Capitulo 13
Debí caer totalmente rendido al camarote, pues ni tan siquiera me cambié de ropa ni desperté a Trad o Alexia para contarles la charla que había mantenido con el Almirante después de la cena.
Un rayo de luz se coló por un ojo de buey y fue a parar directamente a mi ojo derecho, con lo que me revolví en la cama huyendo de él. Normalmente acostumbraba a despertarme con el cacareo del gallo del jardín, así que el simple hecho de que hiciera sol no me iba a arrancar de la cama: no después de lo que había pasado la noche anterior. Sin embargo, sí que comencé a escuchar jaleo y traqueteo, pisadas de idas y venidas en cubierta y por los pasillos, y silbidos y vítores que debían provenir del puerto.
Me recliné sobre la cama, aún bastante somnoliento, y vi que había mochilas y sacos sobre un par de camas más aparte de las que habíamos ocupado Alexia, Trad y yo. Eso, además del traqueteo que estaba escuchando, me hizo espabilar ligeramente y decidirme a salir de la cama.
Como prácticamente estaba vestido de la noche anterior, algo que quizás sí debería haber remediado después del periplo por las alcantarillas, me calcé los zapatos y me decidí a salir del camarote. Pero antes, fui a echar un vistazo por el ojo de buey que daba la muelle: estaba repleto de gente.
Salí del camarote preguntándome por qué habría tanto alboroto alrededor del nautilo, aunque luego pensé que visto el grado de aburrimiento que hay en las gentes de Puerto Blanco, un nautilo Real es digno de ser recibido y despedido por el pueblo entero. Mientras avanzaba por los pasillos me percaté de que el traqueteo y el jaleo del barco lo causaban decenas de atūkay yendo y viniendo por el barco, cargando y descargando materiales, entrando y saliendo de camarotes, y gritando y dándose órdenes a voz en grito. Fui lo suficientemente rápido para alcanzar un pastel de carne de la bandeja que llevaba una atūkay bastante corpulenta que, deduje, debía de ser la cocinera. La mujer me miró con cierta incredulidad y comenzó a vociferar en una lengua que no conocía mientras se alejaba entre los pasillos de la nave.
Mientras me comía el pastel conseguí abrirme paso hasta lo que debía ser la salida a la cubierta principal. No tardé mucho tiempo porque nuestro camarote estaba en uno de los niveles superiores del nautilo, y es que los nautilos en general, y el modelo Real en particular, se caracterizan por tener la mayor parte de la nave bajo el agua que sobre ella: si un nautilo estándar tiene tres niveles superiores y tres o cuatro inferiores, los nautilos Reales constaban de cuatro plantas superiores bastante amplias, en las que se encontraban los camarotes, las cocinas y las estancias principales, y hasta seis niveles inferiores, entre los que se incluían calabozos y grandes compartimentos de carga.
Abrí la puerta que daba a la cubierta principal y vi todo el muelle, el cual estaba abarrotado de gente. En la cubierta, además de Trad y Alexia, había tres muchachos más que tendrían nuestra misma edad, aunque al estar de espaldas a mí no alcancé a identificarlos. También estaban el Almirante Blurbey y el que debía ser su segundo al mando o contralmirante, que a decir verdad era bastante más mayor que él: no dejaba de sorprenderme lo joven que era para ser un Almirante de la Marina Real.
Avancé un poco más por la cubierta y me arrimé a las barandas que lo delimitaban: estábamos bastante alto. A decir verdad, debíamos estar al menos a tres pisos de altura, y desde allí arriba las vistas de Puerto Blanco eran preciosas. Se veía todo el pueblo, el camino que salía de él y los campos, el bosque, y a lo lejos llegué a ver mi casa. En aquel momento sentí un nudo en el estómago al acordarme de Melsa, que ya debía de haber descubierto el engaño y estaría buscándome por todas partes. Aun así, una brisa de aire fresco que llegó del mar me dio de lleno en la cara, y en aquel momento recordé por qué hacía todo eso, por qué abandonaba mi hogar, mi vida, y a mi familia.
-- ¡Por fin te despiertas pedazo de marmota!-- exclamó Trad mientras me daba una puñetazo amistoso en el hombro. -- No ha habido manera de despertarte. Alexia estaba por tirarte un cubo de agua por encima.--
-- Lo habría hecho encantada...-- añadió Alexia apoyada sobre la baranda.
Sonreí y me coloqué junto a Alexia, en la misma baranda, y mientras contemplaba la muchedumbre en el muelle pregunté.
-- ¿Toda esta gente está aquí para despedirnos?--
-- ¿Para despedirnos?-- repitió con tono irónico Alexia, -- No te creas tan importante. Están aquí para despedir al Nautilo y al Almirante Blurbey.--
-- Todo ha sido obra de nuestro queridísimo rector. -- añadió Trad, -- Querrá colgarse medallas de cara a la capital...--
Efectivamente, entre la multitud, y en lo alto de un pequeño escenario, estaba nuestro ridículo rector agitando su gruesa y oronda mano en señal de despedida. Acto seguido, se sacó un pañuelo blanco del bolsillo y comenzó a airearlo como si fuera una damisela de la corte despidiéndose de su amado: más ridículo aún. Sin embargo, la gente lo imitó y de pronto el muelle se convirtió en un mar de pañuelos blancos ondeando al viento. Blurbey, con su encanto y su carisma, saludaba efusivamente y se deshacía muestras de afecto desde lo alto de la cubierta para con las gentes del pueblo. Acto seguido, hizo un gesto con la mano y su contralmirante dio una orden.
-- ¡Enciendan motores!--
Como si de un volcán se tratase, las máquinas en el interior del nautilo comenzaron a rugir y toda la nave empezó a vibrar. Apenas duró unos segundos hasta que la vibración se normalizó, pero justo entonces el contralmirante dio otra orden.
-- ¡Contramarcha a siete nudos!--
Y otra vez, a los pocos segundos, un rugido. Tras este segundo rugido, empezamos a notar cómo poco a poco la nave se iba moviendo hacia atrás en una maniobra de salida de puerto. Era un movimiento lento que poco a poco se iba volviendo más evidente: con la corriente de aire que generaba, con la inercia que hacía que nos pegáramos a las barandas, y con los remolinos de agua que creaba mientras daba marcha atrás para salir de Puerto Blanco.
Eché un último vistazo al que había sido hasta entonces mi hogar, y levanté la mirada hacia mi casa, en lo alto de la colina. La bajé por el bosque siguiendo la ruta del camino que lleva a puerto blanco, y cuando llegué a la mitad del mismo, cerca ya de la entrada al pueblo, se me heló el corazón.
En medio del camino, subidos encima del pedalier, estaban Melsa, Nea y Alana, agitando fuertemente los brazos. A los pies del pedalier, Delio, Cástor y Pollux hacían lo mismo: los gemelos incluso saltaban con entusiasmo.
En aquel preciso momento no pude retener las lágrimas, y dos de ellas consiguieron escapar sin que me diera cuenta, rodaron por mis mejillas, y desaparecieron el el mar en el que ya se encontraba el nautilo. Casi podía ver a Melsa llorando por el gesto que hacía, cuando no podía contenerse, de llevarse las manos a la boca. No sé bien si las lágrimas eran de emoción, alegría o tristeza, pero sé que el hecho de que hubieran intentado ir a verme ya me bastaba para irme en paz y con fuerza.
Poco a poco, la imagen de mi familia allá en las colinas, de la gente del pueblo, y hasta del propio pueblo, se convirtió en una especie de pintura difusa en la que tan solo conseguía distinguir las formas más vastas de la isla, así que me enjugué las lágrimas con las mangas de la camisa y volví a la realidad: mi nueva vida acababa de comenzar.
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