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La calle del adiós

Era una noche sin luna... de esas que apagan el cielo y oscurecen las sombras. Una de esas noches en que, la luz de cualquier farol, parece más sol que el propio sol que nacerá al amanecer. Era una noche sin luna y, ¿qué hay de la luna que no brota en una noche? Calla... Espera... Duerme silenciosa, escondida de la enormidad, refugiada porque no quiere mostrarse al mundo.

Pero, para Tommy, solo su mundo es importante. Divagaba en la oscuridad de su dormitorio con el reloj que su hermano mayor le regaló en la palma de su mano y los ojos más allá de aquella ventana entreabierta que le traía el frío de un diciembre cuyo viento gélido y suave llevaba copos de nieve al alféizar. 

Solo el sutil sonido del segundero aseveraba las horas que transcurrían mientras el joven muchacho se perdía en sus desordenados pensamientos y el aire le acariciaba la cara. Yacían en los labios palabras de silencio que solo se escuchaban en su pensamiento y, más allá de la calle, vacía, solo las luces de las farolas y la nieve amontonándose junto a las fachadas, llenaban la quietud de algo vívido aunque no de vida.

Penduleaba la cadena del reloj llevada por la leve fuerza del aire que acariciaba con frialdad su piel. Pero, el muchacho, solo se paraba a mirar más allá.

La humilde casa yacía silenciosa y todos dormían. Todos, menos él que, llevado por un sueño  que no era sueño, no conseguía dormir. Sin embargo, todo transcurría como siempre porque, el tiempo, no espera para nadie, y Tommy sabía que la noche pasaría como una más pero que, el día, no sería uno menos. 

Nevaba... Nevaba y Tommy sonrió cuando, algunos copos de nieve impulsados por un soplo de aire más fuerte, le tocaron en los ojos. Y es ese insignificante momento lo que logró que el chico volviera a la realidad. Cerró entonces la ventana y corrió las cortinas sin preocuparse en bajar la persiana decidiendo que ese era el momento de dormir o, al menos, de intentarlo.

Pasaron las horas sin que él las percibiese, sin que sintiera que el tiempo corría, sin que se diera cuenta de que, el tiempo, seguía existiendo. Pero, cuando dormimos, puede existir el tiempo para el resto del mundo sin que exista para nosotros. Y Tommy no podría saber jamás en qué momento asomó el sol en el horizonte desnudando a la luna escondida.

Pero brillaba el sol cuando, la voz de su madre fundida con la de sus hermanos, sonó más alta pidiendo que hablasen bajo. Una voz masculina, más ruda y grave, llegaba desde más lejos, aunque todas las voces llegaban con facilidad a sus oídos porque, la estancia, era pequeña. Tommy, desde la cama, miró al techo como si pudiera encontrar el cielo y, tras respirar hondo cual si volviera a nacer en ese día nuevo, se levantó.

El muchacho, como siempre, fue a trabajar a la vieja tienda de viejas cosas que es propiedad de la familia. Su reloj pendía de su cuello, contando las horas de su vida como lo hace desde aquel día que fue puesto como presente en su mano y, en la calle principal, todo despertaba ya llenando los comercios y robando el silencio. El tumulto, las voces y el constante vaivén de transeúntes, es algo a lo que Tommy y su familia siempre acostumbraban. Escuchaban ya todos esos sonidos como quien escucha su respiración, acostumbrados tanto a ello que ya ni lo percibían. La humildad llenaba cada recodo y todo cuanto tenían era el mayor de los tesoros.

Siempre que Tommy ve entrar a alguien a su tienda, siente esperanza, ilusión, alivio... un poco más de esa energía vital  que impulsa a los seres humanos a seguir, a no rendirse, a luchar... Un poco más de ese algo que no se ve pero que nos hace fuertes. Él ve las pequeñas cosas como grandes, y todas las grandes cosas se le quedan pequeñas. A menudo, refugiado en los libros como si las historias ficticias pudieran alejarle del mundo real, naufragando en los sueños por cumplir, sonriendo al futuro al no perder la esperanza, Tommy creía que todo en la vida, por pequeño que fuera, era inmenso... que hay grandes paraísos en pequeños hogares y diminutos infiernos en enormes naciones... Creía que cada pequeño tesoro es una pequeña reliquia de la historia del mundo. Que el valor no está en las cosas, sino en aquellos que las poseen... Tommy veía su vida como algo único porque, a pesar de su humildad, lo que le hacía vivir por encima de todo, era el amor de su familia.

Y los días se iban... Algunos lentos, otros fugaces. Algunos más tarde y otros más pronto, sofocando el sol a la luna en sus horas oscuras... El muchacho, nunca perdía la sonrisa, nunca perdía las ganas de seguir luchando por alcanzar la prosperidad, por vivir siempre al lado de los suyos. En la tienda había ventas y compras, gentes que iban y venían haciéndose con un artilugio mágico que, cuanto más antiguo, más importancia tenía. Siempre había un hueco para un objeto nuevo y siempre había un objeto que caía en nuevas manos. Para Tommy, su día a día era su vida. No pensaba en nada más que en el motor de su existencia sin saber que, alguien, lo detendría todo...

¿Quién puede cortar las alas de un ángel? ¿Quién puede sesgar una vida que acaba de empezar a vivir? Caía la noche sobre el adoquinado, vistiendo las luces, tiñendo las fachadas, apagando ya el último hálito del sol, lamiéndolo todo con una azulada luz. Tommy, ataviado con su abrigo negro y las manos resguardadas del frío en los bolsillos, caminaba haciendo de sus pasos un leve eco. Algunos transeúntes pasaban por su lado y, los locales más tardíos, cerraban ya sus puertas. Pero no sabía que, aunque pronto, era tarde... Su tienda y su casa quedaban ya a su espalda, a muchos metros de dónde él estaba... a muchos metros de su hermana, echando el cierre de la vieja tienda; a muchos metros de su madre, que hablaba con su vecina; a muchos metros de quienes le esperaban en casa y, a pocos, muy pocos, de aquel que le regaló el reloj que pendía de su cuello.

Pero aún le separaban menos pasos de aquel desconocido que se cruzaría en su vida para arrancarle de ella.

Tommy poseía un corazón tan grande que toda su valía jamás sería olvidada... Pero el cruel mundo sobre el que nadie tiene poder, a veces rompe mundos enormes que viven en personas que son del mundo.

Una sonrisa vestía sus labios y a sus ojos asomaba la ilusión. Iba a ver a su hermano para compartir con él un simple tiempo para él inmenso pues cualquier hora, cualquier minuto, cualquier segundo, es inmenso en las horas del mundo. Pero su hermano le esperaría por siempre mientras anochecía.

Si hubiera estado más cerca, si le hubieran separado de él menos pasos que de su asesino, Tommy nunca habría encontrado la muerte en aquel callejón oscuro.

Marchaba tan feliz que no advirtió a aquel que huía, ladrón de objetos y de vidas, prófugo de quienes le perseguían, enloquecido por no ser prisionero.

Corría ya llegando a los pasos de Tommy y, en la encrucijada entre ambas calles, una siempre oscura, la otra cubriéndose por la noche; se topó con un obstáculo... Pues así lo vió él, apenas un obstáculo, algo más que esquivar para huir, algo más sin vida como todo lo que había robado y llevaba consigo... Un movimiento certero, un ataque letal y acabó con la hermosa vida del chico cuya riqueza era vivir.

Lo último que vieron sus ojos fue un hombre con oscuras vestiduras que doblaba la calle obstaculizando su camino. Pero no era un hombre si no un diablo disfrazado capaz de arrebatar la vida a un ángel que murió con la sonrisa en los labios y la ilusión en los ojos.

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