La piedra del sello, parte I -XXXIX-
Eneon fue el primero en poner un pié al final de la escalinata de caracol y fue seguido por Garamon y Tragoh, quienes espada en mano se acercaron a la puerta entreabierta.
—¿Therenas?¿Lord Condrid? — Eneon anunció su llegada alzando la voz, con dejo de impaciencia—. ¿Todo en Orden?
Empujó la firme puerta con la izquierda, mientras apretaba con nerviosismo la empuñadura. Notó de inmediato que estaba todo muy silencioso y el corazón le palpitó con fuerza, al inyectarse con la adrenalina que le producía aquel dilema: no sabía con que se encontraría del otro lado, pero el penetrante aroma en el aire nada bueno le insinuaba.
Al mirar hacia la sala, la macabra escena sació su incertidumbre y golpeó todo su cuerpo con un escalofrío; el que terminado de recorrerlo, le puso en situación de alerta. Frente a él y el resto del grupo que le seguía, se hallaban esparcidos en el suelo los cuerpos de quien supuso eran sus compañeros. Humeaban y sus rostros se hallaban carbonizados. En el centro de la sala descubrió al instante la figura exhausta de Therenas y uno de los soldados de capa parda, que les salieron al encuentro.
—Therenas —llamó con voz queda, y enfundó su espada para ir a su encuentro— ¿Qué demonios ocurrió aquí?
El paladín pareció titubear un momento, examinó a Eneon de pies a cabeza y le quitó los restos de sangre al filo de su arma con el antebrazo antes de responderle.
—Están muertos —sentenció apoyando la palma de su mano en el hombro de Eneon—. El maldito Bárbaro y lord Condrid están muertos.
Eneon y quienes venían con él, advirtieron en el semidesnudo cuerpo de aquel gigante lleno de tatuajes que yacía tendido a un lado de la sala. En ese instante Lidias irrumpió en la estancia y llevándose una mano a la boca, ahogó un gemido de espanto.
Los cuerpos hedían a carne quemada, la sangre ennegrecida regaba todo el lugar y había extremidades mutiladas esparcidas en el suelo. El solo presenciarlo le provocó a Lidias una espontánea arcada, que contuvo llevándose el dorso de la mano a los labios. Su horror se acrecentó al notar como aquellos cuerpos que estaban enteros, se hallaban retorcidos y en un claro rigor mortis de dolor; habían sido quemados vivos.
A Therenas le sobrevino una expresión de evidente sorpresa al verla, que de no haber estado tan fuera de contexto, quienes le prestaban atención hubiesen acertado en descifrar en su rostro la impresión. Con la tez empalidecida y un ligero tartamudeo en la voz, el paladín lanzó al aire su notable sobresalto:
—No puede ser ¿Qué hace ella aquí? —exhaló, mientras reculaba dos pasos.
—¿Qué? —Eneon, al igual que los presentes se mostraron algo confundidos. Mas el paladín respondió enseguida a su hermano de orden—: Cierto, es sorpresivo entendiendo lo peligroso que se ha tornado esta situación, pero la reina ha decidido venir aquí ya ves, porque... —No supo la respuesta, y es que en verdad la ignoraba.
—Therenas ¿Qué pasó con Condrid y el Libro? —interrumpió Lidias, haciendo garra de su coraje y apretando el estómago para contrarrestar las náuseas—. Lo siento si he de ser tan directa, pero la situación es urgente.
—Lo entendemos mi señora, Therenas acaba de confirmarnos que les han muerto —explicó Eneon, intentando retomar su tono de calma, al notar que su compañero tardaba un instante en resolverse—. Al parecer son los únicos que sobrevivieron ¿Qué fue lo que pasó, hermano? —terminó preguntando al paladín.
—Yo... —argumentó Therenas, deglutiendo y recuperando el tono—-. Intenté protegerlo, todos lo intentamos. Pero esa bruja usó sus artimañas contra la guardia. Luego el fiero ataque del guerrero Bárbaro, acabó con la mayoría; casi me cuesta la vida detenerlo. Pero lord Condrid no tuvo oportunidad, esa mujer le arrebató el libro y lo quemó vivo frente a mis narices y... Perdóneme, mi señora. No, no pude detenerla.
Lidias avanzó y pasó de Therenas, se detuvo frente al cuerpo cuyas vestimentas estaban intactas, mas su piel en carne viva, le dejaba irreconocible.
—¿Condrid? —lanzó la pregunta al aire, cuando la respuesta era en lo practico innecesaria. El atuendo delataba que se trataba del protector del reino.
—Esa bruja abrió el Libro frente a él —explicó Therenas—-. La lucha contra el bárbaro no nos permitió salvarlo.
La mueca de espanto se le había asentado en el rostro nada más ver su cadáver, aquello era lejos la muerte más horrible que podía imaginar. Condrid murió desollado vivo, su piel no estaba allí, había sido arrancada por la fuerza que manaba del libro. «Imagino o quiero creer que es lo que merecías, infeliz», meditó Lidias y titubeó un momento antes de hincar una rodilla y agacharse junto al cuerpo. Por instinto se cubrió la nariz y la boca con el dorso del brazo y miró en otra dirección evitando verle los globos oculares desprovistos del parpado; aquellas dos esferas de iris azulada, tenían un reflejo opaco y mortecino. «Así que fue Anetth. Indeseable bruja, robó también mi venganza. Solo espero que allá en la morada de Celadora, recibas el castigo que mereces y todas las vidas que cegaste te atormenten en su reino toda la eternidad».
Lidias se quitó el brazo con que cubría su boca y escupió el cuerpo inerte de Condrid, luego una solitaria lagrima resbaló por su mejilla. Quizá se abría arrepentido de su último gesto, por eso luego rezó en voz alta:
—Vete con mi perdón, infeliz hombre. —Se puso de pié—. No será mi espíritu el que se malgaste atormentándote, no. Siempre fuiste solo un títere, ahora tu muerte ha revelado al verdadero enemigo.
Se volteó hacia los hombres que la observaban sin decir nada y aguantando la mirada de Therenas le preguntó:
—¿Cómo escapó? —Miró en derredor—. Tenemos que encontrarla, no puede haber salido de aquí, así sin más.
—Su cuerpo se hizo el de un ave —explicó Therenas, con la voz consternada—. Ella voló, huyó por la aspillera antes del temblor.
—Eneon —pidió Lidias—. Hay que encontrarla enseguida.
—Así se hará mi señora —acató el caballero y lanzó un gesto al resto del grupo—. De seguro volverá con el ejército que nos asecha.
Tras el umbral, Verón aguardaba mirando la escena desde la penumbra. No se decidió a entrar al escuchar lo que su corazón ya le venía advirtiendo, antes de subir cada peldaño. Se detuvo entonces a medio camino de la puerta ya abierta, y desde su posición observó a Lidias con su rostro grave y la mirada aterrada; a Eneon y los hombres confundidos e igual de consumidos por un dejo de desesperanza, que bañaba el ambiente y penetraba más que las palabras.
Antes de que la reina y el grupo de abrumados hombres diera media vuelta y se dispusiera a salir de aquella sala de la muerte, Verón miró en el rostro de Therenas y el mudo soldado a su vera, que bañado en sangre ajena mantenía el rostro en una expresión tan vaga como la mirada de Celadora. Algo no andaba bien, y no sólo aquello que parecía evidente y por supuesto urgente; Agneth había escapado con el libro de Lilihat y a juzgar por los eventos recién ocurridos, era posible que ya estuviera haciendo uso de su poder, mas había algo fuera de ello que le intranquilizaba. Volvió el rostro hacia las paredes oscuras y esperó a que la comitiva resolviera bajar otra vez la torre.
—Mi señora, por mucho que esa bruja se halla hecho con el libro, es improbable que logre adquirir poder tan grande que no seamos capaces de frenar a tiempo —explicó Eneon, tras cruzar el umbral y pasar frente a Verón—. Primero debería leer y comprender cada uno de los escritos en él. ¿No es así como funciona, señores? —se dirigió a los dos interventores que le acompañaban.
—En teoría así debería ser —respondió Tragoh—. El paladín tiene razón en eso, mi señora.
Lidias negó con la cabeza mientras aceleraba el paso al bajar las escalinatas, a la vera de ambos. Se detuvo frente a la aspillera que daba al Oriente y observó de reojo la turba que desde esas alturas se veía como una gran mancha oscura, que se derramaba sobre la nieve de las afueras.
—Van a tomar este fuerte —sentenció en voz alta, e inspiró con fuerza intentando serenarse—. ¿Por qué veo a tan pocos hombres en las almenas?
—Mi señora. —Eneon bajó un escalón más y le tocó el hombro—. Al parecer todo esto era plan de lord Condrid, mando enviar a la mitad de la guardia parda, a engrosar las filas del ejército que planeaba enviar contra el Imperio.
—Estúpido —berreo con impotencia—. Fue engañado, usado y encima nos deja a todos en manos de un enemigo que bien podría no solo aplastar estos muros, sino que arrasar con el reino entero si así se lo dispone.
—Señora, por años el reino ha estado a salvo de estas bestias —intervino Garamon, mientras retomaban el descenso—. No será hoy la excepción, están en desventaja mientras estemos aquí, jamás han podido atravesar estas murallas.
—Nunca estos muros han contado con una baja tan grande de soldados, y tampoco en la historia del reino se ha contado que los Bárbaros se hallan agrupado de este modo —aclaró Lidias—. No había pasado antes, y no habría pasado si no supieran bien lo que hacen. No sé con certeza que planean, pero tienen en sus manos el libro de Liliaht y el archiconocido deseo de recuperar las tierras de las que fueron expulsados.
Salieron de la torre y se encontraron de frente con el alboroto de los soldados moviéndose de un lado a otro y los gritos de los oficiales, ordenando a los ballesteros y arqueros que se apostaban detrás de las almenas. A Lidias le extrañó no ver a Fausto, levantó la mirada buscando a Lenansrha en lo alto del torreón y tampoco la halló.
—¿A dónde quiere llegar? Quiero decir ¿qué está insinuando, mi señora? —Aunque el tono de Therenas era extraño, la respuesta que exigía fue esperada por todos quienes clavaron miradas en Lidias.
—¿No fue acaso Liliaht quien desterró para siempre a los Bárbaros y sus dioses los dragones? —Lidias miró a Therenas con cierto actitud desafiante, algo en su actitud le molestaba—. El terremoto de hace un momento coincidió con la erupción del Crisol. Ni en toda la locura de Condrid me habría esperado que con el libro intentase despertar a los que duermen hace siglos, pero de quienes en la época de sufrimiento ya les adoraban... ¿Es que acaso podrían estar seguros de que esas no fueran esas sus intenciones?
Verón que escuchaba atento lo dicho por Lidias, se volteó en el instante que hacía su último comentario y gritó:
—No podrían. —Sonrió con aire aliviado, mas enseguida volvió a ensombrecerse su rostro y profirió—: Pero me temo que ellos ya lo saben. Sea como sea, nuestra esperanza vuelve a residir en estos muros.
—¿A qué se refiere, maestre Verón? —inquirió Lidias.
—Creo que teníamos la misma corazonada, mi reina —sentenció el maestre—. Pero no ignore que en este mismo fuerte reside una de las piedras del sello.
Therenas miró a Verón por la rabadilla del ojo, pretendiendo concentrar su atención en el jaleo y el ejército que había afuera. Mas en realidad escuchaba con toda atención lo que el maestre relataba, asentía con la cabeza a momentos y evadía la mirada de Lidias quien debes en cuando le buscaba e inspeccionaba.
—Ignoro en dónde se halle escondida, pero sé que está dentro de estos muros —decía Verón—. La piedra, junto a las demás mantiene al gran Dragón en un eterno sueño, pero ese no es su único propósito. Cuenta la historia que luego de dormir a Wrym, las bandadas de dracos y dragones menores que todavía siguieron surcando los cielos, errantes y sin líder; jamás lograron volver a estas tierras y seguir amenazando a los sobrevivientes.
—El poder de la piedra residente en Theramar, les prohibió el acceso —conjeturó Lidias al instante—. Aun despertando a los dragones, ellos no podrán acercarse al reino mientras la piedra se mantenga aquí ¿verdad?
—Así es, mi señora —aseveró Verón, mas en su rostro se adivinó el conflicto—. Estos muros y el reino podrán estar a salvo del ataque de dragones, si es que han despertado a alguno. Mas si así fuera, y alguna de esas bestias ha vuelto a ver este mundo, entonces será porque alguna de las siete piedras ha sido destruida y el conjuro de llamada invocado.
—¿A qué se refiere maestre ? —preguntó está vez Tragoh—. Ninguna piedra ha abandonado su morada hasta ahora, o ¿sí?
—Quiero creer que lord Condrid no habría sido tan ingenuo de entregar la que reside aquí. Pero tengo ciertas dudas de si todavía se mantienen bien guardadas las que custodia el reino libre de Reden, en el norte y el páramo congelado dominado por la Dama Fría. —Verón hizo un movimiento de negación con la cabeza—. Aunque dudo que los salvajes hallan atravesado el Norte Blanco, y alguna noticia habríamos tenido de los hombres de Reden.
—Si ninguna piedra ha sido rota, entonces ¿cómo es posible que el Crisol haya hecho erupción para llamar a los dragones? —Interrumpió Garamon—. Está claro que ninguna de las cuatro que custodia el imperio ha sido tocada. Solo queda pensar que lord Condrid si ha cedido la que custodiaban estos muros.
—Ahora mismo lo dudo, pero si así fuera Lenansrha lo sabría y nos lo habría advertido —renegó Verón—. Ella indagó en la mente del comandante del fuerte. Por lo que sé, sólo él debería conocer el lugar exacto en donde ocultan la piedra. Si él no la entregó, entonces nadie más pudo haberlo hecho.
—Si es así, entonces lo que ese ejercito busca es quitarnos la piedra —intervino de pronto Therenas—. Hay que ir a buscarla, sacarla de aquí cuanto antes. Como pinta la cosa en cualquier momento se desatará una batalla, y bien lo ha anunciado nuestra señora: aquí hay la mitad de hombres que se necesitan para defender el fuerte. No seamos ingenuos, van a entrar de uno u otro modo y si tienen razón, van a destruir la piedra.
—¿Propones que nos larguemos y nos llevemos la piedra? —preguntó Verón—. El poder inhibidor que mana de ella, y que impide que los dragones se acerquen tiene un rango limitado. Si la sacamos de su sitio, se apagarán los potenciadores que rodean todo el reino.
—Pero si la piedra sigue intacta en su sitio, entonces los dragones todavía duermen ¿No fue eso lo que dijo? —Frunció el ceño, y buscó en el grupo aprobación.
—El volcán ha hecho erupción, hace meses que sobrevienen temblores y los pequeños animales están huyendo a zonas más occidentales. Todo apunta a que una piedra ya se ha roto —sentenció Lidias y cerró los ojos meditando un instante—. Lord Verón ¿Qué hacía Lenansrha hace un rato sobre el adarve?
—¿Qué? —El maestre la miró confundido.
—Ella insistía en que el afán de Condrid era despertar a Wrym —reveló Lidias, mientras su sorprendida audiencia le prestaba toda su atención—. Creo que Lenanshra está al tanto de algo que ignoramos, y no quiero creer que sé que es.
—Cree que podría habernos traicionado —tanteó de pronto Eneon—. ¿Ella?
—No —contestó en seco. Luego se dirigió a Therenas y ordenó—. Tienes razón paladín, ve y busca al comandante. Hay que sacar de aquí la piedra del sello.
—Como usted ordene, mi señora. —Therenas dio una sobreactuada reverencia y partió a cumplir con el mandato—. Estaré de vuelta con él en un momento.
Verón se acercó despacio al oído de Lidias y algo irresoluto le susurró:
—¿Está segura de esto? —Se cercioró de que la guardia parda no lo oía y agregó—: ¿Vamos a abandonar el fuerte a su suerte?
—Nadie habló de irnos de aquí —aclaró enseguida—. La piedra se va, nosotros y hasta el último hombre en pié que se quede defenderemos estos muros.
—No —rebatió Eneon—. Usted y un guardaespaldas se irán lejos de aquí con la piedra.
—Comprendo tu preocupación paladín, pero mi decisión ya está tomada. —Lidias dio media vuelta y buscó en lo alto y en todas direcciones—. Ve a terminar de preparar la defensa, vamos a rechazar a los salvajes hasta que Roman venga con refuerzos.
»Que monten un grifo y viajen a su encuentro, si para entonces no ha logrado entenderse con los capa plateada, la firma del comandante de seguro tendrá que convencerlos: esta es una situación de urgencia.
—Como diga —acató el paladín y se retiró enseguida, acompañado por los guardias que acompañaban al grupo incluido el que sobrevivió junto a Therenas.
—¿Dónde está Fausto? —preguntó Lidias al maestre Verón.
—Venía detrás de mí cuando subíamos a la torre —respondió con seguridad—. Se habrá quedado aquí, temiendo que viniera otra replica.
Lidias encogió los hombros y contempló el cerrado cielo. Oscuros nubarrones avanzaban desde el Norte, mientras que desde el Sur, una nube de cenizas abrazada por centellas amenazaba con cubrirlo todo. La voz urgente de Fausto llamó su atención y le hizo volver la mirada hacia la entrada de la torre frente a ella. De allí salió corriendo a su encuentro.
—¡Lidias! —dijo casi a los gritos, antes incluso de llegar a su lado—. Era cierto, ya ocurrió o va a ocurrir y ¡toda piedad! Tenías razón.
—Espera Fausto, respira ¿Qué ocurre? ¿Dónde estabas? ¿De qué me estás hablando? —inquirió Lidias a mansalva, a tiempo que poniéndole una mano sobre el hombre intentaba calmarlo—. Estaba buscándote, iba a gritar tu nombre en este momento. Necesito que te vayas de aquí.
—Si —respondió de forma casi involuntaria, luego se arrepintió y retractó en el momento—, quiero decir, no ¿Ahora?
—Fausto, estás como un loco ¿Qué pasa?
—Que se han despertado los dragones —resolvió con los ojos casi fuera de sus orbitas—. Claro que me quiero largar de aquí, nada bueno es lo que se viene. Pero no me iré sin ti y sin... la elfo.
—¿Dónde está Lenanshra? —asumió de inmediato que tenía que ver en lo que Fausto le contaba—. Te lo ha dicho ella, ¿dónde fue ahora?
—Allí arriba. —Apuntó la cima de la atalaya frente a sus ojos—. Dijo que debíamos irnos de inmediato. Ella me dio esto. —Metió la mano en el saquito que colgaba de su cinto y buscó en él un objeto.
Lidias no alcanzó a ver lo que Fausto le iba a mostrar, cuando un grito de alerta proveniente de las murallas cobró toda su atención.
—¡Nos atacan! —se oyó gritar— ¡Los salvajes nos atacan!
El estruendo provocado por la enorme roca impactando contra las defensas del fuerte, fue la clara señal de que la hora de la batalla había llegado. Tanto Lidias, como Fausto se cubrieron de forma instintiva con los brazos sobre la cabeza y viraron mirando en dirección a la frontera.
—Ha comenzado —sentenció Fausto con la mirada aterrada—. ¡Están asediando las murallas!
Lidias buscó a Verón, quien daba órdenes a los dos Interventores que le acompañaban. El maestre la miró y corrió hasta ella diciendo:
—Tengo que volver a insistir, mi señora. —Verón le tendió la mano para que ella la cogiera—. Déjeme sacarla de aquí. —Apuntó con la mirada al grifo, quien encabritado extendía su par de alas anhelante de salir volando.
En el semblante de Lidias podía apreciarse su indecisión, para ella la voz de Verón se oyó distante y el tiempo le pareció correr más lento. Escuchó los gritos de los capitanes y la respuesta cargada de nerviosismo de los soldados; se cargaron los arcos, se tensionaron los onagros y enseguida se ejecutó la respuesta a la ofensiva. La batalla ya era una realidad, y aunque había estado pensando en ella desde que vio el enorme ejercito a las afueras del fuerte, recién era ahora que le tomaba el real peso a lo que ello significaba.
Percibió otra vez la voz de Verón que la tentaba a huir, mientras Fausto a su lado todavía con los brazos protegiéndose la cabeza miraba con expresión ansiosa. Se irguió y volteó hacia la muralla que recibía el intermitente castigo de los trabucos de asedio, desde su posición pudo ver las enfebrecidas columnas bárbaras que había abajo; el corazón se le agitó, la garganta pareció cerrársele y su voz aunque quería decir algo, se negó a salir. Entonces volvió a girar y enfrentar a Verón, cogió la mano que le ofrecía y asintió con la cabeza.
El maestre corrió guiando a Lidias hacia el grifo, mientras la protegía de cualquier escombro u proyectil que pudiese llegar a alcanzarla, poniéndose a su flanco y alzando su gran escudo. Llegados hasta el animal, Verón cerró ambas manos ofreciéndole un peldaño para que pudiera montar.
—¡Fausto! —gritó Lidias apenas se montó sobre la bestia—. Yo te metí en esto y haré que salgas de aquí con vida, te lo prometo.
Sin dar tiempo a que el escudero se acercase si quiera, alzo el vuelo y en cosa de segundos alcanzó la atalaya sobre la que encontró a Lenanshra descargando su arco contra las primeras filas de los barbaros bajo la misma.
—¿Está Lenansrha guardabosques del Este, con Farthias y sus hijos? —clamó Lidias cuyo torso sobresalía por sobre las almenas.
La elfo ladeó su cabeza en dirección a Lidias y poniéndose de pié corrió hasta las almenas, brincó sobre una de ellas y se montó al grifo que ella jineteaba.
—Prometí que te ayudaría a recuperar el Libro —sentenció Lenansrha—-. Todo lo demás vendrá por gentileza de la casa.
La bestia alada sobrevoló las interminables columnas de salvajes, que parecían un oscuro mar furioso bajo sus alas. Mientras el aire helado se colaba por entre los cabellos de Lidias y Lenansrha, quien tensaba y destensaba su arco liberando letales virotes que se hundían certeros en los desnudos pechos de aquellos bestiales guerreros bajo ella.
El cielo oscurecido y la nieve que comenzaba a caer copiosa y densa, dificultaban la visibilidad; aquello era una ventaja para ambas aguerridas jinetes, que intentaban disminuir las filas de enemigos.
—¡A los trabucos! —gritó la elfo—. Acércanos a sus colosos de madera.
Lidias acató el plan de Lenansrha y guió al grifo lo más cerca que pudo de uno de los trabucos que se destensaban de manera incesante. Eran rústicos troncos de pino, adaptados en un extremo para soportar un contrapeso que consistía en sendas rocas, y en el otro una cazoleta en la que dos bárbaros depositaban los pesados proyectiles que arrojaban contra los muros.
Una vez estuvieron casi sobre la armazón de madera y huesos de Nordren, Lenansrha puso un nueva flecha en su arco y una vez lo lanzó se encendió en llamas azules. Incrustado en un costado del trabuco, el virote estalló y enseguida las llamas devoraron todo el armazón.
Lidias miró hacia abajo, y aunque algunas flechas intentaban alcanzarlos estaba cierta de que con la altura que había tomado el grifo, era imposible que alguna les diera. Entonces buscó acercarse al siguiente trabuco, momento en el cual divisó en la distancia a otros tres grifos que montaban los paladines del reino.
—Quizá solo estemos retrasando lo inevitable —sopesó Lidias—. Pero vamos a defender lo nuestro con uñas y dientes, mientras podamos —Hablaba para sí, revelando sus pensamientos en voz alta.
—Eres grande hija del norte —sentenció Lenansrha, alentadora—. Pero tarde o temprano tendrás que sacar a tus súbditos de aquí, lo inevitable es y sabes que nada puede frenarlo. No de momento, si no encontramos y nos deshacemos de Anetth.
—¿Ya lo sabes?
—La fuerza con que tus pensamientos cruzan tu mente, hacen que no percibirlos me sea imposible —explicó Lenansrha—. Estaba equivocada con Condrid, pero sin duda esta situación es todavía peor.
—¿Por qué estabas tan segura de que esto podría pasar? —inquirió Lidias, sin poder obviar aquello que tanto la intrigaba.
—Tienes que llevarte de aquí la piedra del sello. —Lenanshra disparó una vez más su flecha inflamada y otro trabuco ardió—. Es la esperanza para tu pueblo y para Thyera, no sea que te ocurra como a madre.
****
Therenas se abrió paso por una serie de pasillos estrechos y oscuros, guiado por un hastiado Gerarth. Quien de no ser porque el paladín había prometido liberarlo, se habría negado a acceder llevarlo a la Cámara de la Piedra.
—Así que la han cagado —comentó volviéndose para mirar entre la penumbra el rostro de Therenas—. Se cargaron a líder bárbaro y de paso se perdieron a lord Condrid. Maldita la hora en que irrumpieron aquí, vamos a morir ¿Lo saben?
—Ha callar gordinflón y mueve tu gordo culo. Es importante que lleguemos a la piedra cuanto antes —anunció el paladín.
—¿Y cuál es el apuro? —carraspeó Gerarth—. De allí no se va a ir, nadie sabe siquiera de su existencia. Dudo que los salvajes lograsen encontrar este pasadizo oculto, aun cuanto inminentemente tomen el fuerte. —Escupió una flema al piso.
—Qué asco de hombre —expresó Therenas—. ¿Cuánto falta ya para llegar?
—Ya estamos aquí, so impaciente —rabeó el comandante—. ¿Pero qué demonios...?
Frente a ellos había una gruesa puerta que les separaba del siguiente habitáculo, se hallaba entreabierta y en el piso estaba lleno de una hojarasca reseca y trozos de lo que parecían tallos deshidratados.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —indagó Therenas, intuyendo que algo andaba mal.
—No está. —Gerarth empujó la puerta y metiendo la antorcha en la pequeña salita de piedra, notó que estaba vacía—. La piedra no está aquí, la han robado. —Comprobó con horror que aquello que venían a buscar había desaparecido.
—Aquí apesta a elfo —sentenció Therenas con enfática ira, de pronto dejó de hablar en tonos graves y se tornó su voz algo más aguda, como una voz femenina—. Maldita perra, debí haberla matado cuando tuve oportunidad.
—¿Qué demonios? —Gerarth giró sobre sus talones, y encarando al sitio en donde debía hallar a Therenas, encontró a una mujer vestida con las mismas doradas armaduras y alzando la espada—. ¿Quién eres tú?
—Hola —saludó Agneth, con una ladina sonrisa—. Y adiós.
La hechicera dejó caer la espada en línea recta contra la cabeza del comandante, pero el orondo hombre interpuso en su trayectoria, la cadena con que se maniataba sus muñecas; acto que le valió salvarse, por un instante.
—Vamos no lo pongas difícil, gordinflón. —Meneó la cabeza y jaló el cabello hacia atrás.
Volvió a levantar la hoja, pero su limitada fuerza física y delgada contextura, no le permitía moverse con facilidad en aquella pesada armadura. El comandante aprovechó la oportunidad para lanzarse contra Agneth y taclearla con su robusto hombro, logrando tumbarla sin dificultad. Le quitó en un movimiento el arma e intentó con ella asesinarla, mas en aquel mismo instante un choque de energía en su pecho lo lanzó en el aire e hizo que se estrellara contra el techo de piedra de aquel sótano; noqueándolo de inmediato.
—Estúpido humano —escupió Agneth al levantarse—. Pensé darte una muerte más limpia, no la quisiste. —En un abrir y cerrar de ojos su piel y cuerpo cambiaron; volviendo a tomar el aspecto del paladín Therenas.
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