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El peso de una promesa, tercera parte -XXXX-


                   Estaba exhausto, la respiración pesada y el dolor punzante bajo sus costillas era señal de que ya no podía más. Miró a sus hombres hacia atrás, y descubrió en la expresión de sus rostros la extenuación que también les podía. Se volvió una vez más al frente, contemplando el páramo de hierbas ralas y fangoso suelo cubierto de cadáveres; entonces comprendió que era momento de detenerse. Incluso le pareció volver a oír las palabras que le había gritado Ledthrin antes de entregarse al frenesí de la persecución. "Se retiran, Isildon. No vale la pena perseguirlos, es momento de replegarnos", y a las que una vez más no había hecho caso.

—Estamos cansamos, señor —fue la exhalación general, que recibió de parte de sus hombres al mirarlos.

—Es momento de regresar —contestó Isildon, recuperando el aliento y restregándose con el antebrazo la sangre y sudor mezclados en su frente—. Se han escapado solo unos cuantos, volvamos al campamento.

En lontananza todavía podía verse las siluetas de los salvajes corriendo hacia las colinas, intentar darles alcance era desperdiciar fuerzas innecesarias, a todas luces el enemigo estaba huyendo derrotado. Dieron media vuelta y con el paso más cansado, regresaron al campamento a ya varias horas de distancia.

El descampado del bosque en que se emplazaba el reducto, albergaba en aquel momento a un centenar de hombres. Más de la mitad estaba herido de diversa gravedad, sin embargo, los ánimos de celebración tenían un doble propósito: levantar los ánimos después de la batalla y reponer la moral de las tropas, que en algún momento había decaído.

Ledthrin recorría el campamento en silencio, todavía no regresaba a su tienda y se quitaba la sangrienta pechera con que cubría su cuerpo. El plateado antes brillante y bruñido que le envestía de centurión, deslucía opaco y manchado tanto por la triste luz del atardecer como por el barro y la sangre depositados en él, luego de la batalla. Llevaba el semblante en una expresión ensimismada y la mirada oscurecida, a pesar de que la victoria en gran medida era meritoria de él. Por más irónico que pareciera y aunque todos los hombres reconocían que era así, Ledthrin era el que menos dispuesto se mostraba a celebrar por su merecida hazaña.

Se acercó a una de las fogatas encendidas y extendió ambas manos con afán de calentarse; estaba cayendo la helada de la tarde y el viento sur que soplaba con fuerza, anunciaba una noche despejada y fría. Oyó a lo lejos risotadas de los soldados y llamó su atención un gutural sonido de tono más femenino, se decidió entonces acercarse y comprobar lo que su juicio ya le había evidenciado.

—Hombres ¿qué demonios hacéis con estas mujeres? —llamó la atención de un grupo de soldados, que rodeaban a una hembra Bárbaro maniatada y semidesnuda.

—¡Señor! —Se cuadraron los hombres—. Íbamos a comenzar a celebrar.

—Centurión Aldeon nos dijo que podíamos repartirnos a estas furcias —explicó uno de los soldados—. Pero si usted quiere tomar a alguna primero, o a todas ellas estará bien.

—No, no tomaré a ninguna de ellas —sentenció Ledt con voz áspera—. Y ninguno de ustedes lo hará.

—¿Cómo? —preguntó uno de los soldados, frunciendo el ceño con exageración.

—Humillar así al enemigo no es conducta apropiada para soldados imperiales —dictó con seriedad.

—Pero es nuestro derecho, señor —alegaron en grupo—. Estas hembras no son más que animales y son nuestro botín de batalla.

—Los Bárbaros violan, saquean y toman por esclavos a los nuestros; si demostráis ser distintos a ellos, quizá logre ver la diferencia —aclaró Ledthrin y miró a las Cazadoras atadas de pies y manos en jaulas de madera—. Denme una antorcha, posiblemente esté salvándoles la virilidad después de todo.

Tomando la vara encendida que le habían ofrecido, se acercó a la jaula en donde otras cuatro Cazadoras permanecían inmovilizadas. La abrió y luego de inspeccionar receloso, cogió con cierta brusquedad a una de ellas y la jaló fuera. Una vez frente a los hombres, apretó con fuerza entre las muñecas y el antebrazo de ella, y con un movimiento rasgó el brazal de cuero con que envolvía su pálida piel.

El cuchillo que salió despedido y se clavó en la tierra a los pies de un soldado, sorprendió al grupo y al propio hombre que hacía peripecias para intentar volver a abrocharse los pantalones.

—No sé a cuantas mujeres Bárbaro habrán capturado con vida antes, ni quiero imaginar lo que han hecho con ellas —expuso Ledthrin y miró a los soldados a los ojos, sin dejar de mantener atención en la mujer a la que todavía apretaba con firmeza—. Pero estas no son como cualquier guerrera salvaje. Una Cazadoras Rah-Da jamás se doblega ante el enemigo, y como no se rinda, no tendrá reparo en abrirse la barriga y estrangular incluso usando sus viseras si le es posible y necesario. Morir para los Rah-Dah es una bendición, si con ello logran cargarse al enemigo.

Ledthrin desenfundó el gladio en su fajín y agarró el cabello de aquella mujer con la otra mano, luego con rapidez rebanó la trenza y la empujó de regreso a la celda. De inmediato gritos y maldiciones guturales, que aquellos que presenciaban no comprendían, se apoderaron de aquel sector del campamento.

—Sin su larga trenza, no volverán a comandar ejercito alguno, ni serán recibidas como guerreras. —Tiró la trenza al suelo y miró a las otras—. Libérenlas al amanecer, no podemos tomar rehenes que no nos brinden ninguna ventaja. Y más vale que guarden la lascivia para sus esposas o desahoguen en algún burdel de la metrópolis al regresar; no hagan a estas mujeres lo que no queréis ver multiplicado en vuestra gente si un día cobran venganza.

—Entonces no liberemos a estos animales —dijo uno de entre el grupo—. Matémoslas ahora mismo.

—Serán liberadas al amanecer y no se hable más —fue la firme orden que llegó repartiendo Isildon—. ¿O es que acaso no han oído ya a su superior?

Con el paso cansino, la armadura maltrecha y el semblante hastiado; Isildon se abrió pasa detrás de una de las tiendas y apareció tras Ledthrin, enfrentando a los hombres. Los soldados se cuadraron enseguida, mientras que Ledthrin se volteó con rapidez buscando los ojos de su primo y saludándole con una pequeña reverencia.

—Córtenles a todas sus malditas trenzas y déjenlas ir al amanecer, con luz del día será menos peligroso —volvió a intervenir el tribuno—. Ledt, tu vienes conmigo —sentenció al final e invitó a su primo con una venia.

Dejando atrás a los hombres y a las prisioneras, se dirigieron a la tienda de Isildon. En el camino todavía podían oír el rechistar de los soldados y los gritos de las salvajes mujeres; ninguno cruzó palabra hasta que Isildon interrumpió el incómodo silencio.

—¿Qué demonios están diciendo? —preguntó casi al llegar hasta la tienda.

—Amenazas —respondió Ledt con la mirada al frente—. Ellas prefieren morir antes que perder de aquella forma su honor. La trenza que pende de sus cabezas es la señal de su gloria como guerreras, jamás la cortan y si eso llega a ocurrir será tomado como la mayor deshonra que podrían sufrir. Sin su trenza no podrán convertirse en dragones al otro lado del portal y si mueren quedarán fuera de las puertas de Fegha-enkka.

—¿Fegha-enkka? —repitió con tono curioso— ¿Qué es esa mierda?

—El nombre que recibe el portal al otro mundo, según la costumbre Bárbara. —Ledt se mostró serio, no parecía notar que su primo le estaba de algún modo tomando el pelo.

—Ya y no vas a decirme que crees esa porquería ¿verdad? —Isildon se le había acercado y le habló casi susurrando, luego le dio un codazo amistoso y añadió—. ¿verdad?

—Eso no importa, lo que importa es que ellos lo creen y al igual que al resto de culturas en Thyera merecen ser respetados —zanjó.

Isildon guardó silencio hasta que entró en la tienda e invitó pasar a su primo. Una vez dentro se quitó la sangrienta armadura, aseó su cuerpo y sirvió dos copas de vino que puso sobre un taburete de madera.

—Dime una cosa primo —comenzó hablando el tribuno, mientras alzaba su copa y miraba a Ledt a los ojos—. ¿De qué lado estás?

—¿Cómo dices? —Ledthrin no cayó enseguida.

—Acabas de revelarme la razón de aquella rara costumbre que tienen los salvajes de llevar esas largas trenzas. Has dicho que quieres que se les respete; vamos ¿Que se les respete? —Isildon bebió y continuó—. Dime ¿acaso no has querido matarlas para no dejarlas fuera del "portal" ese? —En el último punto rió y escupió algo del vino.

—No he querido matarlas, porque se encuentran en una posición desventajosa. Sería poco honorable asesinarlas, pero tampoco podemos llevar prisioneros ¿Qué haríamos con ellas? —Agitó la copa y observó el rosado vino oscilar en su interior.

—¿Estás bromeando? —Isildon lo miró inquisidor, luego bosquejó una sonrisa algo picara y divertida—. ¿Qué acaso crees que nuestros hombres no habrían encontrado un buen uso para esas hembras? Demonios primo, ¿Cuánto tiempo estuviste viviendo entre ellos?

—Siete años Isildon —respondió con pesar.

—Hombre ¿y no quieres vengarte? —sondeó—. Serán unos animales Ledt, pero me asombra que ignores la voluptuosidad de esas curvas y el tremendo porte de sus hembras. En la capital pagan muy bien por una esclava bárbaro, y hasta podrías tomar una para ti si lo quisieras ¿Qué te pasa? ¿Es que prefieres la sodomía?

—¡Dioses! Isildon —reprochó Ledt tornándose su rostro una expresión de repudio—. Esto tiene que terminar, sabes que de ninguna manera avalo la esclavitud. Y lo que les haríana esas Bárbaro aquí, no sería muy distinto de lo que ellos hacen con nuestras mujeres allá. Pagar con la misma moneda, no es el camino para resolver nuestros conflictos.

—¿Vas a beber? —sonsacó Isildon, mirando la copa llena en las manos de su primo.

—La verdad no —respondió Ledt y devolvió el cáliz al taburete, luego inquirió—: ¿Hasta dónde los perseguiste?

—Tarde seguí tu consejo otra vez —confeso dando un último trago—. Llevé a los hombres que me acompañaban hasta la extenuación, sin embargo, no conseguimos alcanzarlos.

—Juegan con nosotros —razonó, mientras se rascaba la barbilla.

—Huyeron despavoridos, Ledt —expuso Isildon, restándole cierta importancia—. Créeme que he visto al enemigo huir así antes, es a lo que estoy en realidad acostumbrado. Lo que ocurrió las pasadas jornadas sí que fue inesperado...

—Imprudente, yo diría —aclaró Ledthrin, interrumpiéndolo—. Si tú y tus oficiales hubieran tomado en cuenta mis advertencias desde el principio, todas esas muertes se podrían haber evitado.

—¡Ya basta! —Golpeó el mesón de madera, en el que se estiraba un mapa de la frontera—. Como sigas culpándome, dejaré de ser tan condescendiente contigo y me veré obligado a tratarte como sólo uno más de los centuriones a mi mando.

—¿Es una amenaza Isildon? —inquirió Ledt arqueando las cejas, a lo que la cicatriz en su izquierda se marcó todavía más—. Porque si es así no tenemos nada más que hablar. Me voy a mi tienda.

—Espera —se retractó—. No, no es una amenaza y todavía hay algunas cosas de las que me gustaría hablar contigo, primo.

—Escucha Isildon, la razón por la que estoy aquí es porque quiero ayudar a mi pueblo, a mi gente —señaló con convicción—. En mi viaje he podido enterarme de una situación que podría poner en peligro la paz en este lado de Sarbia.

—Eso —gritó de pronto—, es justo a lo que quería llegar. Tú sabes muchas cosas Ledt, cosas que me ocultas y quiero saber el porqué.

—Aquí no es el lugar para revelártelo, Isildon —esgrimió Ledthrin y apuntando con el índice su oreja explicó—: Prometí ser discreto y este sitio no es seguro para contártelo aunque quisiera.

—¿Desconfías de mí? —Se aproximó a Ledt y carraspeó un susurro— Primo, soy el tribuno aquí. Nadie que se entere de nada, hará movimiento alguno sin mi permiso y previa supervisión.

—De igual modo que dos centurias perecieron bajo el mando de tus "leales" hombres —recriminó Ledt—. No Isildon, no voy a exponerte lo que sé de momento, sin embargo, tienes que confiar en mí si te digo que tenemos que tener cuidado. Los salvajes a los que tú y la mayoría de tus soldados subestimas y tratan como a animales, están planeado algo grande.

» Sabes que fui esclavo en Escaniev. Y como esclavo aprendí la cultura del pueblo Bárbaro, sus motivaciones, su religión y sobre todo el apego a sus tradiciones. No son tan diferentes a nosotros, es posible que sean físicamente superiores; pero no es aquello lo debiera preocuparnos, sino su ferviente deseo de algún día regresar a las tierras que les fueron arrebatas y de las que fueron expulsados.

—Jamás podría Semptus permitir, que los adoradores de la bestia pisen otra vez estas tierras —sentenció Isildon y negó con la cabeza—. Siento que hay en tus palabras un dejo empatía hacia los salvajes, ¿Será que tanto tiempo entre ellos te ha convertido a sus dioses?

—No me ofenden tus palabras, primo —aseguró Ledt con un gesto sereno—. Y aunque tuve que matar para volver, y aunque comí por siete años de mano de los asesinos de mi padre, no puedo asegurar sin mentir; que sienta odio por el pueblo Bárbaro. Ellos hacen lo que tienen que hacer para sobrevivir en olvidadas, yermas y estériles tierras; a las que por causa de la invasión de nuestros dioses en ella tuvieron que emigrar.

» No, yo no puedo odiar a quienes luchan por una causa que a su juicio y el mío parece justa; mas no por ello dejaré de pelear como ellos harían y hacen, por su sangre hermana. Te digo entonces primo, que mi lealtad está donde está mi sangre, donde descansa mi amor y mis raíces.

—Me asombra escucharte —rezongó Isildon, sin embargo, palmoteó los hombros de su primo y aclaró—: Solo dime que debemos esperarnos de estos Bárbaros a quienes tanta indulgencia das, y te prometo que no volveré pasar otra vez de tu consejo, primo.

—La tribu con la que nos enfrentamos se rige bajo las ordenes de un todo poderoso patriarca, al que ellos llaman Khul —comenzó a explicar Ledt—. Del Khul se dice que venció al dragón de fuego que asolaba la tierras de Sud, ganándose la facultad de cruzar la barrera entre este mundo y el de los muertos. Desde aquel día Anshug dragón de hielo, les ofreció a sus hijos los bárbaros volver a su forma de dragones si hallaban la muerte, quienes mientras tuvieran por guía al Khul lograrían encontrar el portón hacia el otro mundo. Es por esa razón que todos los hijos de Anshug, adoradores del dragón siguen con fervor las órdenes de su líder y guía.

»Tengo entendido que Khul los últimos años, se ha resignado a seguir incurriendo en batallas por recuperar estas tierras y en su lugar ha estado explorando más al norte. Como bien sabrás del desastre de Arca Blanca y la perdida de las tierras del Norte Blanco, son obra de la pugna bárbara. Sin embargo, este repentino movimiento de tropas tan al sur, me hace suponer que planean asestar un gran golpe: los Bárbaros Rah-dah, no suelen atacar sin antes tener todas las posibilidades a su favor. Así ha pasado antes y así pasó hace siete años en el Norte, cuando perdí mi libertad.

***

Hiddigh entró al salón de baño con timidez, jamás había estado en un lugar como aquel y entre gente tan distinta a ella. Y aunque hacía mucho tiempo que no había sido tratada con tanta amabilidad y atenciones, en lugar de sentirse a gusto, le incomodaba ser visita en un sitio al que ni en sueños habría imaginado estar. La delicada sencillez con que todo estaba acabado, le ofrecía a cada habitación de la casa de lord elfo una grata sensación de calidez y confort. Y aunque el salón de baño no estaba exento de aquel toque, eran las impresiones de la muchacha, las que le mantenían tensa en tan grata morada.

Aún no había vuelto a ver a Ledthrin, aunque ya tenía noticias de su campaña en las fronteras. Se había estremecido cuando se enteró de la carnicería vivida por las tropas del tribuno Isildon, mas el alma le retornó al cuerpo cuando recibió la carta de Ledt y confirmó que estaba bien: volvería a verlo, le abrazaría sin reparos y no permitiría que volviese a dejarla una vez más. Con ese pensamiento en la mente, se sumergió en las tibias aguas de la pileta de baño.

Al cabo de unos minutos, apenas sintió los pasos a su espalda y la puerta cerrarse despacio. Volteó la cabeza con disimulo y cruzó la mirada con Nawey, quien descalza y envuelta en un fino paño semitransparente avanzó un par de trancos, hasta meter uno de sus pies dentro de la pileta.

—Está agradable. —Sonrió la elfo y se sumergió hasta los hombros.

—Sí, lo está —respondió Hiddigh, pretendiendo su más amable tono—. Yo... Bueno, lord Terion me dijo que podía venir...

—Oh no, está bien Hiddigh Thlen —se aprontó en decir Nawey, siempre con una agradable sonrisa en los labios—. Eres nuestra visita, por favor siéntete bienvenida. Entre nosotros eres una más de la casa, yo solo vine a hacerte compañía un momento. Claro si lo prefieres puedo marcharme.

—No, por favor quédese dama Nawey. Es solo que... —Sus pecosas mejillas se sonrojaron—. Discúlpeme, nunca antes había compartido un baño con alguien más.

—Así que era eso. —Nawey parpadeó un par de veces y de nuevo una amable risa brotó de sus labios—. ¿No tienen baños públicos en Ismerlik?

—Sí los hay, pero jamás los he visitado —reconoció Hidd—. De niña contábamos con un baño en casa de mi difunto padre. Luego en el palacio de los I'lerion, el privado solo era usado por los miembros de la casa, los siervos teníamos una pequeña tina que solo podía ser utilizada de uno a la vez.

—Entiendo —señaló Nawey—. Entonces no tienes costumbre de utilizar la pileta con alguien más para charlar. Te sorprendería saber, que las discusiones más importantes para el imperio son realizadas de este modo por la emperatriz.

—Vaya —suspiró Hidd—. Imagino que es una manera de mostrar lo democrático y justo que es nuestro imperio. En la vulnerabilidad de nuestra desnudes, todos somos iguales ¿no?

—Exacto —confirmó Nawey—. Y esa costumbre fue introducida al imperio desde nuestro pueblo. Todos somos iguales a los ojos de los dioses, y despojados de toda vestimenta volvemos a ser tan sencillos como hemos nacido. Aunque por desgracia, ni esta condición, ni las benditas aguas conseguirían limpiarnos otra vez y volvernos inocentes.

Hiddigh coincidió y gesticuló su total acuerdo asintiendo con la cabeza, sin embargo, guardó silencio y mirando en un incierto punto evitó cruzar de nuevo miradas con la elfo, no obstante le preguntó:

—Hay algo que me tiene preocupada dama Nawey, quizá este instante sea el indicado para consultar. —Hiddigh inspiró de forma profusa y observando el agua se dirigió a la elfo—. Ya lo hablé durante el viaje con el magister Terion, sin embargo, aún estoy intranquila.

—¿Cuál es tu inquietud, Hiddigh Thlen? —Nawey buscó los ojos de la pelirroja, más ella no levantó la mirada.

—Oí a un embajador hablar deliberadamente de una guerra ¿Es cierto que Freidham ha cerrado sus fronteras? —comenzó preguntado Hidd—. Magister Terion insistió en que algo así todavía estaba muy lejos de ocurrir, sin embargo, desde que Ledt se marchó siento una presión aquí en mi pecho. Llámelo intuición, pero me dice que algo muy malo está pronto a ocurrir; presumo que tiene que ver con todo lo mencionado aquella tarde por la princesa Lidias de Farthias y los demás.

—¿Hablas del día en que ella se marchó? —conjeturó Nawey mientras se deshacía la larga trenza en que ceñía su dorado cabello—. Algo de suma importancia está en manos de ella y su gente. Ruego a la diosa que hasta ahora, sin todavía tener noticias ni de mi hermana, ni de ella; hayan salvado con éxito su cometido.

—Y... —Hiddigh no se atrevía a continuar, mas quería llegar al fondo del asunto—. ¿Qué ocurriría si no han tenido éxito?

—Los hilos del destino tejen madejas complicadas, aquello que no ha ocurrido es imposible de consultar. Por mucho que algunos caminos le sean revelados a ciertos eruditos. —Nawey echó la cabeza hacia atrás y se humedeció el cabello—. Una posibilidad aunque incierta, muy probable; es que se desate un conflicto que involucre el reino de Freidham y al Imperio.

—Dama Nawey, sé que está dentro de sus posibilidades ser escuchados por la emperatriz y el senado —expuso Hidd, al tiempo que buscaba con la mirada su toalla—. Y si al igual que Ledt, que yo y tantos inocentes de ambos pueblos; anhela la paz. Por favor, si está en sus manos detener lo que vendrá, inténtelo.

Hiddigh se volteó y salió del agua despacio, dándole la espalda a la elfo y alcanzado la toalla que yacía doblada sobre una estatuilla de mármol, con las palmas en supinación. Nawey advirtió de inmediato en las cicatrices en forma de yaga, que surcaban la región lumbar de la chica; no tuvo que ingresar en sus recuerdos, para tener una clara imagen de lo que había vivido una vez su padre falleció.

—Todo hacer que esté en manos de la casa de Thereon para evitar la guerra, ten por seguro que se hará Hiddigh Thlen. —Nawey también salió del agua y cubrió su lampiño cuerpo con otra de las finas toallas—. Créeme que el pueblo elfo, conoce mejor que nadie el dolor y la adversidad que traen las guerras. Pero si llega a ocurrir que el libro consiga ser utilizado con el propósito que mi hermana cree, entonces nadie estará a salvo de la violencia que azotará esta tierra.

—Si es así, entonces quiero estar preparada —anunció con tono decidido—. Quiero dejar de ser espectadora y sentarme a esperar, mientras el hombre que amo esté allá afuera arriesgándolo todo por mi seguridad y la de todos. Se lo pedí a Ledt y prometió que me ayudaría a su regreso, pero sabiendo él creció aquí con ustedes ¿A quién tengo que dirigirme para aprender a luchar como hace él?

—¿Tienes intenciones de ir al frente? —indagó Nawey mirándola con más seriedad.

—Solo quiero dejar de ser una carga, dama Nawey. Si saber luchar me hará dejar de sentir miedo, entonces es lo que tengo que hacer —declaró Hidd y avanzó hacia la puerta de salida.

—Quienes luchan, no están exentos del miedo —dijo la elfo, mientras estilaba y envolvía su larga cabellera—. Y aunque tus palabras me sorprenden, quien soy yo para interponerme en los designios de la diosa. Si has llegado hasta nosotros ha sido por una razón, quizá no tardaremos en descubrirla.

—¿Entonces va a ayudarme? ¿Puede hacer que alguien me entrene? —preguntó esperanzada.

—No veo por qué Ledt se negaría a que así fuera. Voy a enseñarte lo que sé, y luego veremos al más indicado cuando hayas progresado.

—¿Habla enserio? —Hiddigh sonrió algo nerviosa.

—Por supuesto que hablo enserio. —Se cubrió con la vaporosa toalla y tomó entre sus manos el cayado. Cobrando una postura de combate, señaló con la vara a Hiddigh—. Podré ser una hechicera, pero te aseguro que sé cómo moverme en un campo de batalla si la desgracia me lleva a él. Vamos, te enseñaré lo que sé.

Hiddigh satisfecha y ganando algo más de confianza le devolvió una sonrisa de gratitud y pretendió seguirla fuera de la sala. Nawey caminaba en dirección a la salida, un par de pasos delante de ella cuando sin previo aviso se detuvo, provocando que Hidd casi chocara contra ella.

La elfo se estremeció y lanzó el cayado al suelo, como si éste de pronto le quemara las manos cual hierro ardiente. Sobresaltada Hidd, reculó con rapidez y ahogó un gemido asustado cubriéndose los labios entreabiertos con la palma de la mano. Nawey se quedó quieta en su lugar por un lapso de un par de segundos, luego se agachó otra vez para recoger la vara. Lo hizo despacio y tanteándola con cierta suspicacia se volteó hacia Hiddigh, como recordando de golpe que ella se encontraba allí y le debía alguna explicación.

—Algo le ocurrió a Lenanshra —habló, exponiendo su pensamiento en voz alta—. El arco de mi hermana, se ha roto.

—¿Pasó algo malo? ¿Cómo lo sabe? —Hidd la miró con expresión confundida—. ¿Se encuentra bien, dama Nawey?

—No, no está bien. —La miró con expresión aterrada—. El arco de Lenansrha y mi cayado están hechos con la corteza del Erghtrent Abul, la madera más firme y resistente que existe. Si su arco se ha roto, algo malo ha tenido que ocurrirle a mi hermana.

—Y...¿cómo lo sabe usted? —Hiddigh no sabía que decir, veía la aflicción en el rostro de Nawey pero poco entendía lo que en realidad estaba ocurriendo—. Digo, ¿es que ha visualizado algo?

—No, desgraciadamente esa facultad está fuera de mi alcance —contestó ensimismada y dubitativa—. He sentido el dolor de la vara al romperse el alma de su hermana. Lenansrha está en peligro, lo sé, no hay otra explicación que pueda imaginar en que haya quebrado su arco, ella y él son prácticamente uno solo.

***

La mañana desveló fría y brumosa, el ruido de las últimas aves nocturnas volviendo a sus guaridas, era lo único que rompía el silencio en la espesura de los bosques. Ledthrin, al igual que el resto de los centuriones se presentaron al despuntar el alba en la tienda del tribuno Isildon. Tal y como la noche anterior se acordó, las Cazadoras iban a ser liberadas; a pesar del claro descontento de muchos.

—Hacemos lo correcto Isildon —confirmó Ledt entre un susurro a su primo—. Te aseguro este tipo de actitudes podrían ser los cimientos para acordar la paz entre nuestros pueblos.

—El imperio los quiere ojalá extintos —sentenció Isildon, mientras negaba con la cabeza. De igual modo levantó su brazo y entregó señal a sus hombres—. Es momento, déjenlas ir.

Las mujeres fueron sacadas de sus celdas, guiadas hasta el portón de la empalizada y una vez fuera, las cuerdas que unían sus tobillos maniatados fueron cortadas.

Ngr't ahng ure ggnhie-imha —les gritó con fuerza Ledt, algo así como "son libres regresen y no vuelvan"—. Ngr't ahng ure...

Las Cazadoras avanzaron un paso con la frente en alto y en actitud desafiante, luego se giraron sobre los tobillos y encararon la empalizada.

Agg-imha Ngr't ahng ure, Agg-imha ure dguina... —dijo una de ellas, con un gesto mezcla de dolor y rabia—. Imha, imha nure nggo Fegha-enkka...engg ihno nhao gaghg

—¿Qué mierda nos está diciendo? —consultó Isildon a la vera de Ledt.

—Dice que no son libres, que no son nada... ellas ya no verán el Fegha-enkka, mas él se acerca aquí y ahora —Ledt respondió algo confundido—. No es una amenaza, es una afirmación.

El guerrero se volteó y miró a Isildon con el gesto intrigado, meneó la cabeza en negación y volvió a observar a las bravas hembras bajo la empalizada. Todavía no retrocedían, enseñaron sus muñecas todavía maniatadas y usando sus dientes comenzaron a morderlas frente a la expectante mirada de todos.

—Son unas malditas bestias —sentenció uno de los centuriones—. Todavía no comprendo por qué decidisteis soltarlas.

Dejaron de roer y desgastar las cuerdas y de un fuerte jalón liberaron sus manos, las extendieron en cruz y levantaron las palmas al cielo. Todas entonaron en diferentes voces de agudos y grabes entre mezclados, una especie de rezo que de algún modo erizó la piel de los presentes.

—Como no se larguen ya, daré orden de que las acribillen —Isildon levanto el brazo y señaló a los lanceros y arqueros—. Haz que se vallan Ledt, o esto solo será una estúpida pérdida de tiempo.

—Claman a sus dioses, aunque despojadas de su gloria saben que no las escucharán —explicó Ledt.

—A la mierda, Ledt. Sus malditos dioses no existen —refunfuñó Isildon, con notorio hastío.

De pronto, detrás del ruido que las guturales voces de aquellas hembras hacían; se impuso el que las aves, cientos de ellas, comenzaron a hacer al volar en bandada desde la lejanía. Desde el oriente, con el sol apenas despertando tras las pálidas y amarillentas mesetas, se venía encima una nube formada por cientos y cientos de aves que trinaban con desesperación y asombró enseguida a toda la legión.

—Señor —anunció uno de los principales—. Mirad el cielo, es muy inusual en esta época del año.

—Ledt —Isildon miró a su primo—. Voy a hacer que las maten.

—Ellos se fueron —anunció Ledt—. Los bárbaros se alejaron, porque sabían que algo se vendría. Nos tendieron una trampa Isildon, y no teníamos manera de zafarnos.

—¿De qué hablas? —indagó

—Sus dioses. —Ledt tragó saliva.

Todos los soldados apostados sobre el improvisado adarve que rodeaba la empalizada, desfiguraron sus rostros producto del pavor y la incredulidad ante lo que sus ojos les enseñaban en lontananza. Algunos se restregaban la cara y volvían a mirar el cielo estupefactos, otros retrocedían y tropezaban al instante, trastabillándoles las piernas.

Detrás de la enorme bandada de aves, se apreció con indiscutible claridad, la silueta inconfundible de al menos seis de las criaturas que todos los nacidos en Tyera, habían oído hablar alguna vez en olvidadas historias de un pasado oscuro y lejano. En el horizonte detrás de los picos montañosos nevados, se alzaban y para incrementar el pavor de los hombres, se acercaban. Seis reptiles alados de gran envergadura avanzaban hacia el poniente con aparente velocidad: a todas luces los antiguos dragones habían despertado.


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