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26

Es sábado por la mañana y yo todavía no sé si mis planes con Bruno siguen o se han cancelado. De camino al trabajo, no tuve el valor de traerlo a relucir y ahora que he tenido un par de horas de día laboral para procesarlo, me arrepiento de no haberlo preguntado.

Y es que ese es el asunto. Con Arturo, me aterraba decir lo que quería hacer, o preguntar algo que lo hiciera responderme con alguna grosería —en ese momento, por supuesto, no sabía que eran groserías—; es por eso que ahora con Bruno no puedo evitar caer en los mismos comportamientos de antes.

La diferencia es que Bruno no es Arturo y, si bien nuestros gustos son completamente opuestos para casi todo, jamás ha sido despectivo conmigo como era mi exnovio. Y con todo y eso, no puedo evitar repetir el patrón.

Es por eso que, casi a la hora del almuerzo, durante una escapada que me doy al baño, decido enviarle un mensaje:

«¿Qué haremos hoy?».

Cuando me doy cuenta de lo escueto que se lee mi mensaje, envío un emoji. Acto seguido, me entretengo lavándome las manos y me guardo el aparato en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Pese a que trato de no prestarle mi total atención al nudo ansioso que me ha atenazado los intestinos, no puedo dejar de sentir como si pudiese vomitarme encima en cualquier momento.

Estoy a punto de abandonar el baño, cuando mi teléfono suena. De inmediato, lo tomo en un impulso envalentonado y respondo sin siquiera mirar el identificador porque de alguna manera que es él.

—Vas a matarme. —La voz de Bruno inunda mis oídos y todo dentro de mí se revuelve con violencia. Odio que provoque esto en mí. De verdad, lo odio.

—«Hola» para ti también —bromeo y sonrío al tiempo que me recargo contra la pared, aún presa de una sensación inquietante y dolorosa. De esas que te quitan el aliento y te hacen imposible quedarte quieta.

—Andrea, vas a matarme —insiste y, desde ese momento, la desazón me llena el pecho.

—¿Por qué? —pregunto, pese a que ya sé qué es lo que dirá. Va a cancelarme los planes. Lo sé.

Suspira.

—Es cumpleaños de mi medio hermano y prometí asistir a su festejo —dice, pesaroso—. Había olvidado por completo que ya había quedado contigo y me comprometí a ir con él. —Hace una pequeña pausa—. La cosa es que, con Julián las cosas nunca han ido bien y, si no voy, pensará que lo odio o algo por el estilo.

¿Y por qué no puedo ir contigo? Quiero decir, pero no me atrevo. Las palabras no me salen de la boca y me las trago todas, junto con el horrible escozor que me quema el pecho.

—Entiendo —digo, pese a que no lo hago en realidad—. No te preocupes. Igual podemos hacer algo cualquier otro día.

—¿Mañana, quizás? —dice—. Si no te gusta la idea de salir en domingo, sin problemas podemos salir el día que tú quieras.

—No pasa nada —digo, para restarle importancia—. Luego organizamos algo. No tiene que ser mañana.

—Andrea...

—Lo digo en serio —lo corto de tajo—. Ve con tu hermano. Pásala bien. Luego salimos tú y yo.

—Me odias, ¿no es así?

—Ni un poco —le aseguro y lo escucho suspirar una vez más.

—Prometo compensarte, Liendre —dice y es mi turno para suspirar.

—Ni siquiera te preocupes —replico, pese a que hay un resquemor en mi pecho. Uno imposible de ignorar o empujar lejos. Con todo y eso, me las arreglo para sonar casual cuando digo—: Y no quiero que pienses que te odio, pero debo irme. Mi supervisora debe estar como loca ahora que no estoy en mi lugar de trabajo.

Silencio.

Otro suspiro largo.

—De acuerdo —dice, pero no suena muy contento de tener que colgar tan pronto—. Te llamo más tarde.

Me relamo los labios.

—Hasta más tarde, Bruno —musito y, sin darle tiempo de decir nada más, le cuelgo.


Vuelvo a la caja en la que estoy atendiendo sintiéndome aturdida y agobiada, pero me las arreglo para concentrarme en la mecánica tarea de escanear productos en la registradora. Pese a eso, algo parece notarse en mi rostro, ya que Karla, desde la distancia —allá en su caja—, me mira inquisitiva, pero no es hasta la hora del almuerzo que le cuento lo ocurrido.

No puedo evitarlo y, mientras le hablo sobre lo que pasó, los ojos se me llenan de lágrimas.

La frustración es persistente en mi pecho, pero me las arreglo para continuar hasta el final.

Para cuando termino de exponerle lo terrible que me hace sentir que, ni siquiera por cortesía, mencionó la posibilidad de que fuéramos juntos, estoy al borde del llanto.

—Entiendo que todo eso de la formalidad le da pavor, pero tampoco es como si estuviese pidiéndole que me presente como su novia o algo por el estilo —digo, mientras mordisqueo el sándwich que Bruno me preparó antes de salir de casa esta mañana.

Ella me mira fijo, mientras pone gesto de estar analizando la situación a detalle. Entonces, cuando parece haber concluido algo, dice:

—Cuando juegas a las relaciones libres; sin ataduras; este tipo de cosas pueden ocurrir, Andrea. Se trata de límites y reglas. De exponer, por crudo o cruel que sea, lo que se espera del otro. —Sacude la cabeza en una negativa—. Está claro que ambos tienen una idea muy diferente de lo que tienen y deben aclararlo. Pronto. —Clava sus ojos en los míos, dejándome en claro que lo que ha dicho es más un regaño que un consejo. Entonces, se cruza de brazos—. Lo único que me parece bastante bajo; y tengo que decírtelo, Andrea; es que hizo una promesa antes. Su compromiso era contigo primero; no con su hermano.

—Pero es su hermano —justifico, pese a que una parte de mí me dice que no debería hacerlo.

Ella asiente.

—Lo sé. —Suspira—. Es más complicado de lo que parece, lo admito; pero, lo que trato de decir es que debes ser clara con él. En todo momento. Decirle qué te molesta en el momento en el que lo hace. Si no, nunca van a llegar a ningún lado.

—No estoy segura de que él quiera llegar a algún lado conmigo —mascullo, entre dientes y ella sonríe.

—No lloriquees. —Pone una mano sobre la mía—. Ni te agobies. —Esta vez, su sonrisa es más amable. Entonces, cuando me suelta y vuelve su atención al atún con verduras que ha traído desde casa, añade—: Mejor, deberías estar pensando a dónde quieres ir esta noche.

Frunzo el ceño, confundida.

—¿A dónde quiero ir?

—¡Claro! ¿Acaso pensabas que ibas a quedarte en casa mientras ese cabrón se va de fiesta? —Bufa—. Por supuesto que no, mi queridísima Andrea. Tú yo nos vamos a ir de juerga.

—Yo no quiero irme de juerga. Menos si es solo para vengarme de Bruno —replico.

—No vas a irte de juerga para vengarte de él, cariño —Karla dice, con una sonrisa sabionda en el rostro—. Vas a irte de juerga, en una noche de chicas conmigo, porque cualquier cosa es mejor que quedarte en casa a amargarte la existencia dándole vueltas al asunto. Tanto el tuyo con Bruno, como el mío con Gustavo.

Suspiro y arqueo una ceja.

Touché.

Ella asiente, al escucharme decir eso, y su sonrisa se ensancha.

—Esta noche, tú y yo nos vamos a poner guapas, y vamos a ir a beber unas copas. A bailar, quizás. —Se encoge de hombros—. Lo que se nos antoje. —Hace una pequeña pausa y se relame los labios—. Ahora que, confieso que no estaría nada mal que te aseguraras de que Bruno te mire salir con un vestido de muerte. Solo digo.

Es mi turno de sonreír.

—¿Eso no es una venganza?

—No lo es. —Sostiene, sonriendo como una completa desvergonzada—. Solo le vas a mostrar el tamaño de mujer que pudo haberse marchado con él de haber carburado las dos neuronas que tiene en la cabeza.

Suelto una risa nerviosa.

—Eres el mismísimo demonio, Karla —digo, incapaz de disimular lo mucho que me gusta la posibilidad de asegurarme de que Bruno me vea marcharme en algo bonito... Y sexy.

—Soy la voz de la razón, Andrea —Me guiña un ojo—. Asegúrate de estar temprano en casa. Nos vamos tan pronto como nos hayamos asegurado de que Bruno te ha visto.

Mi sonrisa se ensancha.

—Pero no es una venganza, ¿no es así? —inquiero, con una ceja enarcada.

—Por supuesto que no. —Ella intenta un gesto serio y me guiña un ojo—. Ni siquiera un poco.


***


Llego a casa antes que Bruno, es por eso que tengo oportunidad de adueñarme del baño y la recámara a mis anchas.

Acababa de salir de ducharme —luego de una exhaustiva y dolorosa sesión de depilado— cuando me llamó para preguntarme si quería que pasara a recogerme al trabajo. Cuando le dije que ya estaba en casa, se quedó serio al teléfono por unos segundos. No estoy segura de cuántos, pero fueron eternos para mí.

Finalmente, dijo que llegaría a casa tan pronto como la fila en el cajero y el tráfico se lo permitiese, y yo le deseo buen viaje sin mencionarle una sola palabra de mis planes para esta noche.

Pasan de las nueve cuando Bruno Ranieri entra a la habitación —ahora bañada en perfume y con música de Ariana Grande a volumen considerable—. Todavía no me pongo el vestido que he elegido, pero ya me he arreglado el cabello en ondas suaves y me he aplicado casi todo el maquillaje. Solo me faltan los labios.

Cuando me mira, se detiene en seco y me mira fijo.

—¿Sales esta noche? —Inquiere, luego de mirarme de arriba abajo con lentitud. Llevo puesta su remera de Pink Floyd, esa del triángulo y el arcoíris, y bragas. Me he asegurado de eso con demasiada deliberación. Él tiene que saber que llevo unas bragas diminutas. De encaje. Y rojas.

Sonrío ligeramente.

—Con una amiga —replico, ligera y fresca—. Noche de chicas.

Él asiente, aun mirándome con fijeza; como si tratase de averiguar si hago esto por venganza o no.

—Que te diviertas —dice, al cabo de un largo momento, y su comentario suena genuino—. Avísame si quieres que pase a recogerte cuando termines.

Le guiño un ojo.

—No será necesario. El hermano de mi amiga tiene un taxi. Pasará a recogernos y me traerán a casa.

Ahora es notable la seriedad en su gesto, pero lo que he dicho no es una mentira. El hermano de Karla de verdad nos llevará y nos recogerá al final de la noche.

—De acuerdo. De todos modos, ve con cuidado.

Asiento.

—Lo haré. No te preocupes.

En ese momento, él me regala un asentimiento que se me antoja duro y tenso; y, pese a que tiene cara de que todavía tiene mucho qué decirme, se encamina directo al baño.

El sonido de la regadera no se hace esperar y, cuando lo hace, le escribo a Karla.

«¿Estás lista?

Si es así, ya puedes pasar a recogerme».

A los pocos minutos, recibo:

«Diez minutos y salgo por ti.

¿Ya te vio?».

Sonrío y tecleo:

«Algo así, pero me verá de verdad antes de irnos. Te lo aseguro».

A los pocos instantes, leo:

«Y se supone que la perversa aquí soy yo. Jaja!

Nos vemos en media hora».

Mi única respuesta es un emoji guiñando un ojo y, luego de eso, me concentro en aplicarme un bonito labial rojo. Cuando termino, me adentro en el armario y me despojo de la remera para enfundarme en el revelador vestido que compré en una rebaja hace años —en un estúpido impulso de compradora compulsiva—, pero que nunca tuve el valor de usar por el tipo de corte que tiene.

Es negro y corto.

Muy corto.

Tiene el largo suficiente como para hacer que te muevas con precaución, pero no tanto como para lucir vulgar. El escote es ligero y cae suelto sobre mis pechos, y los tirantes son tan delgados, que no puedes llevar un sujetador con él; por fortuna, tiene un par de copas que mantienen todo en su lugar.

Mis ojos se pasean por todo mi cuerpo cuando me miro al espejo. Durante un segundo, dudo de lo que llevo puesto; sin embargo, luego de unos largos instantes de debate interno, me digo a mí misma que me llevaré una chaqueta bonita y que no me la quitaré en toda la noche.

Con ese pensamiento en la cabeza, me enfundo en unos zapatos altos de color negro que hacía eternidades que no utilizaba y, finalmente, elijo un bolso bonito y una chaqueta de piel negra que me regaló mi mamá hace dos navidades.

La chaqueta, por supuesto, no me la pongo todavía.

Antes de salir me echo un último vistazo y decido quitarme los lentes para guardarlos dentro del bolso. Entonces, me acerco al reflejo para que mis ojos cansados puedan enfocarme un poco mejor.

Si tuviera lentes de contacto, los usaría; pero como no es así, tengo que conformarme con esto.

Suspiro, y me acomodo el cabello una vez más. Entonces, me echo a andar hacia la habitación.

Cuando abandono el vestidor —luego de haberme puesto un poco del perfume barato que utilizo y que huele delicioso—, Bruno está saliendo del baño y se detiene en seco en el instante en el que me mira.

Lleva únicamente una toalla anudada en las caderas y el cabello húmedo le cae desordenado sobre la frente. Pese a eso, soy yo quien se siente azorada. Acalorada y poco vestida para la ocasión.

Sus ojos barren por la extensión de mi cuerpo con tanta lentitud, que un nudo me atenaza el vientre y debo reprimir el impulso de apretar los muslos con fuerza.

—¿Esta es una clase de venganza? —inquiere, con la voz enronquecida, pero con un brillo peligroso en los ojos.

Parpadeo un par de veces, fingiendo no saber a qué demonios se refiere.

—¿De qué hablas?

—Sabes bien a qué me refiero. Te vistes así solo para que me muera de los celos.

—Me visto así porque me veo guapísima —puntualizo—. No te creas tan importante. Además, fuiste tú el que decidió cancelarme. Yo solo hice cambio de planes, justo como tú.

—Es el cumpleaños de mi medio hermano.

—Y, de todos modos, ya habías quedado en algo conmigo.

—¿Y qué se supone que estás sugiriendo que haga? ¿Que le hable a Julián y le cancele para salir contigo?

—Por supuesto que no —digo, horrorizada ante la posibilidad de ponerlo en ese predicamento—; pero habría sido genial si me hubieras invitado.

Enmudece unos instantes.

—Andrea...

—Y aclaro que no estoy pidiendo que me presentes como tu novia o nada por el estilo —lo interrumpo, a sabiendas de lo que puede estar pensando—; pero, habría sido genial que se te ocurriera la posibilidad de que te acompañara. —Sacudo la cabeza y suspiro. Mi teléfono suena dentro de mi bolso y lo tomo para mirar el mensaje de Karla. Ha llegado. Está esperándome allá abajo—. En fin... Supongo que esperar eso es demasiado para lo que tenemos —digo, sin mirarlo y, luego, lo encaro. Entonces, alzo ligeramente el mentón y añado—: Quizás deberíamos sentarnos a hablar de eso después. Ya sabes, discutir nuestros límites, términos y condiciones. Para saber qué podemos esperar o no de esto.

Él aprieta la mandíbula.

—Dijimos que sería sin ataduras.

Una sonrisa triste se dibuja en mis labios.

—Y lo es. Por eso no dije absolutamente nada. —Lo miro a los ojos con total franqueza—. Y no. No es una venganza. Fuiste tú quien lo trajo a colación. —Me encojo de hombros—. Como sea... Debo irme. Llegaron por mí.

Acto seguido —y sin darle oportunidad de decir nada—, salgo de la habitación no sin antes asegurarme de darle un vistazo del escote en la espalda que tiene el vestido.


***


Son alrededor de las once y media cuando Karla y yo decidimos pedir la cuenta en el bar en el que comenzamos la noche. Mi amiga no me ha decepcionado en lo absoluto con ese precioso vestido azul marino entallado que lleva, y se ha alisado tanto el cabello que me pregunto cómo diablos consiguió hacer que luzca así de... perfecto.

Jamás, por más que lo he intentado, he logrado que mi cabello luzca así.

—¿Qué tanto me miras? —Karla inquiere, mientras esperamos a que el mesero nos traiga la cuenta.

—Lo guapa que eres —bromeo y ella sonríe, descarada.

—No voy a ser tu plato de segunda mesa, Andrea Roldán —bromea de regreso y una carcajada se me escapa.

Estoy a punto de hacer un comentario mordaz respecto a su ahora exnovio, cuando alguien dice mi nombre a mis espaldas.

De inmediato, vuelco mi atención hacia el sonido y la familiaridad me golpea de frente cuando el rostro de un chico me da de lleno. De manera inmediata, los recuerdos me embargan y parpadeo un par de veces solo porque luce tan distinto que casi no lo reconozco.

—¡Gonzalo! —exclamo, al tiempo que esbozo una sonrisa. Mi excompañero de la universidad me regala una sonrisa radiante antes de abrazarme con efusividad.

—¡Estás divina, mi amor! —dice, al tiempo que se aparta para mirarme de arriba abajo y una risotada se me escapa.

Gonzalo siempre —incluso en mis momentos más ridículos— me levantó los ánimos.

—¿Cómo has estado? —inquiero, al tiempo que le echo un vistazo a detalle.

Lleva sombra anaranjada en el interior del ojo, dándole aspecto de modelo de pasarela; y el cabello completamente plateado solo complementan su look extravagante.

—Mejor que nunca. Renuncié al despacho contable de la familia y puse mi propio salón con mi mejor amiga. —Me regala una sonrisa radiante—. ¿Recuerdas cuánto lo anhelaba?

Una sonrisa radiante, de genuina felicidad, se dibuja en mi rostro. Por supuesto que lo recuerdo. Gonzalo soñaba despierto con la posibilidad de dejar la carrera para dedicarse a su verdadera pasión; sin embargo, sabía que su padre terminaría por perder la cabeza si lo hacía. De por sí, su relación ya estaba bastante deteriorada. Según lo que, en su momento, me contó, su papá no podía asimilar todavía que su único hijo fuera gay.

Verlo ahora así: contento, regio, con una sonrisa suficiente y realizada, no hace más que llenarme de la sensación más satisfactoria del mundo.

—Por supuesto que lo recuerdo—digo, al tiempo que aprieto sus manos entre las mías en un gesto afectuoso—. No tienes idea de lo feliz que me hace saber que por fin lo has conseguido.

Él suelta una risita avergonzada y hace un gesto desdeñoso para restarle importancia a mi comentario.

—Basta de mí. Mejor cuéntame, ¿cómo has estado?

Durante unos instantes, vacilo; pero termino reforzando mi sonrisa.

—Muy bien —digo, ambigua—. Todo está en orden conmigo.

—Qué bueno. Me da muchísimo gusto. ¿Sigues trabajando en la empresa en la que te explotaban?

—¿En la Comercializadora? No. Ya no. —Esbozo una sonrisa forzada—. Pero es una larga historia, y la verdad es que esta noche solo queremos divertirnos, ¿no es así, Karla?

Mi amiga estira la mano para saludar a Gonzalo y los presento brevemente.

En el proceso, el mesero llega con nuestra cuenta.

—¿A dónde van ahora mismo? —inquiere mi excompañero, mientras Karla toma su chaqueta y la bolsa de mano que trajo consigo. Yo la imito, pero solo tomo mi bolso, ya que no me he quitado la chaqueta para nada.

—Pensábamos buscar un lugar para bailar —dice mi amiga, mientras se acomoda el cabello detrás de los hombros.

—¿Por qué no nos acompañan, entonces? Es el cumpleaños del chico con el que sale mi socia y vamos a ir a su festejo. Será en un antro súper exclusivo, pero he escuchado que la música para bailar está espectacular. Solo pagamos la cuenta y nos vamos para allá.

Karla y yo nos miramos.

—No lo sé, Gonzalo...

—¡Oh, vamos, Andrea! Tenemos muchísimo sin vernos. Además, necesito que me rescates porque no conozco a nadie en ese lugar y no quiero sentirme como pez fuera del agua.

Suspiro, al tiempo que le dedico una mirada a Karla. Ella, regalándome una sonrisa tranquilizadora, dice:

—Por mí no hay ningún problema. Siempre y cuando haya qué beber y dónde bailar, soy feliz de ir a donde sea.

Es mi turno de sonreír. Gonzalo hace lo propio y, luego de agradecernos una y otra vez durante, al menos, otro minuto, nos encaminamos hasta el fondo del bar, donde él, su socia y su pareja se encuentran terminando sus bebidas y pidiendo la cuenta.


—¿Cómo se llama el lugar al que vamos? —Karla inquiere, luego de que nos han presentado con Sofía —la amiga Gonzalo— e Ignacio —su novio—, y nos dirigimos hacia el estacionamiento del bar para tomar camino a nuestro siguiente destino.

Spartacus —Ignacio responde, con una sonrisa radiante en el rostro, mientras nos mira—. El lugar está increíble. Les va a encantar.

Acto seguido, nos subimos al coche en el que vienen y emprendemos camino.





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