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Acerca de La Muerte I

"Tenemos la luz de la vida en nuestras manos": Ese era el lema del pueblo extinto de las hadas. Era un mantra que repetían constantemente en las academias, galeras, hogares, pabellones... En cada rincón de su isla flotante había un cartel, monumento, estatua o cualquier clase de recordatorio de que el poder sanador divino de sus manos existía para brindar felicidad al mundo, para que el resto del universo resplandeciera.

―¡Despierta!

Tyrone rugió (o bostezó) al salir del mundo de los sueños al que tan poco le gusta ir de visita. Sus brazos y hombro ya habían sanado por completo, sin dejar cicatrices, como era de costumbre para todas las heridas que había sufrido desde que conoció a su maestro. El techo de piedra de una cueva lo acobijaba, con los pinos ocres del bosque bronceándose con la luz del gran astro rey afuera. Una chica de sombrero alón estaba sentada a su lado, vestida con ropas negras de lino y varios cinturones y piezas de cuero sosteniendo dagas y cuchillos.

―Vaya, vaya ―Tyrone se quitó de encima la capa que lo abrigaba del frío otoñal y desplegó su mejor mueca seductora―. Ojalá todos los hombres del mundo se despertaran con una mujer como tú a su lado, con ese cuerpazo de nilfina ―Sus ojos recorrieron las sensuales curvas de la mujer rebozando en fascinación.

―¡Diablos! Si que eres zalamero ―Los labios carnosos de la fémina se movían al hablar como si regalaran besos constantemente―. No creas que podrás conquistarme, Tigre. Ya he oído hablar de tu reputación de mujeriego antes. Eres bastante famoso en Dríanne por todo aquel asunto del Toro de Creethia y la princesa de los nagas.

―Todas se hacen las duras, pero el Tigre Rojo destroza hombres y conquista mujeres, preciosura. Soy un cazador nato, ya te hincaré el diente (y lo que no es el diente)... ¿Dónde estoy?

―En el Bosque de Pinos Ocres. Un hombre encapuchado me pagó para que robara tu cadáver antes de que lo quemaran en Pétalo Rosa. Imagina mi sorpresa cuando de pronto noté el color violáceo de tus venas.

―¿Eso importa? ―No le interesaba realmente la respuesta, pero sí la trigueña que le seguía hablando.

―Creo que te envenenaron para que quedaras inconsciente y pareciera que estabas muerto.

―¿Ah sí?... ―Eso le llamó la atención. Recordó lo que aquel tipo le dijo hace unos meses―. Odio estas situaciones de pensar... Dime, manjar inesperado: ¿Me dejarás marearme en esas caderas tuyas o tendré que marcharme sin probar un trocito de ti?

―Bueno, la verdad es que te tengo una propuesta...

―¿En serio? ―Se le acercó, mostrando sus salvajes dientes en una pícara sonrisa.

―Te daré esta bolsa de treinta kenes si me llevas ha salvo hasta Puerto Tiburón. Necesito salir de Storhai desde ahí y mi rostro es demasiado conocido entre los guardias. Me sería útil alguien que me proteja, alguien con unos músculos tan grandes como los tuyos ―Ella también sabía coquetear y, de hecho, incluso mejor que Tyrone.

―Te ayudaré a llegar a Puerto Tiburón pero no quiero que me pagues con dine...

―Entonces con mi cuerpo... ―le susurró al oído, luego le dio un lujurioso mordisco en la oreja.

―Me parece ―Le tocó las nalgas con sádica fuerza― más que justo...

Tyrone percibió algo con su olfato superdesarrollado, un olor a azufre que el viento le traía desde el sur. Salió de la cueva a pasos agigantados, con una expresión diabólica de emoción que aumentaba por momentos olvidándose de su empleadora. Ahora podía escucharlos: los rugidos de una bestia sedienta de carne, los raspones de garras como sables en el suelo al desplazarse, la leve vibración del viento ante la presencia del espíritu de un monstruo. La mujer lo seguía, casi corriendo colocándose la capa y el sombrero a través de los blancos troncos de los pinos hasta llegar a un claro.

Un río hacía funcionar el Aserradero de Pino Bajo con su constante corriente en ese sitio iluminado por el sol. Más los trabajadores del lugar y los habitantes del pequeño poblado de alrededor corrían y se escondían despavoridos, algunos ya vagueaban en el inframundo sin posibilidades de regresar a la vida. Un basilisco los estaba masacrando con sus uñas filosas a la vez que derretía las casas e inmuebles con el veneno ácido que expulsaban los lagrimales de sus ojos. La temible lagartija del largo de una posada ensartó a una niña con sus amplias y delgadas patas, se la llevó a las fauces y trituró huesos y carne en cuestión de segundos con aquellos dientes como puntas de lanza.

―¡Bicharraco! ―rugió Tyrone.

La mujer que lo seguía, escondida tras un pino, abrió los ojos ante semejante imprudencia. Casi involuntariamente, el temible basilisco lanzó las púas de su cola como si de flechas se tratase. Con unos reflejos inhumanos, El Tigre Rojo logró esquivar los trozos de hueso, que se clavaron en los árboles tras de él. El reptil expectoró un silbido como de serpiente y león a la vez, en una postura de acecho.

―¡¿Eso es lo mejor que tienes, lagartijo llorón?!

Aquella delgaducha pero sanguinaria criatura corrió erráticamente hacia su presa chapoteando en el río (que apenas cubría una parte de sus patas) y desprendiendo rocas del suelo con una fuerza brutal. Lanzó un mordisco letal a su presa pero esta, de un solo puñetazo, le cruzó el hocico. Antes de que el animal pudiera hacer nada, su ojo derecho se desprendió de la cuenca. Tyrone se lo había arrancado de cuajo y ahora estaba pegándole un bocado, saboreando lo gelatinoso del globo del tamaño de una calabaza.

―¡Sabes a mierda! ¡Creo que mejor probaré tu carne!

Tyrone le asió las fosas nasales y lo estampó contra el suelo. El basilisco lo atacó con las alabardas que tenía por dedos pero el Tigre Rojo las detuvo y lo aventó contra los pinos ocres, la chica ensombrerada casi es aplastada por la mole de semejante engendro reptiliano. Tyrone le rodeó la boca tratando de que no pudiera lanzar dentelladas pero el basilisco se movía salvajemente. No le quedó más remedio que hacer acopio de toda su fortaleza y arrojarlo contra la rueda del aserradero, a diez metros de donde estaban. La pieza de madera se destruyó en tablones, la oliva criatura se puso en pie de forma estrambótica con la sierra clavada en la cola.

Las venas se le inflaron de veneno, se podía ver el verde brillante fluyendo bajo la armadura de escamas. Entonces explotaron liberando una nube de gas venenoso que pudrió toda la madera y contaminó las aguas a su alrededor con un chillido estentóreo. Fue cuando un rugido de tigre, o tal vez de un hombre, desvaneció el vaho tóxico y lo alejó del pueblo. Tyrone había gritado, había usado el poder de su garganta, el ardor de su espíritu para sacar un verdadero rugido de sus pulmones, como un tigre real. El basilisco casi se acobardó, pero no era suficiente pues sus instintos salvajes prevalecían.

El Tigre Rojo, con la piel colorada por el esfuerzo, dio un salto imposible hacia el monstruo. Las fauces se abrieron como una compuerta y Tyrone calló directo hacia ellas. Con sus inflamados músculos evitó que los dientes lo trituraran, sujetando la mandíbula enemiga con brazos y piernas para que no se cerraran, negándole el almuerzo al basilisco. Con mucho trabajo, logró arrancar la larga y viscosa lengua del enorme lagarto y con aún el doble de dificultad la usó como cuerda y le amarró la boca al feroz animal que seguía rabiando de dolor.

Manchado con la sangre de su contrincante se encaramó en la cabeza de este, agarrándose con una fuerza que desgarró algunas de las duras escamas. Introdujo su mano derecha dentro de la cuenca vacía del basilisco y con la izquierda reventó el único ojo que le quedaba. Penetró con sus manazas por ambos lados de la cabeza hasta lograr tocar el cráneo de la criatura bajo la dura piel mientras esta se revolcaba en el suelo y el río surtiéndole golpes, moretones y arañazos al Tigre Rojo. Su chillido de dolor cuando Tyrone logró agrietarle el hueso con la mera fuerza del agarre de sus dedos lo escucharon incluso las hadas ya difuntas hace miles de años. El basilisco estaba desangrándose, pero tenía que quitarse a Tyrone de encima. Arremetió contra las casas que quedaban en pie, contra los pinos ocres, se revolvió en el suelo aplastando a su atacante... Nada pudo evitar que finalmente el Tigre Rojo rompiera el fuerte cráneo del reptil. No contento con eso trincó el cerebro con ambas manos y sacó los brazos de las cuencas con medio órgano neuronal cercenado en cada extremidad, gritando y rugiendo como el mismísimo basilisco que acababa de asesinar en combate singular.

―¡Otro para mi lista! ―Su rugido de hombre se confundía con el de un tigre.

―¿Qué clase de humano eres tú? ―La muchacha que lo contrató apareció sin poder creer lo que acababan de ver sus ojos.

―Pasó que acabas de ver como maté a un basilisco con mis propias manos. Soy el hombre más fuerte en la faz de Pandora así que, ¿qué te parece darme un adelanto de mi pago?

―¡Alabados sean los dioses por enviarte a nuestro pequeño pueblo! ―Una entrañable anciana coja entró en escena con su bastón, seguida de los supervivientes del ataque del reptil venenoso―. De no ser por usted, señor, esa terrible monstruosidad de la naturaleza nos habría devorado a todos.

―¿Quién coño eres tú?

―Menudos modales ―puntuó la mujer del sombrero―. Discúlpelo. Ya sabe ese viejo refrán: "Guerrero fuerte, conducta indecente".

―No se preocupe, señorita. Se ha ganado el derecho de mal hablar al salvarnos.

―Me importa una mierda haberos salvado ―aclaró Tyrone―. Pero si me lo agradecierais rostizando a ese basilisco por mí, no me molestaría. Odio cocinar.

―¿Te tragaste un trozo de su ojo y ahora quieres comértelo? ―Su compañera no podía creer que semejante personaje existiera.

―¿Qué sentido tiene cazar una presa así de gigantesca y salvaje si no te la llevas al estómago después?

Los habitantes del Aserradero de Pino Bajo, eternamente agradecidos con el Tigre Rojo, decidieron aceptar la petición de su salvador. Durante el resto del día los hombres del pequeño poblado talaron pinos ocres para reconstruir la rueda de agua y las casas. Otros recogían escombros y cubrían los charcos de veneno y ácido que el basilisco lanzó desde sus ojos. Las mujeres, con el auxilio de los muchachos más jóvenes, trasladaron el cadáver del lagarto fuera del aserradero y encendieron la hoguera más grande jamás vista en la historia del claro. Sazones, condimentos y cerveza eran arrojados al animal para darle el sabor más exquisito posible. Tyrone salivaba por el aroma y unos niños trataban de detenerlo, pues aún las cocineras no habían terminado de elaborar la cena y él ya quería engullirlo.

Finalmente el momento que el Tigre Rojo había estado esperando durante toda la noche llegó. Los muslos, el pecho, la cola; ninguna parte del basilisco quedó impune de los dientes y el estómago de Tyrone. Las mujeres al principio les dio un poco de asco la imagen de alguien comiendo tan ferozmente una carne tan poco común, pero poco a poco fueron admirando el tubo digestivo sin fondo del joven. Y la admiración, con la ayuda del torso desnudo de Tyrone, se convirtió en deseo. Más de una señora, algunas hasta solteras, pasaron por el catre que le asignaron al Tigre Rojo para pasar la noche sin importarles la matanza de esa mañana.

Ya era de madrugada, el tufo a carne reptiliana rostizada y a pasión seguía en el ambiente. La anciana, aquella que agradeció a Tyrone por salvar el aserradero, se despertó por una pesadilla en la que la pequeña que se escapó del orfanato que dirigía hasta ese momento, le cortaba la garganta. Luego de tantos años de aquello, luego de tantos niños y niñas que vinieron después a los que crió y maltrató, luego de que tantos cuerpos sin vida por el entrenamiento secreto se mostraran ante ella, ¿por qué ahora esa infanta con aniridia regresaba en su hora de descanso? ... "¡Claro!" pensó, "¡Es igualita, aquella mujer!"

Algo se escuchó en la oscuridad. Su orfanato fue uno de los pocos locales que solo recibió algunos rasguños, ¿tal vez alguna viga de madera salió más dañada de lo que creían? Movimiento. ¿Uno de sus huérfanos? La anciana se enojó, ya le había dicho a esos tres que no tenían permitido rondar por la noche. Escalofrío. ¿Y si no eran los niños de siempre? Tal vez los demás le siguieron la corriente, tal vez decidieron escapar como sucedió con aquella mujercita hace algunos años.

"¿Qué fue eso?" Algo pálido apareció y se desvaneció por el pasillo.

Silencio. Oscuridad. Silencio. Escalofrío. Silencio. Desesperación. Silencio. Paranoia. Silencio. Un susurro. Y la vio.

La anciana con su pobre vista pudo ver algo entre las tinieblas que la rodeaban. Era una boca, la mandíbula de una mujer pálida como la porcelana flotando e iluminada por dos pequeñísimas luces rojas a los lados. Era la Dama Tenebrosa, el espectro de las leyendas. Dicen que si la ves, será mejor que tengas tus manos limpias de sangre porque de lo contrario serán sus garfios lo último que sentirás en tu cuello. Y las manos de la anciana estaban manchadas de sangre, y su mente, y su alma, y su corazón. Era una mancha de sangre ambulante y con arrugas.

Un silbido.

Los labios de la Dama Tenebrosa comenzaron a soplar un silbido que trajo a la anciana de vuelta a la realidad. Esa melodía era la que ella siempre rechiflaba todo el tiempo y que tanto molestaba a aquella niña. Lo que la miraba desde la oscuridad del orfanato no era un fantasma, ahora lo sabía, no era la Dama Tenebrosa. Su envejecido rostro de terror fue lo último que vio reflejado en aquellos ojos con aniridia que no hacía llorar desde hace años. La vieja cayó al suelo con un ruido sordo que despertó a los niños que dormían en las habitaciones. Encendieron todas las velas para ver la sangrienta mancha en el suelo. Lejos de asustarse, gritaron de júbilo.

―¡Está muerta!

―¡Diana está muerta!

―¡Muchas gracias, señorita!

―¿Qué cojones pasa aquí? ―Tyrone estaba ahí también, para sorpresa de la mujer ensombrerada que lo contrató y que sostenía una daga pintada del rojo de la garganta de la vieja Diana.

―Debo decir que tu apodo de Tigre realmente te queda. Salvaje y fuerte, pero también experto en acechar ―Varios niños la abrazaban y le sonreían.

―¿Por qué la mataste? Me importa una mierda todo, pero ella era buena persona. ¡Ayudó a cocinar mi basilisco! ... Por cierto, estuvo delicioso, aunque un poco amargo.

―Hola niños ―La mujer ensombrerada se agachó para acariciar a algunos infantes con cariño casi maternal.

―¡Muchas gracias, señorita! ―decían alegres―. Diana era muy mala con nosotros.

―¡Sí!

―¡Le gustaba darnos golpes!

―¡Nos dejaba sin comer!

―¡Al que la desobedeciera lo mandaba al sótano y nunca regresaba!

―Ahora son libres ―Les sonrío la de los ojos completamente negros por la aniridia―. Vayan a la cama y traten de dormir. Mañana cuando los del aserradero se despierten hagan como si nada de esto hubiera sucedido. ¿Está bien? Háganse los desentendidos.

―¡Si, señorita!

―¡No se preocupe!

―¡Gracias!

La ola de huérfanos corrió hacia sus habitaciones como si todo aquello fuera lo más normal del mundo. Tyrone, aunque de niño había visto cosas peores, le sorprendió que esos chiquillos no se inmutaran ante un cadáver frente a ellos. La mujer ensombrerada ya no estaba en el pasillo, por suerte el Tigre Rojo tenía buen olfato y la logró rastrear hasta un rincón de la choza que hacía de orfanato. La puerta que daba al sótano estaba abierta, Tyrone bajó por las escaleras y vio como su contratista daba pequeños golpecitos en la pared, buscando algo.

―Aquí... Tigre, ¿podrías derribar esta pared por mi? ―Y le lanzó un beso.

Tyrone golpeó la pared de piedra con una fuerza tremenda y esta se derribó por completo liberando una nube de humo. Dentro habían restos humanos, pero no cualesquiera, sino de niños. Al menos seis personas que apenas habían comenzado a vivir, yacían muertas en el suelo comidas por los gusanos o convertidas ya en esqueletos. Y en el centro de todo, una niña acurrucada que usaba un saco relleno de intestinos como almohada. La muchachita se despertó, asustada pero con mirada firme y un cuchillo en las manos.

―No te preocupes, pequeña ―La voz de la mujer era dulce como la miel―. Diana está muerta, eres libre de irte.

La infanta dio un paso atrás desconfiada. Pero había algo en el iris negro de la fémina que le hablaba que la tranquilizaba. Sin decir una sola palabra, con los ojos clavados en el dúo que la liberó y con pasos cuidadosos, salió de esa habitación, subió por las escaleras y se adentró en el Bosque de Pinos Ocres para nunca jamás volver a ese infierno.

―Ahora sí que no entiendo nada ―dijo Tyrone.

―Aquella anciana, Diana, era una instructora del gremio Gata Tuerta. Este cuarto es para entrenar a la niña elegida. "Aquellos que se porten mal los enviaré al sótano con el monstruo come niños", es lo que nos decía a todos cuando en realidad les prometía conseguirles una familia si lograban matar a la que estuviera en esta habitación de tortura. Todo para que la niña encerrada aquí perdiera el miedo a asesinar defendiéndose con el cuchillo que le daban...

―¿Tú fuiste una de esas niñas elegidas? ―preguntó Tyrone mientras la acompañaba a las afueras del orfanato, de camino a la salida del Aserradero de Pino Bajo.

―Sí, pero logré escaparme. La cojera de Diana fue mi regalo de despedida.

―Y ahora tienes tu venganza... ¡Me caes bien!

―No, aún no... Pero gracias por lo de que te caigo bien, en mi línea de trabajo es bastante escasa esa frase.

―¿Eso significa que ya tendremos sexo?

―¡Ja, ja, ja! Creo que por hoy ya tuviste suficiente con las mujeres del aserradero. ¿Me seguirás acompañando hasta Puerto Tiburón?

―Claro. Estoy ansioso por probarte ahí debajo ―La rodeó con su brazo, como si fueran pareja.

―Pues tendrás que esperar a que lleguemos a allí. Así que no toquetees tanto, Tigre ―Se lo quitó de encima, divertida―. Mi nombre es Evangeline, por cierto. Antes de acostarte conmigo deberías saberlo y agregarlo a tu lista, ¿no?

Luego de algunos intentos más de Tyrone para llevársela a la cama, Evangeline apagó las luces de las pequeñísimas lámparas de papel rojo que usaba a modo de pendientes, una forma muy curiosa de accesorios. Mientras, en Pétalo Rosa, Sprigshore, otra luz, pero mucho más grande y fiera, se encendió.

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