El que sea su hijo no es razón suficiente para hablarle o ir a verlo?
Golpe bajo, se sintió culpable, razón por la cual no se atrevió a decir nada. Fingió no escucharla y se levantó del sofá en el que estaba sentada para tomar las llaves de su auto sin siquiera ir a coger su bolso.
—¿A dónde va, señora?
—No sé, solo quiero salir. No sé a qué hora vuelva, si se hace tarde no me esperes.
Y sin decir nada más, salió de la casa. Doblaba con el auto en la esquina que más le apetecía sin un destino claro, hasta que la luz que indicaba el nivel de la bencina llegó a rojo. Se detuvo y bajó del auto para estirar las piernas y caminar un poco. Por ser fin de semana había varias personas en el centro de Santiago caminando y entrando a las tiendas. Su paso era lento, pasó por la zapatería y ni siquiera lo notó, en otra ocasión probablemente se habría quedado mirando el escaparate para después entrar y probarse todo lo que le gustara.
—¿Amelia?
La voz la sacó de sus pensamientos, al mirar a la dueña se sorprendió de encontrarse con Priscila, quien animada y cariñosamente la saludó con un abrazo.
—Tiempo sin saber de ti, ¿cómo va todo?
—Bien, ¿y contigo?
Cierta incomodidad la embargó al recordar aquella tarde en casa de Paola y las conversaciones que tuvieron, donde uno de los temas tratados fue precisamente su interlocutora y la pobreza en la que parecía haber caído después de la cesantía de su marido.
—Bien, de a poco vamos saliendo del hoyo —le sonrió— ¿cómo están las demás? Paola, Eli, Carla.
—Llevo un tiempo sin juntarme con ellas, pero la última vez que las vi estaban bien, creo que el hijo de Paola se va a titular ya.
—Oh, qué maravilla.
Se veía tan sincera al hablar que a Amelia le llegaba a dar pena su amiga. Si tan solo supiera cómo hablaban de ella las mujeres por las que preguntaba. A pesar de todo, no se atrevió a contarle nada, serviría solamente para amargarla y quedar mal ante las demás.
—¿Por qué no vamos a tomar un café? —le ofreció a Priscila— Así nos ponemos al día. Yo invito.
La tarde junto a ella fue agradable, se pusieron al día una a la otra de los acontecimientos de su vida, aunque Amelia no pudo evitar ocultar el hecho de que encontró a su hijo. De cierto modo aún no se sentía lista como para divulgar aquel importante hecho en su vida, por la simple razón de que nadie de su círculo social sabía que ella había dado en adopción a un niño que tuvo siendo una adolescente.
—Podríamos volver a juntarnos —propuso Priscila cuando ya se estaban despidiendo.
—Sería estupendo.
Le propuso a Amelia que la acompañara al día siguiente a hacer unas compras y que después pasara a almorzar a su casa. Ella aceptó con gusto, porque por fin sentía que tenía una amiga de verdad. El problema fue que no se imaginó que la llevaría a la feria donde trabajaba Nicolás y que este la saludaría con tanto cariño frente a Priscila.
—¿Quién es él, Amelia?
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