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39

Las manos me tiemblan mientras, metódicamente, extiendo el edredón —que hacía muchísimo no utilizaba— sobre el sofá cama del teatro en casa.

El ardor que tengo en la garganta apenas me permite respirar con normalidad, y he pasado la última media hora tratando de contener las lágrimas impotentes y furiosas que me empañan la mirada.

Siento el corazón como un trozo de carbón caliente que me escuece el pecho hasta hacerme imposible concentrarme en nada más que en eso.

Me siento ridícula. Absurda por la forma en la que estoy reaccionando y, al mismo tiempo, me siento tan miserable y molesta, que apenas puedo estar en mi propia piel.

El sonido de los pasos provenientes de las escaleras hace que me tense de pies a cabeza. Afortunadamente, le doy la espalda a la escalinata, así que no tengo que encarar a Bruno cuando se detiene en la entrada del lugar.

Lo primero que hizo al llegar —luego de escupirme en la cara que debía aclararle al portero que no somos nada—, fue encaminarse hasta la habitación y encerrarse en el baño.

No recuerdo qué fue exactamente lo que hice después de eso. Lo único que sé es que, cuando me di cuenta, ya me encontraba en el vestidor, poniéndome un pijama limpio y tomando todo eso que utilizaba cuando dormía en el teatro en casa: un edredón, una cobija, una sábana y una almohada.

Luego, antes de que Bruno saliera de la ducha, me escabullí fuera de la estancia y comencé a trabajar en el lugar en el que planeo dormir esta noche.

—¿Qué estás haciendo? —La voz del hombre a mis espaldas me envía un escalofrío por la espina, pero me las arreglo para entretenerme unos instantes más acomodando los cojines sobre el sofá-cama.

—Me alisto para dormir —replico, al cabo de un rato, seca y lacónica.

Silencio.

—Andrea, estás exagerando. Yo solo...

—¿Estoy exagerando? —Lo corto de tajo, al tiempo que giro sobre mi eje para encararlo. Tengo los ojos entornados en su dirección en un gesto incrédulo y, sintiéndome cada vez más molesta, escupo—: Bruno, me pediste, de muy mala manera, debo decir, que le aclarara al portero del edificio que no somos nada. ¡Al condenado portero! —Bufo y permito que un par de lágrimas enfurecidas se deslicen por mis mejillas—. ¡Como si el señor tuviese la obligación de saber un carajo respecto a nuestra vida personal!

Aprieta la mandíbula.

Viste un chándal y nada más y lleva el cabello húmedo por la ducha que acaba de tomar.

—No somos nada —dice y no sé por qué sus palabras me hieren tanto como lo hacen.

—Eso ya lo sé.

—No parece. —Él sacude la cabeza y la confusión que me provocan sus palabras solo se mezcla con el enojo que ha comenzado a hervirme en la sangre.

¿Qué?

—No parece, Andrea. —Niega—. Vas por ahí, comprándonos boletos para el cine, llevándome a cuánto lugar ridículo se te ocurre solo porque te da la gana, como si yo tuviese interés alguno en jugar a ser tu noviecito de mierda.

Cada palabra que pronuncia es como un puñal en mi pecho, pero me las arreglo para sostenerle la mirada y mantener el mentón alzado, pese a que quiero echarme a llorar.

—¿Y por qué nunca dijiste que te molestaba? —apenas puedo pronunciar—. ¿Por qué me dejaste seguir haciéndolo? ¿Por qué...?

—¡Porque te hacía feliz! —Él truena—. ¡Porque me gusta verte feliz!

La contradicción que me provocan sus palabras me aturde unos instantes, pero decido que no voy a permitir que lo que ha dicho me afecte. No ahora. No cuando me siento del modo en el que lo hago.

Mi boca se abre para replicar, pero él habla primero:

—Y no me molesta. —Se lleva las manos a la cabeza, en un gesto frustrado—. Me gusta pasar tiempo contigo. Me gusta hacer cosas contigo. Es solo que...

Silencio.

—¿Qué, Bruno? —inquiero—. ¿Qué es lo que te molesta? ¿Qué insinúen que tienes algo conmigo?

—No tiene nada que ver contigo. —Me mira fijo—. Es conmigo. No quiero nada con nadie. Nunca.

Trago duro.

—Y te incomoda que alguien sugiera que tienes algo con alguien —concluyo, sin aliento, pero no responde.

Se limita a clavar sus ojos en mí.

—Bruno, necesito pensar en esto con calma —digo, finalmente, tras un largo momento de absoluto silencio.

Aprieta la mandíbula y añado:

—Creo que es conveniente que tú lo pienses también. —No sé cómo le hago para que la voz no me tiemble cuando, finalmente, termino—: Es por eso que voy a dormir aquí. Para darnos espacio.

No dice nada. Solo clava sus ojos en los míos y me mira con aprensión.

El gesto que tiene grabado en el rostro es tan torturado, que casi me siento culpable de haber pronunciado lo que dije, pero no me retracto. No puedo hacerlo.

—Toma la habitación —dice, luego de una eternidad, con la voz enronquecida, pero niego con la cabeza.

—Me quedo aquí. Gracias.

—Andrea...

—Buenas noches, Bruno. —Lo corto y me giro sobre mi eje antes de avanzar hasta el interruptor y apagar las luces.

Acto seguido, me meto en la cama.

Bruno no se va hasta que le doy la espalda y me acurruco. El corazón me duele como nunca, pero me obligo a mantenerme en una pieza hasta que lo escucho marcharse.

Solo hasta ese momento, me permito llorar.


***


Me levanto muy temprano en la mañana para no tener que ver a Bruno merodeando por el apartamento mientras me alisto, y me marcho antes de que despierte.

La caminata al autobús se me hace más pesada de lo que recuerdo que era y, de pronto, me encuentro pensando en la rapidez con la que me acostumbré a las comodidades que Bruno pone —o ponía— en mi día a día.

El extraño escozor —ese que había tratado de ignorar desde que me levanté— me atenaza el pecho y los ojos me arden con la sombra de unas lágrimas que no llegan a mí del todo.

No sé por qué me siento así de miserable. No se supone que debería hacerlo. Bruno siempre dejó en claro lo que buscaba de esto y yo lo acepté. Estaba bien con lo que teníamos. Con la exclusividad y esa sensación de seguridad que me provocaba pasar tiempo con él; pero, ahora no sé porqué no es suficiente.

No sé porqué no puedo conformarme con eso y disfrutarlo como es debido, y tampoco sé qué diablos hacer para solucionarlo. Para poder seguir siendo fiel a mí misma y tenerlo a él —a lo que me ofrece— al mismo tiempo.

Sabes que es imposible. Me susurra el subconsciente y cierro los ojos con fuerza porque mucho me temo que es verdad. Aceptar lo que Bruno me ofrece va en contra de todo lo que quiero para mí y tampoco puedo forzarlo a aceptar querer tener algo conmigo.

¿Y tú quieres algo con él?

Dejo escapar el aire y abro los ojos para abrazarme a mí misma mientras espero el autobús y me obligo a dejar de pensar en todo esto.


El camino al trabajo pasa sin novedad alguna hasta que Bruno me llama por teléfono y me deja un par de mensajes de texto que no leo hasta que estoy guardando mis cosas en el casillero que me han asignado.

Pregunta por qué me he marchado sin más y me pide que le avise tan pronto esté aquí en el trabajo. Las emociones contradictorias que me embargan son tan intensas, que decido solo escribirle un mensaje escueto —avisándole que llegué al trabajo sana y salva— para no tenerlas dándome vueltas el resto de la mañana.

Karla, durante el almuerzo, me pregunta qué ocurre y, sin poder privarme de las ganas que tengo de desahogarme, se lo cuento todo.

Le hablo sobre las atenciones, las charlas hasta la madrugada, las risas a todas horas y lo mucho que disfruto de su compañía. De lo brillantes que son mis días desde que forma parte de ellos y, pese a que no deseo hacerlo, también le cuento todo aquello que me ha mantenido inquieta —todo lo que había pasado antes y que nunca hablamos— y este último incidente con José Luis y la oleada de sentimientos que me provocó.

Para el momento en el que termino de hablar, hay un nudo tan apretado en mi garganta, que me cuesta incluso respirar.

—Cariño, no necesito decírtelo, ¿no es así? —Karla pone una mano sobre la mía y la aprieta en un gesto conciliador, al tiempo que me mira con diversión y lástima.

Cierro los ojos, pero no digo nada.

—Sabes que estás enamorada de tu compañero de apartamento, ¿verdad? —ella insiste y un sonido doloroso se me escapa en ese momento.

—Es un imbécil —me quejo, al tiempo que me cubro la cara con las manos.

—Y así, imbécil y todo, estás enamorada de él. —No puedo refutar a su declaración, así que me limito a cruzarme de brazos unos instantes antes de volver a lamentarme cubriéndome la cara.

—No tenía que pasar de esta manera. Se supone que él era un idiota y yo solo tenía buen sexo. Se supone que era inmune a sus encantos ahora que somos mayores y que no debía... —Sacudo la cabeza en una negativa desesperada, al tiempo que las lágrimas me impiden continuar. Karla me envuelve en un abrazo tan conciliador, que casi me olvido de que estamos en la mesa más recóndita del área común para empleados y me echo a llorar de la manera más patética.

—No entiendo qué tiene de malo que estés enamorada. —Karla dice, al tiempo que se aparta para mirarme a los ojos—. , el tipo es un imbécil, pero no creo que no tenga remedio.

Una carcajada carente de humor brota de mi garganta, al tiempo que un par de lágrimas traicioneras me abandonan.

—Se comportó como un completo asno ayer.

—Está asustado.

—Y de todos modos, eso no lo justifica. —Niego con la cabeza—. Una vez le permití a alguien ser un completo idiota conmigo y terminó de la peor manera posible para mí; así que: No, gracias. No voy a volver a pasar por eso. No me lo merezco.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres, Andrea? ¿Mandarlo a la mierda? ¿Qué haga algo para enmendarlo? —Sacude la cabeza—. Por lo que dices, el tipo tiene un serio problema con los apegos emocionales y se comunica como el culo; pero, también, por lo que dices, no suena como una mala persona. Como alguien que quisiera herirte de manera intencional, quiero decir. Y, además, le importas.

Desvío la mirada de la suya y la clavo en el suelo al tiempo que me abrazo a mí misma.

—¿Y de qué me sirve todo eso si no...? —Me detengo en seco por que no sé cómo terminar esa pregunta.

—Si no, ¿qué? —Karla inquiere, en voz baja—. ¿Si no te corresponde? ¿Si no quiere lo mismo que tú? ¿Tienes la certeza de ello? ¿Él la tiene? ¿Por qué no se lo preguntas? ¿Por qué no hablas con él sobre todo esto?

—Porque él me lo ha dejado en claro más veces de las que puedo contar —replico, frustrada y dolida—. Me ha dicho hasta el cansancio que lo nuestro es exclusivo, pero no de esa manera.

—Pero tú no le has dicho nada de lo que sientes. No le has dicho nada de lo que quieres. Es tiempo de que lo hagas, Andrea.

El pánico que me invade luego de que mi amiga pronuncia aquello es indescriptible. Sordo e intenso por sobre todas las cosas.

Y no solo por lo que implica hablarle a Bruno sobre lo que siento, sino porque en realidad no sé qué diablos siento.

No soy una tonta. Sé perfectamente que Bruno Ranieri no me es indiferente. Que, en el fondo, he albergado ciertas esperanzas. ¿De qué? No estoy muy segura. Lo único que sé es que me gusta mucho más de lo que me gustaría admitir. El tiempo a su lado se pasa volando. Con todo y su carácter hosco y huraño, no puedo dejar de tener el mejor humor cuando se encuentra cerca.

No hay nada que no me gustaría hacer con ese hombre y me aterra tanto saberlo, que no sé cómo lidiar con ello. Que prefiero cerrar los ojos a ello y no enfrentarlo.

—No pienso declararle mis sentimientos a ese hombre una segunda vez, Karla —digo, al cabo de un largo momento, en un afán de quitarle tensión al momento y ella suelta una carcajada—. No te rías. Hablo en serio. Mi orgullo no me lo permite.

—No vas a declararle tus sentimientos, boba. Solo vas a decirle que quieres algo más.

—¿Qué no es eso lo mismo?

Ella lo piensa unos instantes.

—Quizás sí. —Asiente—. Pero... con gracia.

Esta vez, la carcajada que se me escapa está a medio camino entre la histeria y la diversión.

—Estás loca.

—Di lo que quieras, Andrea Roldán —Karla dice—, pero, la que está enamorada de un estúpido eres tú, no yo. Al mío ya lo superé.

Otra risotada se me escapa y le muestro mi dedo medio de la mano derecha.

—Vete al infierno.

Es el turno de mi amiga para reír para, luego de eso, llevar la conversación a un lugar más ameno.

—Solo... piensa qué es lo que quieres hacer, Andrea. Toma una decisión. Si no quieres hablar con él porque sientes que todo ha quedado muy claro, entonces, solo queda decidir.

Decidir.

Decidir si quiero o no seguir con lo que tenemos, de la manera en la que lo tenemos. Decidir si quiero o no terminarlo de una buena vez.

Suspiro.

El pecho no ha dejado de dolerme y me escuece aún más cuando el teléfono me vibra entre los dedos y leo, en la burbuja que aparece en la pantalla, un mensaje de Bruno que dice:

«Odio cuando no somos amigos. Lo lamento. Soy un idiota».

Lágrimas nuevas me inundan la mirada y cierro los ojos para contenerlas.

—C-Creo que voy a tomar mi distancia.

—¿Vas a terminar con lo que tienen? —Karla inquiere, en voz baja y suave, como si tratase de no herirme con lo que dice.

—No lo sé. —Admito—. Solo sé que necesito... espacio.

Ella asiente.

—¿Vas a hablar con él?

—No lo sé. ¿Tiene objeto?

Suspira.

—Lo lamento tanto, Andrea.

Me encojo de hombros.

—No lo lamentes —digo, pese a que quiero echarme a llorar—. Aquí no ha pasado nada.

No todavía. Pienso, pero me obligo a empujar el pensamiento en lo más profundo de mi mente.





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