7
Hoy salí temprano del trabajo.
Dormí tan poco y estoy tan cansada, que la sola idea de hacer horas extras me pareció inconcebible. Por eso, opté por tomar mis pertenencias a la hora de salida de mi turno, y encaminarme hacia el fraccionamiento en el que vivo ahora.
Luego de una parada en la fiscalía para firmar ese papel que acredita que no he huido de la ciudad —o del país— y de una breve visita al supermercado, llego al apartamento, feliz de estar antes de las ocho en casa.
Cuando llego, cocino una pasta que vi en un video de Tasty que se veía deliciosa y ceno en el lugar en el que dormí, entre cojines mullidos y algunos capítulos de Dark —que he empezado a ver tres veces porque no logro entenderla del todo—. Cuando termino, decido hacer un poco de organización.
Luego de otra inspección exhaustiva al apartamento y de asegurarme de que no hay otra habitación, decido guardar mi ropa en el armario inmenso de la recámara principal. Siempre respetando —por supuesto— el espacio que Bruno ha ocupado.
Si él dormirá aquí, tendrá que permitirme usar la ducha y el vestidor. Es lo menos que puede hacer luego de hacerme dormir —prácticamente— en la sala.
Cuando acabo de ordenar la mayoría de mi ropa, me meto en la ducha y me doy un baño rápido, solo porque no quiero estar aquí cuando Bruno llegue. Al terminar, pongo un poco de café en la cafetera y me pongo a leer en la sala hasta que puedo servirme una taza.
Es casi medianoche cuando vengo de regreso con mi segunda taza y la puerta del ascensor de abre. La impresionante imagen que aparece delante de mis ojos me deja sin aliento unos instantes y me maldigo internamente. Me maldigo una y otra vez porque no puedo creer que esté aquí, babeando como una idiota por el tipo más odioso que he tenido la oportunidad de conocer.
Bruno Ranieri se detiene en seco cuando se percata de mi presencia y sus ojos me barren de pies a cabeza. Llevo una remera que me va grande, mi short de arcoíris, una taza con café en una mano y una novela de Paula Hawkins en la otra.
Él, contrario a mí, luce demasiado acicalado. Lleva el cabello perfectamente estilizado, una fina capa de bello facial le cubre la mandíbula y se ha puesto un traje azul marino que parece hecho a medida. En una mano, lleva un maletín y en la otra, un iPhone.
—Hay pasta con pollo en la nevera —digo, porque si voy a tener que habitar este lugar con él aquí, lo mejor es llevar la fiesta en paz—. Y café en la cafetera.
No responde, solo me mira fijamente mientras, sin esperar a que diga nada, me encamino hacia el espacio del departamento del que me he apropiado.
Pasa alrededor de media hora antes de que el sonido del chapoteo me haga ponerme de pie y asomar la cabeza desde el ventanal hasta tener un vistazo de la terraza y la alberca.
Una figura se mueve con gracia debajo del agua y sale del otro lado. Bruno Ranieri está allá abajo, en traje de baño; y yo estoy aquí arriba, como la acosadora que cree que soy, mirándole a hurtadillas.
Es que es tan atractivo...
Lástima que seas tan odioso.
Me aparto del cristal y trato de concentrarme en la lectura una vez más sin éxito alguno. Al cabo de media hora de intentarlo, decido que el libro es una causa perdida por hoy y enciendo la televisión una vez más, dispuesta a ver unos cuántos capítulos más de la serie.
A la mitad de uno, decido hacer una pequeña pausa para ir por algo más para comer y, mientras bajo las escaleras, no puedo evitar echar un vistazo hacia la terraza.
Bruno sigue ahí, nadando. Por un segundo, me pregunto si la alberca está climatizada.
No me sorprendería en lo absoluto que así fuera.
Me entretengo más de lo que debería mirándolo con discreción desde el punto en las escaleras en el que me encuentro y, cuando me remuerde la consciencia, me obligo a encaminarme a la cocina para hacer palomitas.
De regreso a mi guarida, me detengo unos instantes en las sombras y me paro sobre mis puntas para echar un vistazo hacia la terraza. No logro ver a nadie, así que doy un paso más cerca —hasta pasar por debajo de las escaleras—; aún en la oculta en la oscuridad de las luces apagadas, pero con un mejor ángulo de la espaciosa terraza.
Sigo sin poder ver nada, así que doy un paso más cerca. Finalmente, cuando me doy cuenta de que ahí no hay nadie, dejo escapar un suspiro suave y me giro sobre mi eje. En ese momento, el rostro en penumbra de alguien me golpea de lleno y dejo escapar un grito ahogado.
La bolsa de palomitas se me cae al suelo y una exclamación aterrada se me escapa.
—¿Buscabas algo, preciosa? —La voz de Bruno me llena los oídos y la vergüenza y el enojo se mezclan en mi interior.
—¡Casi me matas del susto!
—Eso te pasa por andar espiando a la gente —resuelve, al tiempo que da un paso en mi dirección. Yo, por instinto, doy uno hacia atrás, de modo que la luz de la terraza me ilumina y me permite ver un poco más de su silueta.
Es mucho más alto que yo y su espalda ancha contrasta con lo estrechas que son sus caderas. El cabello oscuro le cae sobre la frente y estila agua.
—No estaba espiándote.
—Ah, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿qué estabas haciendo? —inquiere, al tiempo que se acerca un poco más. Sus ojos brillan con malicia y yo retrocedo tanto, que mi espalda choca con la puerta corrediza de cristal.
—Y-Yo... —balbuceo, pero él ya ha acortado la distancia entre nosotros y ha colocado ambos brazos a cada lado de mi cuerpo, aprisionándome en mi lugar.
Está tan cerca, que las gotas que le estilan del traje de baño me mojan los pies.
—¿Te gusta lo que ves? —Su voz suena tan ronca, que el corazón se me estruja—. ¿Por eso me miras a hurtadillas?
El aliento me falta, el pulso me da un tropiezo y lo miro a los ojos. Esos preciosos ojos del color de la miel que no dejan de verme con una intensidad abrumadora.
Un sonido incoherente brota de mis labios y quiero golpearme por ello; sin embargo, él no me da tiempo de nada, ya que, con la mano mojada, me sostiene el rostro por la barbilla y me acaricia el labio inferior con el pulgar.
—En el fondo, no has dejado de ser la chiquilla de dieciséis que está obsesionada conmigo —dice y un escalofrío me recorre entera.
—No estoy obsesionada contigo —protesto, pero no puedo dejar de mirarle la boca entreabierta; de labios húmedos.
—¿Quieres apostar? —susurra y, entonces, presiona su cuerpo contra el mío.
La humedad de su piel me moja la ropa y me quedo sin aliento cuando su rodilla se instala entre mis muslos, impidiéndome cerrarlos del todo.
Su nariz aspira profundo el punto en el que mi garganta y oreja se unen y mis ojos se cierran con fuerza ante el espasmo violento que el contacto me provoca. Entonces, con lentitud, abre la puerta corrediza a mis espaldas y empuja mi cuerpo hacia la terraza.
El aire helado y la ropa mojada me ponen la carne de gallina cuando doy un par de pasos hacia afuera, donde él indica.
—¿Ya ves como sí estás temblando? —dice, contra mi oído y, entonces, me envuelve entre sus brazos —fuertes. Cálidos. Abrumadores— y me empuja con fuerza.
La confusión es apenas instantánea cuando caemos de lleno en el agua helada de la piscina y me deja ir.
¡No está climatizada!
El agua me entra por la nariz y me quema las vías respiratorias cuando me sumerjo en el agua profunda. Tengo que patalear hacia arriba para llegar a la superficie. Para cuando consigo salir a tomar aire, Bruno ya se encuentra afuera de nuevo y se seca con una toalla.
—¡¿Qué demonios está mal contigo?! —chillo, al tiempo que me percato de que he perdido mis lentes en algún lugar de la alberca.
—Eso fue por la forma en la que me despertaste esta la mañana. —Me regala una sonrisa radiante. En ese instante, el aliento me falta, pero no estoy segura de si ha sido por la forma en la que me ha sonreído, o es solo el frío que se me adhiere a los huesos—. Que descanses, liendre.
—¡Se me cayeron los lentes dentro de la alberca, animal! —chillo, una octava más aguda de lo normal.
—Suerte encontrándolos, entonces —dice, mientras me regala un guiño y se adentra en el departamento.
***
Es muy temprano en la mañana cuando me escabullo en la habitación principal —helada y en penumbra— y enciendo el televisor con el mando para presionar el botón de «mudo». Todo lo hago con una cautela que desearía el más experimentado de los cazadores y miro hacia atrás, solo para comprobar que Bruno sigue dormido allá, en el océano de sábanas y almohadas blancas al fondo de la estancia.
Míralo nada más. Dormido, cual rey; mientras tú tienes que dormir en la sala. Y no conforme con eso, anoche te tiró a la piscina. Gusano de mierda.
Entorno los ojos en su dirección y arqueo una ceja mientras vuelvo mi atención al televisor y busco, dentro del listado de las aplicaciones, la de YouTube. La canción de hoy es Cake By The Ocean de DNCE y la pongo en pausa instantes antes de escabullirme en la regadera con ropa limpia entre los brazos.
Ayer, luego de que el idiota de Bruno Ranieri me tuviera cerca de cuarenta minutos en plena oscuridad, con lo mala nadadora que soy —apenas puedo mantener la cabeza fuera del agua—, buscando en las profundidades de una alberca de dos metros y medio de profundidad por mis anteojos; salí hecha una sopa directo al cuarto de lavado, donde me encerré y me sequé con las toallas que ahí se encuentran almacenadas. Luego, metí mi pijama mojado en la secadora y esperé ahí hasta que salió para ponérmela de nuevo.
Todo ese tiempo libre —mientras esperaba por mi ropa ahí, de pie en medio del cuarto de lavado tiritando de frío, quiero decir—, me hizo pensar demasiado en lo ocurrido... Y me hizo planear una venganza.
Esta venganza.
Me ducho lo más rápido que puedo y me visto en unos minutos antes de salir andando sobre mis puntas. La habitación sigue a oscuras. La única iluminación, es la del televisor que dejé encendido y la que se cuela desde el baño. Tomo el control remoto y me acerco hasta el interruptor de la luz. Entonces, le quito el mudo a la pantalla, subo todo el volumen y presiono el botón de play.
La música estalla en los auriculares que se encuentran instalados en la espaciosa estancia y la luz incandescente ilumina la habitación.
En ese momento, la voz de Joe Jonas lo llena todo y canto a todo pulmón mientras empieza mi actuación.
Bruno Ranieri brama algo desde la cama, pero la secadora para el cabello que acabo de encender —aunado a la música estridente— me impide escuchar lo que dice. Tampoco es como si me hubiese esforzado mucho en hacerlo.
—¡¿Se puede saber qué carajo estás haciendo?! —Bruno grita a mis espaldas, vestido únicamente por un bóxer negro. Lleva el cabello alborotado por el sueño y la mirada furiosa, pese a lucir hinchada y aletargada.
—Me alisto para el trabajo —informo, mientras reprimo una sonrisa y lo miro a través del espejo del tocador.
—Esta es mi habitación.
—El baño y el vestidor son áreas comunes —replico en voz alta, mientras apago la secadora y me giro para encararlo—. No hay otro baño con regadera en toda la casa y, como comprenderás, no puedo irme a trabajar con el cabello lleno de cloro de la alberca.
Algo malicioso centellea en su mirada.
—Y decidiste venir a bañarte a las cinco de la puta madrugada, con música y todo. ¡Como si fueran las dos de la maldita tarde!
Sonrío, plenamente consciente de luzco como una completa hija de puta.
—No sé si eres consciente de esto, Bruno, pero más de la mitad de la población de este país empieza el día a esta hora. —Le doy un par de palmadas en el hombro—. Quizás sería bueno que comenzaras a hacerlo tú también.
—Voy a cerrar la puerta con llave para que no vuelvas a entrar aquí mientras yo esté dormido.
—Y yo voy a derribarla si necesito entrar —refuto, con una brusquedad que hace que me contemple con un gesto diferente al anterior. Como si estuviese reevaluándome—. La próxima vez, procura no tirarme a la alberca, para que yo no tenga que venir a molestarte a las cinco de la mañana para quitarme el cloro de encima.
—La próxima vez, procura no espiarme mientras nado —él espeta, con un hilo de voz y la vergüenza me acalora el cuerpo.
A pesar de eso, me las arreglo para alzar el mentón, esbozar una sonrisa suave y responder:
—No volveré a darte el privilegio. Que tengas buen día, Bruno.
Entonces, me giro sobre mi eje y enciendo la secadora una vez más.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro