Capítulo I: La peor noticia
Talia había estado presente en la reunión de los imperios, por lo que su padre no tuvo que explicarle dos veces lo que tenía que hacer. Como madre de Damian, era su deber informarle que fue ofrecido como tributo y prepararlo en todo. Si las cosas se ponían difíciles —que era lo más seguro al considerar de quién se trataba—, Ra's sería quien impondría el ultimátum.
Se diera como se diera, debía ser lo antes posible. Bruce Wayne parecía bastante apresurado por consolidar los planes de la boda.
Así que la mujer fue a buscar a su hijo al bosque. Sabía que pasaba allí la mayor parte del tiempo, manteniendo las manos ocupadas con sus demandantes entrenamientos diarios. Sin importar la hora, el clima o las prácticas que realizaba con el resto de guerreros del ejército, ahí estaba. Era un hombre verdaderamente disciplinado y tenaz. Se autoimponía nuevos retos, los superaba y después satisfacía su gran egocentrismo con las victorias obtenidas. Esa era su vida desde que tenía uso de razón.
No por nada era considerada la mejor arma del imperio al Ghul. Tan sanguinario, feroz y agresivo... A Talia casi le hizo gracia pensar que alguien como él pronto iba a casarse.
Cuando llegó al lugar donde Damian solía entrenar notó que estaba destrozando blancos en lo más alto de los árboles. Seguramente los había colocado allá arriba en puntos específicos para asegurar un nivel mayor y diferente de dificultad. A su hijo le encantaba desafiar sus propios límites, y lo peor era que siempre lo lograba.
Daban igual las probabilidades, los prejuicios o los obstáculos. Él conseguía lo que quería a base de lágrimas, sudor y sangre. Nunca se dejaba frenar y a menudo tenía cara de no estar satisfecho. Esa ambición lo volvía capaz de hacer lo que fuera con tal de triunfar.
Si no fuera su madre, Talia le temería o, como mínimo, lo consideraría un enemigo formidable.
Lo llamó por su nombre lo suficientemente fuerte como para que la oyera desde la distancia, pero él no pretendía parar hasta acabar con todos los objetivos. Se movía velozmente de árbol en árbol, cortando la fuerte madera de los robles del jardín real con sus katanas.
Sí, katanas. A pesar de que los herreros del reino fabricaban lanzas y espadas con un hierro especial para los guerreros, Damian prefería su par de armas rápidas, ligeras y mortales. Con el tiempo creó y perfeccionó su propio estilo de lucha, y este resultó ser tan impresionante que incluso varios compañeros suyos llegaron a creer que su eficacia en combate se debía meramente a las katanas.
Pero no, era un don natural. Lo supieron cuando algunos intentaron imitarlo, incluso ordenando estrictamente katanas hechas por el mismo herrero.
Talia volvió a llamar a su hijo, esta vez más fuerte, perdiendo la paciencia al no recibir la más mínima atención de su parte. Rodó los ojos. Si bien la hostilidad de Damian resultaba asombrosamente útil en batalla, venía en conjunto con una rebeldía que nadie conseguía soportar o corregir.
Y es que las clases particulares que tomó cuando niño no habían servido de mucho. Se le impartieron con el propósito de enseñarle numerosos conocimientos avanzados —lo cual sirvió por poco tiempo; después Damian prefirió volverse autodidacta y no aceptar ningún instructor—, además de modales específicos que el niño nunca pudo adoptar, y a pesar de todo, defendía su propio concepto de carácter ideal hasta la fecha. Era como si no le importara su posición social. Acostumbraba ser extremadamente directo con todos, mostrándose tan firme y desarrepentido como en las guerras a la que tanto disfrutaba pertenecer.
Siempre fueron su lugar, y esa chispa guerrera en sus ojos casi hizo que Talia se sintiera mal por alejarlo de la vida que tanto le gustaba. Casi.
Una vez que el hombre acabó con todos los blancos, bajó de las alturas en un salto hábil y certero. Se puso de pie de inmediato y avanzó hasta su madre, luciendo su cuerpo tan bien esculpido por el ejercicio constante.
He creado a un hombre estéticamente perfecto, pensó ella, sintiéndose inflarse de orgullo cuando su hijo se acercó y la miró con sus brillantes ojos tonalidad esmeralda. Cuando sus cejas, encerradas en esa serena e insoportablemente atractiva expresión, se alzaron para recibir la inesperada visita y su mandíbula firme contrastó con sus prominentes labios color canela.
La genética a veces hacía trabajos maravillosos.
Damian era realmente afortunado. Heredó la elegancia felina de Talia, una imponente presencia por parte de Ra's y esos firmes rasgos gracias a la sangre árabe que corría por sus venas.
Claro que la actitud tan pesada que se cargaba era un detalle. Sin embargo, con el tiempo, alejado de la guerra y viviendo en un mundo de mimos y lujos, se suavizaría. No le quedaba otra opción. Se convertiría en un esposo protector, resolutivo y fuerte. ¿Quién no querría a alguien así a su lado?
—Madre.
Salió de sus trances al oír esa masculina voz.
—Cuando te hablo, vienes a la primera —declaró, soberbia—. Dejas cualquier cosa que estés haciendo a un lado, ¿entendido?
El guerrero endureció la mirada, guardándose el fastidio que le provocaba tener que obedecer de esa forma. Entendía que la mujer era su madre, pero seguía comportándose tan controladora y mandona como si él tuviera siete años. ¡Dejó de ser un niño en el momento en que decapitó a sus enemigos en la guerra! Y, aun así, ella seguía mangoneándolo a su antojo.
Cabizbajo —más por evitarse sermones que por auténtica obediencia—, asintió e hizo una mueca que ella ignoró.
—¿Recuerdas al imperio Wayne? —Damian asintió—. Hemos conseguido una alianza de paz con ellos. Como ya sabrás, es muy importante para todos, sobre todo para tu abuelo. Negociando con el rey, se acordó que el trato se sellaría a través de la clásica unión matrimonial.
—Madre, no contamos con descendientes puros del abuelo. ¿Cómo pudieron...?
—Déjame terminar —dijo, pero hizo una pausa para esperar su correspondiente disculpa. Damian chasqueó la lengua.
—Perdona.
Ella sonrió con falsedad y él rodó los ojos en señal de hastío. Realmente no se soportaban.
—Modales, hijo. No los olvides —recalcó la mujer y se echó el cabello detrás de la oreja—. Como te decía, no hay nada que ofrecer como tributo. O al menos así era. Tu abuelo encontró la solución.
Damian la miró, esperando la respuesta. Ella le mostró esa sonrisa afilada que, sin quererlo, compartían. Eran tan idénticos cuando de maldad se trataba, pues Talia esperó intencionalmente unos segundos para alargar la insufrible expectativa, tal como a veces hacía Damian. Claramente, no le gustaba que se lo hicieran a él.
Algo le decía que lo siguiente no iba a ser bueno.
—Hemos ofrecido a nuestro mejor guerrero.
Y no lo fue. No necesitó pensarlo dos veces para saber que su madre se refería a él. No había nadie más que representara competencia por ese título. Podía sonar pretencioso, pero se lo había demostrado a sí mismo tantas veces que ya estaba prácticamente tatuado en su cabeza: cada vez más se acercaba a ser el mejor guerrero que se hubiese conocido. Y si era así y todos lo sabían, ¿por qué decidieron mandarlo a casarse en lugar de conservarlo como una garantía infalible de éxito para el imperio al Ghul?
Le parecía ridículo, totalmente ridículo.
Aunque más ridícula era la expresión simplona de su madre. La mujer estaba gozando infantilmente de su reacción negativa. Entonces fue cuando perdió el poco respeto que le guardaba.
—No soy tributo de nadie, Talia —protestó.
Ella se sobresaltó por un segundo ante la dureza enfatizada en su nombre, pero de inmediato retomó la postura firme. Era de esperarse que Damian respondiera así.
—Lo serás. Ya está más que decidido.
Talia tuvo que alzar la mirada para compensar la diferencia de altura con su hijo. Arqueó la ceja para no dejarse intimidar por la mirada colérica que este le daba desde arriba. Su furia era evidente, tanto que su voz se volvió amarga y rasposa.
—Que me hayas parido hace más de veinte años no te da el derecho de decidir el resto de mi vida. Ya no soy un niño.
—Fue decisión de Ra's —aclaró ella, neutral.
—¿Por qué no te opusiste? —insistió el guerrero.
—Nadie puede oponerse a las órdenes del rey. —Hizo una pausa—. Ni siquiera tú.
—No busco consideraciones especiales, sólo razón. ¿Acaso Ra's perdió el sentido común? Soy lo mejor que tiene —afirmó Damian con irritación. Sus dientes rechinaban—. ¿No se da cuenta de la decisión tan estúpida que está tomando? ¿Cuál es la trampa aquí?
La mujer sonrió. Parecía un niño otra vez.
—No hay trampa. Ya se ha acordado todo y no hay vuelta atrás. —Tan atrevida como ella sola, Talia se acercó hasta quedar a pocos centímetros de su hijo. Cernió sus dedos largos y elegantes en su hombro y, mordaz, le susurró al oído—: Te casarás con ese príncipe, te guste o no.
En un acto de frustración, Damian apretó los puños a sus costados. Estaba conteniendo los impulsos agresivos que nacían de lo más profundo de sí. Su razón, ahora nublada por la sensación de injusticia, se había convertido en harto coraje.
Si fuera una persona sensible, lloraría.
Pero no lo era. Era altanero, crudo y jodidamente orgulloso. No le demostraría tanto de sí a una persona que se regocijaba con su sufrimiento, como su madre, que aparentemente disfrutaba verlo reaccionar ante la promesa de su vida arruinada.
—¿Así de fácil me entregas? —murmuró con un tono resentido que denotaba vulnerabilidad, pero no demasiada.
Fue mínima la parte del corazón de Talia la que se estremeció ante el deprimente panorama de su hijo resignado. Al final, no importaba cuánto amara, ni siquiera si lo hacía de la manera correcta. Entre la tiniebla de las ambiguas y estrictas enseñanzas al Ghul, sólo se vislumbraba el hecho innegable de que entregarlo al otro imperio sería la resta a un potencial problema para el reino. Ra's había tomado una decisión inteligente y beneficiosa. Eso pesaba más que cualquier pizca de añoranza maternal.
La hija del rey carraspeó antes de dar el veredicto final.
—Siempre has sido mi peón en la guerra, mi carta maestra. Sencillamente estoy cambiando el juego que tenía preparado para ti.
Damian desvió la mirada hacia otro lado, luego repitió las palabras de su madre en su mente una segunda vez. Alzó la mirada y la confrontó con un par de ojos esmeralda que exigían respuestas.
—Dijiste que no fue tu decisión.
Ella sonrió como el mismísimo demonio.
—Digamos que contribuí.
Y entonces se dio la vuelta, perdiéndose entre los árboles del bosque de modo que Damian quedó solo nuevamente. Suspiró, pasó las manos por su cabello y sintió su corazón agitarse de pánico. Sin saber dónde más descargar sus emociones, golpeó un árbol, y después otro, y otro y entonces... Se detuvo y se arrodilló en el pasto, jadeando. Podía sentir la rabiosa adrenalina avanzando por todo su ser, calándolo, fastidiándolo, con esa vocecita interna que le decía que su vida se iría a la mierda por esa decisión.
Iban a privarlo de su libertad y de su más grande sueño... Todo por asuntos que no tenían nada que ver con él.
Ni en el lugar más recóndito de su orgullo importaba el hecho de que lo considerasen tan importante como para darle el mismo valor que el de un príncipe de sangre pura. En ese momento sólo podía sentir ira hacia su madre. Su abuelo estaba exento de ella, pues a pesar de que técnicamente fue él quien lo entregó, Talia tenía razón: nadie podía oponerse a las órdenes del rey.
Pero Damian realmente desearía que hubiera una forma. No quería casarse con ese maldito príncipe.
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