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Negro y Anaranjado IV

Allaster tenía la mirada fija en el montón de dientes de dragón que Jackqen sostenía en sus manos como si fueran una alhaja cualquiera que se podría encontrar en la tienda de la esquina. ¿Podía confiar en ese chico después de todo lo que ha hecho? El silencio fue roto cuando Altair voló hasta posarse en una ventana circular de pequeño tamaño cerca del Falcroft, observando el exterior del apretado almacén como si montara guardia.

―¿Cómo se que no eres un infiltrado? Bien podrías trabajar al servicio de Raegan Ashther y todo esto puede ser un teatrito que estás montando para de alguna forma ayudarlo desde dentro de Pétalo Rosa, proporcionándole información privilegiada.

―¡¿Acaso eres idiota?! ¡Nunca trabajaría para ese bastardo! ―La voz de Jackqen se alzó tanto que a Allaster le sorprendió el hecho de que no le importara la posibilidad de que los guardias de fuera le escucharan y lo capturaran―. Se acabó. No me importa lo que tenga que hacer, hablaré con el mismísimo James Cherryvale.

Jackqen fingió dar un brusco paso hacia adelante, pretendiendo atacar. Con ese inesperado amague fue inevitable que un guerrero de ébano entrenado para acabar los combates en cuestión de segundos como Allaster no se abalanzara al ataque ignorando el reducido espacio del lugar. El peli anaranjado sabía que eso sucedería, por eso agarró una ristra de ajo de las cajas a su espalda y la lanzó a los pies de Allaster, lo que sumado a la sorpresa de este por la poco convencional estrategia de su enemigo, hizo que se desbalanceara. Jackqen lo quitó del medio con un empujón y salió del almacén, no sin antes caer debido a un traspié del joven Falcroft que se separó del suelo quitándose una col que le cayó en la cabeza. Una bola de lodo salió disparada hacia el muchacho desde las sucias manos de Jackqen. Allaster se protegió el rostro con el antebrazo y desvió el inminente golpe del enemigo con la derecha. Ambos jóvenes prepararon sus puños para destrozarse los rostros mutuamente. Lo hubieran hecho de no ser por el llamado de auxilio que se hizo escuchar más alto que la rabia de ambos.

―¡Sir Allaster! ―Se trataba del sátiro que se encargaba de cuidar de los jardines del castillo. Corría a una velocidad impresionante, al menos desde la perspectiva de un humano, con una seria expresión de alerta―. ¡Un preso se ha escapao' de la prisión del castillo y tiene cautivo a un pelotón completo de soldao's y un capitán de la guardia!

―¿Qué? ... ¡Eh, tú! ―Cuando el guerrero de ébano giró su vista hacia Jackqen, este ya se había marchado. Un rastro en el lodo del suelo le indicaron que salió por patas y trepó hasta el techo en cuanto vio la oportunidad de evitar una lucha―. ¡Mierda! ... ¿Dónde están los rehenes?

―¡En el albergue cerca del laberinto de arbustos! ―profirió el jardinero con un marcado acento de las Colonias Fluviales―. Yo creo que los desguabinó a to'os porque ninguno ha intentao' fajarse con él.

―¿Estás seguro de que es uno solo?

―Sí, toy seguro. Hay do' o tre' guardias tratando de rescatarlos pero casi to'os se fueron con don Adler pal Bosque.

―¿Crees que puedas ir a mi habitación y llevarme mi espada a los barracones? Los sátiros sois más rápidos gracias a vuestras piernas de cabra.

―¡Pol supuesto, sir Allaster!

―Si te alcanza el tiempo, busca una ampolla llena con un líquido verde ―le advirtió antes de que se alejara demasiado―. Debe de estar dentro de la mesita de noche a la derecha de mi cama.

El sátiro se perdió de la vista en cuestión de segundos en busca de aquel equipamiento. El muchacho rodeó los establos y dobló a la izquierda en la esquina derecha del palacio donde se encontraban unos sirvientes cuchicheando con rostros de preocupación. Seguramente ya se había corrido la voz de una segunda fuga en los calabozos. Al llegar a la escena, cuatro soldados se encontraban con las armas desenfundadas a punto de iniciar a cargar hacia los barracones. Como Allaster suponía, el sátiro jardinero llegó primero que él al lugar con dos o tres segundos de antelación.

―¡Sir Allaster, que bueno que está aquí! ―exclamó uno de los uniformados aminorando su postura de ataque―. Nos faltan hombres así que, por favor, necesitamos la ayuda de usted, como guerrero de ébano.

―¿Cuál es la situación exactamente? ―preguntó mientras se colocaba la espada en el cinturón y sostenía la pequeña botellita que el floricultor mitad cabra le trajo.

―Se trata de un renegado que lord Adler atrapó hace algunas semanas. Tiene de rehenes a seis soldados, el carcelero y un capitán. Pidió un caballo para escapar del palacio a cambio de la vida de los secuestrados y a cada minuto que pasaba sin que le concediéramos su exigencia lanzaba por la ventana a uno de ellos luego de golpearlo hasta la inconsciencia ―Junto al cuarteto de soldados habían siete guardias con moretones y rasguños en todo el cuerpo, como si en vez de haber sido molidos a base de puños hubieran caído ante los porrazos de un ogro rojo―. Eso fue hace siete minutos, dentro solo queda el capitán pero los demás hombres se encuentran gravemente lesionados, como puede ver. Nos disponíamos a entrar cuando usted llegó.

―No se preocupen, yo me encargaré de esto antes de que vaya a peor. He resuelto problemas más complicados en situaciones peores. Llevaros a los heridos a un doctor para que los atiendan. Ayúdalos ―le ordenó al sátiro.

―¡Enseguida, sir!

―Otra cosa, soldados. Yo no tengo derecho a daros este tipo de orden pues solo soy un invitado en Sprigshore, pero no le mencionéis a nadie lo que está sucediendo aquí. Lo más probable es que ya varios criados se hayan enterado, pero aún así no conviene en estos momentos que los Cherryvale se ganen fama de no tener mazmorras seguras con la que contener a los criminales.

―¡Entendido! No se preocupe, no diremos ni una sola palabra.

El conjunto de militares se llevó a rastras a los rehenes dañados con la ayuda del sátiro dando trastabillones hasta perderse detrás de la gran fuente. Allaster observó los barracones: las ventanas estaban rotas, por ahí debieron de ser expulsados los guardias cautivos antes de que él llegara. Entonces, sin previo aviso, el capitán salió disparado por la puerta reduciéndola a meros tablones ahora inservibles, como su brazo derecho que ahora tenía una forma que para nada era normal, y mucho menos con ese color morado y las manchas de sangre. Detrás de él apareció un joven, con más de veinte años de edad y el cabello rubio, casi blanco. Su torso, completamente desnudo, lucía una musculatura sobrehumanamente definida con varios tatuajes de rayas de tigre desde las manos hasta el codo. Esos dibujos sumados a la feroz mirada salvaje con la que se comía con la vista al Halcón de Ébano, lo hacían parecer como una mismísima bestia sedienta de sangre.

―Por fin se fueron esos inútiles, ya era hora de que me dejaran en paz ―Allaster comenzó a acercarse al prófugo a paso lento―. Ahora que solo estás tú, chaval, puedo escapar sin problemas ―La sonrisa de ese hombre mostraba una dentadura humana pero con los caninos notablemente más afilados de lo normal. Es como si realmente fuera medio tigre―. ¿Crees que podrás detenerme? ¡Ja, ja, ja! ¡Veamos si es cierto, enano! ―Tenía derecho a llamarlo así, medía por lo menos un metro noventa, veinte centímetros aproximadamente más alto que Allaster.

El heredero de los Falcroft destapó la pequeña ampolla y vertió su contenido de color verde oliva en la boca mientras desenfundaba su espada bastarda. Esa arma, la reglamentaria y característica de la Torre de Ébano, era tan negra como el mismísimo vacío. Estaba hecha de yggdranita, un metal tan resistente como el mejor de los aceros pero diez veces más ligero y versátil. En contraste con dicha opacidad, el filo era más blanco que toda la espuma de cualquier mar de Pandora. Su brillo era tal que dejaba una tenue estela luminosa al bailar en las manos de Allaster.

El preso se dio cuenta de que se estaba enfrentando a un guerrero de ébano gracias a esa arma única. Pero muy lejos de sentirse atemorizado por todas las historias que se contaban acerca de esos legendarios caballeros, se emocionó tanto como cuando asesinó al tigre tormenta por el que su padre adoptivo le hizo esos tatuajes. Cogió la destartalada puerta de los barracones y la lanzó, como si fuera un simple trozo de papel marrón, directo hacia un Allaster cuya piel comenzaba enrojecerse de una forma anormal. Este ni se inmutó en sortear el proyectil de madera. Simplemente la descaminó de su trayectoria con un manotazo que la terminó de convertir en astillas. Aquel líquido que tomó antes de que iniciara el combate era una solución de fuerza: un potenciador alquímico que acrecentaba drásticamente los latidos del corazón por minuto y la presión sanguínea, inflando los músculos al máximo. Una persona normal habría sufrido un infarto, incluso si se trataba de una versión del fármaco tan débil como esa. Pero Allaster había sido entrenado lo suficiente como para que su cuerpo estuviera más que preparado para resistir el aumento de fuerza y resistencia que esa poción le concedería durante los próximos cinco minutos.

El espíritu guerrero del preso se encendió y explotó dándole un impulso con el que arremetió a Allaster y le proyectó un poderoso puñetazo que dividía el aire a su paso, su poderío físico era arrollador. El Halcón de Ébano logró hacerse a un lado sin sufrir más que un ligero rosecillo en la mejilla, luego atacó horizontalmente con su espada de yggdranita, todo en un mismo movimiento fluido e imposible de seguir con la vista, directo al cuello del prófugo. Para terrible sorpresa de Allaster, su contrincante logró detener la filosa hoja de su espada nada más y nada menos que con la mano desnuda. Solo unas pocas gotas de sangre fue lo que logró salir de la insignificante yaga que le provocó. Allaster dio un paso lateral y alejó la espada del sonriente reo profundizándole apenas un milímetro el corte de la mano que parecía no dolerle. Estaba seguro de que si se hubiera tardado unos segundos más en retirarse le habría roto el arma solo con la potencia del apretón.

―¡Ja, ja, ja! ¡Creí que los guerreros de ébano erais unos de los más habilidosos y fuertes del continente, pero veo que ni siquiera con esas mierdas que os tomáis son capaces de igualarme en combate! ―No gritaba ni con decepción, enfado o burla, sino como si le estuviera proponiendo a Allaster el reto de cortarle la cabeza―. Mi nombre es Tyrone, el Tigre Rojo. Soy un renegado al que le gusta pelear por pura diversión y he decidido que tú serás una buena adición a mi vasta colección de luchadores derrotados. ¡Siéntete honrado, guerrero de ébano, tu última pelea en este mundo será memorable! ―Se abalanzó contra Allaster, como un tigre cazando a su presa, a una velocidad incluso mayor que la del primer golpe―. ¡Así que dime tu nombre, quiero saber a quién voy a agregar a mi lista!

Los nudillos de Tyrone chocaron con el plano de la espada de Allaster, quien casi no logra oponer resistencia a semejante estallido de fortaleza. Tuvo que, con algo de incomodidad, dar una vuelta completa sobre sí mismo y simultáneamente atacar con un fallido corte horizontal que el Tigre Rojo evitó dando un paso atrás para, casi de inmediato, desatar una lluvia de puñetazos sobre Allaster. Espada y manos chocaban constantemente en una mortal tormenta de temibles ataques a alta velocidad. La sangre de los brazos de Tyrone salpicaba en el césped del suelo con cada movimiento. No obstante sus heridas no eran lo bastante profundas para siquiera encontrarse a medio camino hacia el hueso. A diferencia de Allaster que, luego de dos minutos de forcejeo, iba perdiendo más y más las capacidades físicas especiales que la solución de fuerza le confirió. El cobro de semejante sustancia estaba apareciendo, le costaba respirar y las fibras musculares comenzaron a romperse. Más los escasos pero duros golpes que el prófugo lograba conectar, lo hicieron caminar hacia atrás.

Si no hacía algo, el efecto alquímico desaparecería dejando atrás un fuerte dolor de pulmones, músculos y corazón. Así que, en un acto desesperado, recibió un golpe en el rostro adrede para poder olvidarse de atacar por unos momentos y concentrarse, por suerte había sufrido muchos en la Torre de Ébano y gracias a eso no caería por algo así. Entonces, justo en el diminuto instante en el que Tyrone retiraba su puño y lanzaba el otro, en ese microsegundo en el que ambas manos se encontraban paralelas frente al cuerpo enemigo para lanzar un segundo golpe, Allaster empujó a ambas con el filo blanco de su espada hacia arriba usando toda la energía que pudo reunir en sus hinchados brazos. Dio un poderoso paso hacia adelante y, haciendo acopio de las técnicas de respiración de los artistas marciales de Ashihara que le enseñó su hermano antes de morir, canalizó todo su espíritu de batalla a los brazos desarrollando momentáneamente un vigor con el que bajó su espada, provocando un corte diagonal, de clavícula a cintura, en el torso de Tyrone.

Ese sablazo caló mucho más que todos los otros, dolía como mil demonios. La sangre del Tigre Rojo bañó el rostro de Allaster, por lo que no vio el monstruoso cabezazo que Tyrone le propinó ignorando el daño de su pecho. Sin duda era un guerrero puro que peleaba hasta el final sin importarle lo que le sucediera. El Falcroft se quedó aturdido por unos segundos. ¿De qué forma un ser humano podía tener unos huesos tan duros? Era como si un bastión entero, repleto hasta arriba de armas y soldados, callera directo en la frente de Allaster. De alguna forma el tambaleante guerrero de ébano logró lanzar una estocada a uno de los tres enemigos que su distorsionada vista le mostraba. Afortunadamente logró conectar la punta de su arma con la ensangrentada hendidura en el estómago de Tyrone. Pero este hizo caso omiso del ardor que le provocó, se aferró a los brazos del Halcón de Ébano y le confirió un segundo cabezazo que le hizo perderse del mundo por unos instantes. Una tercera embestida estaba a punto de caerle a Allaster cuando una soga rodeó el cuello del Tigre Rojo. Con un jalón hacia atrás y un brusco movimiento de cadera, Jackqen Dell fue capaz de derribar a Tyrone con un lanzamiento que lo hizo caer al suelo como un costal de harina, lejos de Allaster.

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