Capítulo 1
Amelia estiró sus brazos tratando de abrazar aquel cuerpo que le hizo compañía por tantos años, pero al no encontrar nada abrió sus ojos y la decepción se apoderó de ella al ver el otro lado de la cama vacío. Respiró hondo y se levantó sin esperar a que fuera más tarde ni volver a intentar dormir, si decidía quedarse los recuerdos no harían más que ahogarla y torturarla más de lo que ya había hecho la investigación de la muerte de su esposo.
Bajó a desayunar después de haberse bañado, vestido y peinado decentemente. La casa estaba en completo silencio, eran dos pisos con cinco habitaciones en cada planta sin contar la cocina y los dos baños en el primero y los otros del segundo, todo desierto. La única presencia que percibía ese hogar ya roto era la de ella, Matilde, su empleada desde que se casó y su hija menor que iba a ayudarla. De vez en cuando un jardinero se pasaba para cuidar de las plantas, pero él no podría contar como familia.
Cuando llegó al comedor principal había solo una silla con comida frente a ella, de la cual comió solo la mitad para luego pararse e ir a algún rincón de su casa a leer o ver televisión como solía hacer desde que enviudó.
—Y no se comió todo, señora —la detuvo un instante la hija de Matilde, Rocío.
—No tengo hambre.
—Le va a hacer mal a la larga, debería alimentarse bien.
—Da igual, a estas alturas ya me da lo mismo.
Sin esperar respuesta regresó al dormitorio y se sentó en su cama. No hizo nada por varios segundos, solo tenía sus ojos fijos en un punto muerto donde no había nada interesante mientras en su mente los recuerdos daban gritos para hacerse presentes. Aquel día de otoño en que enterró a su marido luego de que lo hayan asesinado en un asalto a mano armada, ese otro día de otoño, pero muchos años más atrás cuando nació su primer y único hijo a quien se llevaron a un hogar para dar en adopción. Le hacía pensar que su vida estaba maldita por esa estación, cuando los colores de las hojas estaban más brillantes la vida parecía estar más apagada que nunca.
Una lágrima solitaria rodó por su mejilla al mirar el retrato de Paul que mantenía en el velador, un fiel compañero por veinte años que, a su muerte, le dejó sola en esa gran casa.
—¿Se puede entrar? —escuchó que preguntaba Matilde del otro lado de la puerta.
—Pasa —respondió rendida previendo lo que se avecinaba.
—Señora, ¿está bien?
—Sí, Matilde.
—A mí no me engaña... dígame, ¿es por el señor Paul?
Más que una empleada, Matilde con el paso de los años se había convertido en una amiga para Amelia, sabía comprenderla, le confiaba sus secretos, algunos que ni su esposo logró conocer de ella. Sin embargo, nada de eso podía evitar aquellos sentimientos que se formaban en su interior cuando la veía a ella teniendo un momento íntimo con Rocío. La envidia la corroía porque no había nada en el mundo que deseara más que tener un hijo con quien compartir de ese modo. Aquel anhelo se volvió más fuerte cuando se vio sola en esa casa que durante años esperó albergar a niños en su interior, pero que se tuvo que ver conformada con la sola presencia de los adultos que la han habitado.
A veces veía a Rocío y un impulso casi la llevaba a darle un abrazo, llamarla hija o simplemente sonreírle con cariño. Si no fuera porque se le venía la imagen de su hijo que había formado con su imaginación, lo habría hecho.
—Es solo que me siento tan sola, Mati, desde que murió Paul.
—Si usted tuviera aquí a su hijo.
—Me gustaría saber cómo está —comentó luego de un suspiro.
—Oiga, señora ¿no ha pensado nunca buscar a su hijo?
—¿Estás loca? Seguramente me mandará de paseo en cuanto me presente, además ¿qué le diré?... ¿hola, soy tu madre biológica que te dio en adopción cuando naciste?
—A lo mejor es un joven abierto de mente.
—Tal vez ni siquiera sabe que es adoptado.
—¿Por qué tan pesimista? Usted quiere verlo, quiere conocerlo, yo lo sé, pero tiene miedo de algo que podría no suceder.
Miró a la mujer que había trabajado para ella por tantos años y por un momento odió que tuviera razón. Reconsideró la idea, pero el demonio de sus temores y el amargo recuerdo de aquel día de otoño le hacían dar un paso atrás y arrepentirse de dar el salto que hacía falta para iniciar la búsqueda de su hijo.
—Mire, Señora Amelia, esto es decisión suya, nadie puede obligarla a hacerlo si no quiere. Es solo una sugerencia. Hace tiempo que es lo suficientemente mayorcita como para seguir cumpliendo los deseos de sus padres.
Suspiró con pesadez y miró el retrato de Paul, quien nunca había estado muy a favor de que buscase a su hijo, poniéndose así del lado de sus padres que aún después de más de veinte años seguían mostrando su punto de vista con respecto al embarazo adolescente. Tal vez Mati tenía razón y debía dejar de lado a todos los demonios que la asechaban, para así hacer lo que realmente quería por primera vez en su vida.
—Buscaré el número de teléfono del hogar al que enviaron a mi hijo para averiguar algo.
—Es un buen comienzo —comentó con alegría— espero que ahora ya no deje comida en su plato y no ande tan cabizbaja ¿eh?
—Estate tranquila que trataré de hacerlo mejor, ¿si?
—Qué alegría, qué emoción y qué felicidad que esté dando un paso hacia adelante —dijo mientras se levantaba y con paso algo rápido salió del dormitorio dejando a Amelia a solas, seguramente para comentarlo con Rocío.
En cuanto se vio sola rodeada de esas cuatro paredes se preguntó si esto realmente daría los resultados esperados, o si solo era una pérdida de tiempo para terminar tan bajoneada como antes de decidirse a hacerlo.
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