11
Hoy es mi día de descanso, así que tuve oportunidad de dormir un poco más antes de iniciar el día. A pesar de eso, tuve que poner una alarma para poder hacer todos esos pendientes que tengo desde la semana pasada.
Esta vez, cuando me levanto, pongo música en los auriculares de mi teléfono para escuchar mientras me alisto. Hoy voy más arreglada de lo normal. Tengo cita con el licenciado Guzmán a mediodía y, antes, debo presentarme ante a firmar en la fiscalía una vez más.
Después de mi reunión con el abogado, iré a hacer mi despensa de la quincena. Si tengo suerte, llegaré a casa temprano. Y, si tengo un poquito de más suerte, también recibiré buenas noticias respecto a mi situación legal.
La expectativa me atenaza el estómago, pero me obligo a mantener las emociones a raya mientras trato de echarme otro vistazo en el pequeño espejo de mi polvo compacto.
Un suspiro frustrado se me escapa y, durante un segundo, considero la posibilidad de entrar en la habitación solo para verme en alguno de los espejos que hay dentro. Deshecho el pensamiento tan pronto como llega. Prometí no ser un dolor en el culo con Bruno. Eso también incluye respetar su espacio. Al menos, mientras duerme, ya que es imposible no entrar a esa alcoba por lo menos una vez por día.
Me digo a mí misma que me veré en uno de los espejos del gimnasio y, con este pensamiento en mente, cambio de canción para poner algo que me pone de buen humor: No Promises de Cheat Codes con Demi Lovato. Después, tomo mi bolso, echo mi cartera, las llaves y algo de maquillaje para retocarme si lo necesito. Luego, bajo a mirarme al espejo. Cuando lo hago, repito la canción una vez más y subo el volumen.
Me guardo el teléfono dentro del sujetador mientras me preparo el desayuno y bailoteo de manera inconsciente hasta que tengo que repetir la canción una vez más.
Para cuando estoy desayunando —café y pan francés— tengo la adrenalina tan a tope, que estoy brincando y bailando al ritmo de la música que suena —ahora muy, muy fuerte— en los auriculares que llevo puestos. Me siento relajada ahora. Tranquila. Así que, cuando la canción termina esta vez, en lugar de repetirla, busco una nueva. Mientras hago eso, me giro sobre mi eje para tomar la taza con café que he dejado en la isla de la cocina. Entonces, lo veo.
Un grito ahogado se me escapa en el instante en el que la imagen repentina llega a mí y me arranco un auricular a toda velocidad solo porque Bruno Ranieri se encuentra ahí, en la entrada de la cocina, luciendo fresco y arreglado.
Su gesto es serio, pero una sonrisa baila en las comisuras de sus labios. Eso es lo único que necesito para saber que me ha visto brincar y bailar como una lunática por toda la cocina.
Oh, Dios. ¿Desde hace cuánto estás ahí?
La vergüenza se extiende sobre mi pecho con una rapidez abrumadora y siento cómo el rubor me calienta la cara.
—Buenos días —digo, sin aliento. Él, sin despegar los ojos de mí, asiente.
—Buenos días, Andrea —dice, estoico y la vergüenza incrementa. Hace un gesto en mi dirección con la cabeza y, luego añade—: Luces como si estuvieras lista para presentarte ante un juzgado.
En el instante en el que las palabras abandonan su boca, la sangre se me agolpa en los pies. De pronto, la posibilidad de que se entere de lo que está pasando conmigo y mi situación legal, hace que me falte el aliento.
El horror repentino que me embarga hace que me den ganas de vomitar, pero me obligo a sonreírle. Él no parece notar la tensión en mi gesto, ya que avanza con naturalidad hacia la cafetera.
Me aclaro la garganta y apago la música para quitarme el auricular que me quedaba en las orejas.
—Tengo una entrevista de trabajo —digo, porque necesito justificar el hecho de que por lo regular nunca ando así de arreglada.
Bruno, sin ponerle ni siquiera un poco de azúcar al café, le da un sorbo largo, al tiempo que se recarga contra la encimera e introduce su mano libre en el bolsillo de su pantalón.
—Que tengas mucho éxito, entonces —dice, al tiempo que me regala una suave sonrisa torcida. El día de hoy, lleva la mandíbula sin afeitar y la fina capa de vello le da un aspecto rebelde.
El corazón me da un tropiezo solo porque es guapísimo y le sonrío de regreso. Esta vez, mi gesto es más sincero que el anterior.
—Gracias —digo, mientras, disimuladamente, me aliso las arrugas de la falta de tubo que llevo puesta.
—Trabajarás hasta tarde hoy, supongo —dice y, la manera en la que pregunta me saca de balance unos instantes.
¿Está preocupado por ti?
—No —respondo—. Hoy es mi día de descanso, así que solo voy a mi entrevista, a unos cuantos mandados y luego vuelvo a casa.
Él asiente, con gesto más recompuesto que hace apenas unos instantes y la confusión incrementa otro poco.
Silencio.
Me muerdo el interior de la mejilla y bebo de mi café —con leche y azúcar— para no tener que hablar.
Me aclaro la garganta de nuevo.
—¿Y tú? —inquiero, pese a que no quiero sonar muy curiosa—. ¿Trabajas hasta tarde hoy?
Él me mira durante una fracción de segundo, pero, en lugar de decir lo que espero, pronuncia:
—Mucho me temo.
La decepción me atenaza el pecho.
—Oh... —Sonrío, pesarosa—. Lo siento mucho por ti.
No responde. Solo bebe de nuevo un poco de su café. Yo me giro para sacarme el teléfono del sujetador de un movimiento disimulado y rápido, y miro el reloj. Faltan diez minutos para las nueve. Si quiero llegar a las nueve y media a la Fiscalía del Estado, debo salir ya.
—Tengo que irme —digo, mientras me apresuro a recoger mi plato y mi taza para lavarlo todo antes de irme.
—Deja ahí —Bruno dice y vuelco mi atención hacia él. Me sonríe y el corazón se me estruja—. Yo me encargo.
—No podría...
Hace un gesto de cabeza en dirección a la salida, serio, pero con un brillo extraño en los ojos. Agradable...
—Vete ya, liendre. Suerte en tu entrevista.
Algo me calienta el pecho.
—Gracias —digo, y reprimo las ganas que tengo de estrujarlo en un abrazo agradecido, como haría con cualquiera de mis amigos. Dudo mucho que a Bruno le gusten mucho ese tipo de demostraciones de afecto. Mucho menos, si vienen de mí —dada nuestra historia, claro está.
En el pasado, llegué a pensar que Bruno era un chico dulce, hablador, cariñoso, abierto y un líder nato. Ahora que empiezo a tratarlo, he podido darme cuenta de que es todo lo contrario. Es serio, hosco, taciturno, cerrado... Un lobo solitario.
De alguna manera, todas esas ideas preconcebidas que tenía de él se han ido diluyendo con el paso de los días en este lugar y, pese a que no convivimos demasiado y las veces que hemos hablado han sido pocas, ahora no puedo dejar de imaginarlo con esa personalidad tosca que en realidad tiene.
No puedo dejar de imaginarlo refunfuñando por todos lados, con el ceño fruncido y esa postura intimidante de la que es poseedor.
Él me guiña un ojo en respuesta a lo que he dicho y, sin que pueda evitarlo, el corazón me da un tropiezo; pero, sin decir nada más, tomo mi teléfono —y audífonos— y salgo de la cocina lo más rápido que puedo.
Quiero mirar atrás durante un segundo, pero no lo hago. Me obligo a seguir avanzando con el pulso golpeándome con fuerza detrás de las orejas y una sensación inquietante removiéndose debajo de mi piel.
***
—Le traigo buenas noticias, señorita Roldán. —El tono entusiasta en el que el abogado comienza a hablar, luego de haberse instalado en la mesa del restaurante en el que hemos quedado, enciende una llama que se había mantenido apagada desde que el licenciado Hernández dejó de mi caso.
—¿De verdad? —No quiero sonar ilusionada, pero lo hago de todos modos.
El hombre asiente, con una gran sonrisa pintada en los labios y las chispas de la esperanza comienzan a invadirme por completo.
Antes de empezar a hablar, el hombre encarga un platillo del menú y miro, de reojo, el precio. Siempre que nos vemos le invito lo que sea que esté más próximo: el desayuno, la comida, la cena... Todo depende de la hora en la que nos veamos. Ahora mismo, mi economía no puede permitirse el lujo de que ambos comamos algo, por eso, cuando la mesera se acerca a tomar la orden, yo solo pido un café americano.
El hombre habla de trivialidades mientras esperamos por su desayuno —casi comida, si puedo ser honesta— y yo solo puedo pensar en la idea se zarandearlo para que me diga de una maldita vez cuales son las buenas noticias. Pese a eso, me obligo a sonreír y a responderle con cortesía a todo lo que dice. Finalmente, cuando el hombre empieza a engullir sus chilaquiles verdes, habla:
—Le decía, señorita Roldán, que le tengo excelentes noticias —dice, luego de beber un largo sorbo de café.
Asiento, para instarlo a hablar y él se toma el tiempo de limpiarse la boca con una servilleta antes de regalarme una sonrisa grande y satisfecha.
—Resulta que conseguí una apelación para usted. Argumenté que las pruebas no son lo suficientemente esclarecedoras como para señalarla como presunta responsable del delito y conseguí que la parte defensora tenga que buscar pruebas contundentes para concluir con el juicio. Todo esto sin mencionar que se rumorea que el Corporativo Mendoza está por realizar un cambio de defensa. Lo que quiere decir que esta búsqueda de pruebas puede alargarse hasta el infinito. ¿No es eso fabuloso? —dice, con entusiasmo y yo parpadeo un par de veces, mientras digiero todo lo que me ha dicho.
La esperanza se diluye en mi sistema tan rápido como aparece, pero me deja un regusto doloroso en el pecho y una punzada de ira crepitándome por la cabeza.
Me relamo los labios, seria. En el proceso, lo miro engullir otro bocado del desayuno que voy a comprarle.
—¿Quiere decir que la buena noticia es que el juicio está detenido por el momento? —inquiero, con calma, pese a que quiero arrancarle el tenedor de entre los dedos y lanzarlo al suelo solo para que tenga la decencia de mirarme a los ojos mientras me dice semejante estupidez.
¿Cómo, en el condenado infierno, es esa una buena noticia? ¡El juicio está detenido, joder! ¡Eso no me absuelve de ningún cargo! ¡No elimina la posibilidad de que pase diez o más años de mi vida encerrada en una maldita cárcel!
El hombre me mira, con esos ojos pequeños, dentro de esa cara regordeta, y aprieto la mandíbula al notar la confusión en su mirada.
—Así es —dice, con lentitud—. ¿No le parece maravilloso? El juicio se ha detenido.
Niego con la cabeza. Primero lento, y luego cada vez más segura de mí misma. La furia corre a través de mi sangre a toda velocidad y, de pronto, me encuentro con un montón de palabras enojadas acumuladas en la punta de la lengua.
—No. No me parece maravilloso —espeto, con dureza y la sonrisa del hombre se desvanece—. No me parece maravilloso, porque esto no me exime de lo que se me acusa. No finaliza el proceso legal en mi contra. Lo alarga. —Me tomo unos instantes para tomar un par de inspiraciones profundas y no hablar de más, pero es casi imposible ahora mismo—. En todo caso, debería estar diciéndome que esto nos da más margen de tiempo para conseguir pruebas que demuestren mi inocencia, no creyendo que voy a dormir tranquila luego de saber que la mortificación por la que estoy pasando se ha pausado hasta Dios-sabe-cuándo.
El hombre frente a mí me mira, estupefacto, mientras tomo mi bolso y mis cosas y lanzo un billete que cubre su platillo —bebida incluida—, mi café y la propina de la mesera.
—Necesito que haga algo —siseo, en dirección al hombre, mientras me inclino sobre la mesa de manera amedrentadora.
Mi gesto furioso parece estar funcionando, ya que se pone lívido y abre los ojos como platos al tiempo que boquea como un pez en busca de palabras para responder.
—Cuando tenga buenas noticias de verdad, llámeme —digo, incapaz de no sonar como una completa desgraciada y me echo a andar en dirección a la calle.
***
El silencio incómodo en el que se ha sumido la estancia es solo interrumpido por el repiqueteo de los cubiertos sobre la vajilla de porcelana en la que comemos mis padres y yo.
Solo quiero salir corriendo, pero me obligo a echarme otro bocado, mientras me estrujo la cabeza tratando de buscar un tema de conversación para entablar. Antes era muy sencillo hacerlo. Cuando vivía con ellos y hacía lo que querían que hiciera, quiero decir.
Mucho me temo que, luego de que me convertí en la oveja negra de la familia, rompí mi compromiso y me independicé, las cosas han cambiado entre nosotros de una manera tan drástica, que a veces me pregunto si alguna vez volverán a ser lo que eran.
Esta mañana —por no decir, casi tarde—, luego de mi fatídica reunión con el abogado, mi madre me llamó por teléfono para invitarme a comer. La verdad de las cosas es que no quería venir, pero no tuve el corazón de negarme luego de haber pasado casi tres semanas enteras sin poner un pie en casa de mis padres.
Es por eso que ahora estoy aquí, sentada en la mesa del comedor; con el corazón hecho un nudo de la tristeza que me provoca nuestra relación mermada, y la mente hecha un lío en la búsqueda de aquello que nos hacía funcionar juntos.
Ya no me acuerdo cuándo fue la última vez que me sentí cómoda a su alrededor, y mucho me temo que, quizás, nunca me he sentido del todo cómoda con ellos.
Cuando creces en un hogar en el que todo lo que haces es señalado, criticado y castigado, es muy difícil no aprender a andar sobre las puntas de los pies todo el tiempo; sin embargo, hubo una temporada de mi vida en la que creí que nuestra relación podía mejorar. Cuando mi noviazgo con Arturo —el sobrino del sacerdote de nuestra comunidad— se formalizó y nos comprometimos. Mucho antes de las palabras hirientes, los desplantes, los malos tratos las horribles experiencias íntimas.
—Vimos a Arturo el domingo pasado. —La voz de mi padre se abre paso en el silencio y, como si hubiese dicho que el mismísimo Lucifer en persona me buscara, el terror me invade de pies a cabeza.
De pronto, una de las últimas interacciones con él me inunda la cabeza y una dolorosa sensación de pánico me atenaza el cuerpo.
Él diciéndome cómo vestir y cómo actuar. Él tomándome por los brazos, sacudiéndome con tanta brusquedad que me lastimó el cuello. Él forzando sus dedos dentro de mí, aun cuando sabía a la perfección acerca de mi inexperiencia. Él abofeteándome cuando le supliqué que se detuviera. Él gritándome a la cara las más hirientes de las palabras...
Cierro los ojos un segundo y tomo una inspiración profunda.
—Preguntó por ti. —Mi papá insiste y yo me obligo a meterme otro bocado de comida.
—Ernesto... —Mi mamá interviene, pero mi papá, como siempre, la hace callar con la mirada.
—No se ha casado todavía. Dice el padre Ramiro que no ha tenido ninguna otra novia luego de ti. Incluso cuando ha pasado tanto.
Las lágrimas me pican en los ojos y un nudo ha empezado a formarse en mi garganta, pero me obligo a alzar la mirada y clavarla en él.
—No voy a volver con Arturo. —Pese a lo mucho que me tiembla la voz, mi tono es tajante. Firme. Determinado—. Lo mío con él se acabó hace más de dos años. Respétalo, por favor.
Mi padre se levanta de la mesa y hago lo mismo.
—Andrea... —mi madre suplica, pero ya he comenzado a avanzar hacia la sala para tomar mi bolso.
—Un día ese hombre se va a casar y vas a arrepentirte de haberlo dejado ir —mi padre dice a mis espaldas y quiero gritarle que ese hombre abofeteó a su hija luego de herirla. Que amenazó con matarla si le dejaba, y le llamaba e iba a buscarla de madrugada para exigirle que lo tomara de vuelta.
A su hija. A esa a la que protegió de la vulgaridad y lo pagano, pero que expuso a un predador más horrible solo porque navega con bandera de puritano.
—Si vuelves a hablarle de mí o a hablarme de él, nunca más volveré a poner un pie en tu casa —le digo, ahogándome con las lágrimas que trato de reprimir con desesperación—. Te lo dije antes: No quiero volver a saber de Arturo. No voy a regresar.
—No entiendo qué fue lo que le pasó a la niña que crie —dice, con amargura y quiero gritarle. Quiero espetarle a la cara que la niña a la que crio es una inútil, incapaz de defenderse de nada y de nadie. Que ahora carga con una cruz que la hace sentir tan poca cosa y tan poca mujer, que apenas puede mirarse al espejo en las mañanas.
En su lugar, me obligo a lanzar lejos los pensamientos oscuros y lo encaro.
Sé que puede ver las lágrimas que brillan en mis ojos, pero de todos modos no disminuye la hostilidad en su expresión.
—Creció, gracias a Dios —digo, igual de amarga que él—. Y se fue de aquí para nunca volver.
—No te reconozco —dice, dolido y sonrío, triste.
—Yo tampoco te reconozco, papá.
Entonces, tomo mi bolso y me echo a andar hacia la salida.
El trayecto al apartamento de Génesis se me pasa como un martirio y un suspiro al mismo tiempo. Cuando menos lo espero, ya estoy saludando a José Luis a desgana y encaminándome al ascensor. Es tarde ya. Más de lo que me habría gustado.
Ni siquiera tuve el ánimo de pasar al supermercado a hacer mis compras. Me siento tan miserable y mi mente está tan nublada de recuerdos tan turbios, que apenas puedo mantenerme en una pieza hasta que el elevador se abre frente al flamante recibidor del pent-house.
La oscuridad en la que se sume el apartamento ahora que el sol cae, le da un aspecto melancólico al lugar. Tan similar a mi estado de ánimo, que decido dejarlo así.
Bruno no está. Eso está más que claro y mi ánimo decae un poco más.
Las lágrimas empiezan a correrme por las mejillas cuando voy a medio camino en la escalera que da a mi habitación improvisada; pero no es hasta que me quito los zapatos y me acuesto sobre mi estómago —luego de cubrirme hasta la cabeza con una frazada—, que los sollozos se me escapan.
Quiero llamar a la terapeuta, pero luego recuerdo que ya no tengo una porque no puedo pagarla y me siento aún más miserable.
Me digo a mí misma una y otra vez que hice lo correcto al salir de la relación abusiva en la que me encontraba estancada y que no debo sentirme culpable por haber roto nuestro compromiso; pero, de todos modos, no puedo dejar de sentirme como si fuese una persona horrible.
Cierro los ojos y trato de no llorar más, pero las lágrimas no dejan de abandonarme. No dejan de hincharme los ojos y hacerme sentir, de alguna manera, liberada.
Estoy agotada. Me duele la cabeza de tanto llorar y la noche ha caído ya.
No quiero moverme. No puedo hacerlo. Estoy tan adormecida y aturdida, que solo puedo aovillarme —pese al calor que ha empezado a hacer— y arrebujarme en la manta.
Eventualmente, la pesadez del sueño se apodera de mí y me dejo ir.
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