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Capítulo V - Usurpadora



Despertó arropada en finas mantas, con el cuerpo dolorido y la incómoda sensación de no saber dónde se encontraba. Abrió los ojos como platos y se enderezó a toda prisa sin caer en la cuenta de lo que había ocurrido. Miró en todas direcciones, comprobando la amplitud y opulencia de la habitación. Distinguió entre los objetos de oro, las cortinas de seda y tapiz aterciopelado de las paredes; un espejo de pie que reflejaba su imagen. Entonces bosquejó una sonrisa triunfante, llevó su mano hasta su cuello acariciándose la nuca, levantó el cabello y se ladeó observando su reflejo. Una vez más sonrió mordisqueándose los labios con deleite.

Aún no sabía dónde se hallaba, pero estaba a salvo. «Fuiste demasiado arriesgada, Agneth. De todas formas hay que admitir que la suerte no te abandona», pensó al tiempo que volvía a palparse el cuerpo cerciorándose de estar completa y sana. Estaba vestida con una camisola de lino fino, perfumada y limpia. Todo el lugar olía a humano, no tenía dudas de que había logrado su cometido sin problemas.

Se oyeron pasos acercarse y la puerta se abrió de improviso, se dejó caer sobre el colchón y entrecerró los ojos con la intención de espiar al recién llegado antes de mostrarse despierta y comenzar con su juego. No estaba nerviosa, mas al ver la silueta de quien había ingresado al cuarto, su pulso se disparó a causa de la enrome impresión y tuvo que abrir los ojos para dar crédito a lo que veía. «!Lidias!, ¿Pero qué..», pronto se percató de su confusión y volvió a serenarse con un sonoro suspiro de alivio, sonido que no pasó inadvertido para la chica que ingresaba con una jarra de agua fresca y un vaso sobre una bandeja.

—¡Dama Lidias, si ha despertado! —anunció con una voz dulce y de color muy diferente al de la reina. Se reafirmaba el alivio de Agneth, mirándola acostada y con cierta estupefacción—. ¿Se siente usted bien?

Escudriñó con la mirada a la recién llegada, en busca de un atisbo que pudiera darle alguna idea de quien era aquella muchacha. Por supuesto no iba a responderle sin antes tantear el terreno en que pisaba, cualquier error podría costarle muy caro. Aquel parecido tan singular de aquella joven con Lidias, le había dejado tan perpleja que no supo de buenas a primeras cómo reaccionar.

Así fue como pasó de su rostro y complexión, para advertir en los ropajes que aunque ligeros, recatados y nada ostentosos; no obstante de gran calidad. Descartó de inmediato que pudiera ser una sierva de palacio o una curandera, lo último pues sus ropas de un blanco inmaculado, se ceñían a las curvas de su cuerpo con lazos color añil. Entonces ella que en sus años viviendo entre los hombres, había conocido casi cada rincón del reino, recordó la única Orden a la que jamás había visto de cerca si quiera. Las adoradoras de Hukuno, las vírgenes del templo denominadas "Plegarias".

Con la certeza de que quien tenía en frente era una Plegaria de Hukuno, comenzó a atar cabos que pudieran encajar en aquella situación en la que se encontraba. El escenario era cuanto menos extraño, sabía que no se hallaba en palacio, o por lo menos no en alguna de las habitaciones que bien conocía: las del rey, su hija y consejeros. Sí, aquellas no poseían el derroche de lujo que ostentaba ésta, entonces ¿dónde podría estar? De inmediato pensó en la abadía de Reodem, pero una plegaria en aquel lugar no tenía ningún sentido. La orden de consagrados bien sabia era exclusiva de hombres, y jamás en una situación común entraría a la abadía una mujer, mucho menos una sacerdotisa. Tardó otro par de segundos en lograr encajar las piezas y enterarse del enrarecido suceso, hasta que por supuesto: «Cierto, Lidias desposó a su propio hermano hace apenas días, y claro para una boda real habrían necesitado como testigos a representantes de cada ducado. No me lo creo, ya sé quién es esta muchacha ¡Semptus y sus putas! Esta es... »

—Mi señora, lo siento, llamaré a Roman. —La chica dejó la pequeña bandeja sobre el velador y retrocediendo un par de pasos, reverenció y agregó— Nos alegra que haya despertado.

—Espera —articuló Agneth, usando el mismo registro que la voz de Lidias—. ¿Eres tú la hija de Condrid, verdad?

La chica palideció nada más escuchar la referencia a su padre, mas respondió asintiendo con la cabeza.

—Soy Cimera ¿Está usted bien, mi señora? —Esta vez la Plegaria se acercó a la cama y alcanzó con su mano la frente de quien creía era Lidias—. El golpe bien pudo provocarle olvido de ciertas cosas. Sabe quién es usted, ¿verdad?

Por supuesto que recordaba gran parte de lo que había ocurrido, hasta antes de golpearse la cabeza y perder el conocimiento en brazos de Eneon. Fue justo en ese momento, cuando su plan se estaba saliendo de control y por designios de Fortuna no terminó en las fauces de uno de los dragones. No dudó entonces en sacar provecho a su actual situación y mirando con ojos confundidos, meneó de forma negativa la cabeza y mustió:

—Me llamo Lidias. —El silencio que precedió a sus palabras fue casi tan largo como dramático—. No, no recuerdo una sola cosa antes de hallarme aquí ¿Dónde, dónde estamos, Ci... Cimera?

—La abadía de Reodem, mi señora —informó la aludida—. Salvó usted de milagro allá en Theramar, dichosos estamos todos de que esté hoy con nosotros. No hay de qué preocuparse, mi señora, está en buenas manos, va a recuperarse muy pronto, ya lo verá.

—Así espero, Cimera —Untó sus resecos labios.

—Oh, aquí traje un poco de agua. Tenga —Rellenó el vaso y se lo alcanzó—. Iré por Roman, va a estar feliz de verla despierta.

—¿Roman?

—Ay, por favor dígame que recuerda a su esposo. —Los ojos de Cimera se tornaron en una suplica. Lidias negó con la cabeza.

—Estoy muy confundida ahora mismo, Cimera —contestó, reclinándose en el colchón y suspirando de modo sonoro.

—Los recuerdos llegarán a su tiempo, no debe preocuparse, mi señora —Sonrió. Y hasta su sonrisa tenía un aire muy cercano al de Lidias. ¡Vaya que eran parecidas estas dos chicas!—. Roman, mi hermano le ha desposado hace tres días, con ello ambos han pasado a convertirse en rey y reina de Farthias.

No pudo evitar sonreírse, aunque disimuló muy bien su expresión, recurriendo a muecas temblorosas propias de un histriónico nerviosismo. Bebió por sí misma un poco más de agua, entonces ruborizó sus pálidas mejillas y volviéndose hacia la Plegaria le comunicó con voz cortada su necesidad de hacer aguas menores.

—Por favor, estoy a su servicio, mi señora —atendió Cimera—. No hay de que sentir pudor.

Luego de enseñarle la bacinilla bajo su cama, se retiró cerrando la puerta y montó guardia tras ella.

A pesar de que había sido un mero truco para deshacerse de Cimera y retrasar la entrada de Roman o alguien más, aprovechó para en verdad dar conformidad a su cuerpo. En la faena nuevamente un relámpago de tensión atenazó su pecho: había pasado por alto un pequeño gran detalle que recién venía a recordar, descolocándola por completo. Había estado inconsciente un día entero, entregada a merced de los hombres de Farthias, olvidando que entre sus pertenecías portaba el libro de Liliaht. Sí, en principio el plan consideraba regresarlo, pero ahora había perdido noción de todo cuanto había ocurrido hasta ahora.

Cimera dio dos toques a la puerta y esperó respuesta para volver a ingresar, encontró a Agneth en la piel de Lidias, una vez más sobre la cama. Tenía la mirada preocupada, así que esperó a recibir alguna pregunta de parte de ella.

—¿Tienes alguna idea de dónde está mi indumentaria y pertenencias? —Se tocó la camisola enfatizando su consulta—. ¿Quién me trajo hasta aquí?

—Oh, era eso —soltó aliviada—. Están bien guardadas, justamente soy quien las ha guardado.

Cimera se acercó a un baúl al otro lado de la habitación y luego de abrirlo le enseñó parte de la armadura de placas que Lidias había usado en Theramar. Del mismo modo levantó el fajín de cuero en el que colgaba la vaina vacía de su espada y una alforja abultada y todavía cerrada con un nudo.

—Cimera —Agneth gateó sobre el colchón acercándose más al baúl con las cosas de Lidias—. Llama a Roman, creo que estoy recordando ciertas cosas.

—Sí, enseguida mi señora.

Apenas la Plegaria abandonó la estancia, se echó cama abajo a revolver las pertenencias. Tocó el volumen del libro dentro del cuero del fajín y sintió otra vez alivio. No deshizo los nudos que ataban la alforja sino hasta ver llegar al paladín, su esposo y rey de Farthias.

***

Más allá del límite norte del país bárbaro, la verdadera Lidias se batía una vez más entre la vida y la muerte. En absoluta soledad su mirada vagaba por el páramo helado al que bien llamaban: El Norte Blanco. Todo cuanto abarcaba con sus cansinos ojos, no era otra cosa que una planicie interminable de blanca y fría nieve.

Había sido cauta dentro de su desesperado y perentorio actuar; recordando las palabras de Agneth buscó las copas de los arboles antes del amanecer. Si aquella bruja le había dicho la verdad, volvería a su forma humana con la aurora. Si todavía quería tener alguna chance de seguir viviendo, debía mantenerse alejada del suelo helado y los lobos. Fue como antes del primer rayo de sol, amainó el batir de sus alas de búho blanco, para posarse sobre la rama más alta de un pinar en medio de la inmensidad nevada.

Aplacada la oscuridad, despuntó el alba con Lidias sentada sobre el pino, sin un solo abrigo que abrasase su desnudez. La fortuna había desvelado con una mañana radiante, libre de tormentas y del viento que solía rugir por aquellas zonas: implacable y vil. La tímida calidez de los rayos del sol entibiaron su delgada espalda, que hecha un ovillo intentaba secuestrar con los brazos, el calor que escapaba de su cuerpo. En esa posición habría pasado tal vez una hora o un poco más, con la certeza de que esta vez por fin moriría. Si no lo había hecho mes atrás desangrada, lo haría en este momento entumecida, lejos de su pueblo y completamente sola.

Pensar no le ayudaba mucho, no cuando le era imposible hacerlo sin poder contener el castañetear de su mandíbula, casi no sentía los dedos de los pies aun cuando procuraba moverlos y entibiarlos con sus manos igual de heladas. Dolía, morir del modo en que lo estaba haciendo dolía una enormidad, sentía el frío atravesarle la piel como cientos de dagas afiladas. Tenía el pecho oprimido y sus propios cueros la traicionaban al comprimirse tanto que hasta el roce de la corteza le causaba malestar. No se preguntó el porqué, sin embargo, su mente divagó por un instante evocando la imagen de su antepasado más famoso, aunque quizá el que menos esperó recordar en un momento así.

«Así que esto fue lo último que viviste, Liliaht primera del reino, salvadora de los hombres y la más grande entre las bendecidas... ¿Cómo fue que tan noble hembra, pasara a la historia por su mayor pecado y no por sus proezas?». El pensamiento fue fugaz, no obstante, la profundidad del mismo bastó para distraerla de su difícil situación. «Mi nombre tal vez se vaya conmigo y jamás sepa nadie de mi sacrificio. Si dicen fuiste tan grandiosa como vanidosa, desearía ahora mismo tener tu consuelo: partiste dónde sabías tu belleza no moriría con tu muerte». Meneó la cabeza con debilidad, «hablan de mi hermosura hombres y mujeres, ignorar sólo me volvería igual de vanidosa, sin embargo ¿de qué han servido mis encantos hasta ahora? Moriré en medio de la nada sin haber conocido varón, sin probar la ternura de un beso y con la certeza de que mi sacrificio sólo es un retraso para una sangrienta guerra venidera que no pude detener». Tiritó de frio e impotencia por igual. Por qué estaba pensando estas cosas, de pronto sintió vergüenza de sí misma, entonces volvió a ensimismarse « ¡Estúpida! ¿Así de superficial he sido acaso toda mi vida?», enjuagó sus frías lagrimas contra su pecho. Es cierto, no tenía salida más que la muerte, pero quería mantenerse digna hasta el final.

Avistó el refulgente amanecer y agradeció el reflejo dorado sobre sus pupilas, que la hizo entornar; la nariz dolió y no pudo contener un estornudo. Oyó lo que le pareció un ladrido a lo lejos, se oía como un gran perro pero no pudo asegurarse pues no volvió a ocurrir. Si ya no lo había sentido, el pavor volvió a apoderarse de ella. Se había hecho a la idea de morir entre la agonía del frío, más de solo pensar que podrían despedazarla las bestias salvajes que rondan el páramo, la horrorizó. No portaba ningún arma, estaba débil y entumecida, qué resistencia siquiera podría ofrecer ante un ataque.

El miedo y el frío hicieron mella de su cuerpo que de por sí había cedido todo control. Las ganas de orinar le pudieron y liberó su vejiga allí donde estaba sentada sobre la rama. El líquido escurrió troco abajo y tiñó de amarillo el blanco suelo bajo sus pies. Fue la gota que rebasó el vaso, no pudo contenerse y rompió en llanto, sintiendo su pronta muerte despojada de toda dignidad. Recordó las estúpidas palabras de Roman la noche en que partió su padre, y cómo la consolaba diciéndole que en la muerte no vergüenza. Entonces conteniendo su frustración quiso llevar su mente a aquel hombre, su hermano. Cuánto daño le habría causado al casarse con él, se preguntó. De todas formas la muerte ya le estaba pareciendo una salida prudente a la infeliz vida que podría esperarla lejos de aquellas extranjeras tierras

Los ladridos de un sabueso se oyeron de nuevo, pero esta vez tan cerca que miró en todas direcciones para cerciorarse de que no estaba allí mismo bajo el árbol. No demasiado equivocada Lidias sintió su pulso acelerar. Seguido al ladrido, los embistes de un hacha contra la madera la sobresaltaron todavía más; alguien talaba aquel pinar. No estaba sola, pero en lugar de aquello aliviarla la paralizó por completo.

Se abrazó al tronco e intentó ocultar su cuerpo con la rama en la que se sentaba, así inmóvil se quedó por eternos minutos. Mientras tanto, el sonido del hacha partiendo madera se hacía incesante. Tronó una y otra vez, hasta que a solo un par de varas de distancia al pino en el que se encontraba, otro cayó tras un sonoro chiflido de alguien a quien no pudo identificar. El perro que tampoco había parado de ladrar, ahora gruñía y se oía cada vez más cerca. En poco rato, ya lo tuvo a los pies del pino sobre el que se ocultaba. Era un tremendo canino de más de seis palmos, que gruñía y olfateaba incesantemente.

—¿Qué ha' agarra'o Aranta? —se oyó la voz gruesa de un hombre, que se acercaba hasta la perra— ¿Otro 'orro nivero, 'eguro?

«Habla un Meridional horrible, ¿Será un hombre, aquí en Norte Blanco?», Lidias intentaba dilucidar alguna pista de aquel extraño, sin embargo, sólo podía oír su voz más no se atrevía a echar un ojo, notando que estaba exactamente bajo la rama dónde yacía encaramada.

La perra comenzó a ladrar y a arañar el tronco, gruñía enfurecida, lo cual horrorizó sobremanera a Lidias. «¡Dioses, mi orina!».

—Deja ya, Aranta —El varón echó un chiflido y resopló—. Menu'o oron'o, ¿Quiere que 'o lo eche a'jo?

Debajo del pino, aquel hombre golpeó con la cacha de su hacha el grueso tronco. Parecía dispuesto a talarlo, mas de improviso se detuvo. Notó la humedad bajando por la corteza y miró hacia arriba en busca de un incierto, alzó el hacha preparándose para un posible ataque. Mientras la perra Aranta, no cesaba de gruñir. Entre tanto, Lidias aguantó la respiración; no sabía si desde abajo podían verla, si la gruesa rama era suficiente para cubrirla.

No lo vio venir, sólo el duro golpe en su cabeza, perdió el equilibrio, alcanzó a ver que sangraba cuando tocó se tocó con sus manos la nuca y luego cayó de la rama lánguida y totalmente entregada. El frío abrazo de la nieve fresca en su espalda, la recibió con la crueldad de una decena de azotes. Alcanzó a ver al enorme mastín acercarse corriendo a ella y a oír el potente chiflido del hombre que había lanzado el peñasco. El resto se perdió entre lo empañado de su mirada y la oscuridad a la que precedió.

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