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{tierra mojada en suspiros muertos

Lo había conocido a través de esas ocurrencias fortuitas que parecen seguirte los pasos a donde sea que vayas. No importa lo ajustados y limitados que sean tus panoramas, siempre hay algo que no entra en la ecuación y te hace preguntarte qué estás haciendo y cómo llegaste a donde estás.

El porqué de estar presenciando una exposición sobre ingenería mecánica en una universidad derivaba de una serie precipitada de acontecimientos que, si lo pensaba bien, no tenía caso recordar. El desenlace seguía siendo igual: mi mirada encontrando la suya y la sensación de estar observándome a mi mismo manteniendo el equilibrio en una cuerda floja.

Resulta que tener amigos a veces sirve para más cosas de las que crees, y haber entrado aquella tarde a esos cuatro pilares pulcramente tallados fue el inicio de una relación extraña; una ambigüedad fructífera. Si hubiese sido fiel a mi poco interés en complacer a los demás no lo habría conocido, eso es seguro, pero al parecer la astróloga que se desvive vociferando predicciones en la televisión tenía razón y los escorpio pueden dar su brazo a torcer.

Andrev había entrado en un estado casi exagerado de curiosidad por los motores de coche. Se la pasaba cada receso hablando de la potencia de los Mercedes benz y de cómo ver uno con sus propios ojos lo elevaría un escalón más en su escalera de autorealización.

No era algo a lo que me apeteciera prestar atención.

Sin embargo, ese lunes Jan se había esfumado luego del toque de salida y yo me encontraba tratando de esquivar al buen amigo que no tenía espacios para respuestas negativas en su cabeza.

La exposición en la universidad que no quedaba a más de veinte metros del Instituto Iroskov tenía cosas interesantes, según Andrev; y siendo yo el único que por mala racha se había quedado hasta más tarde, se le ocurrió pedirme que fuera con él. Nunca mencionó algo sobre tener un  amigo estudiante de esa universidad que justamente expondría ese día. Un amigo de botas marrones y sonrisas joviales.

Miré los vestigios de lo que alguna vez había sido reluciente césped mientras avanzaba por el camino de ramas secas y piedras que, sin razón de ser, dibujaban un opaco camino hacia el cementerio como prueba de los accidenctes naturales. Tal vez simples coincidencias.

Accidente o coincidencia. Miré a Dolan. Su rostro mantenía esa expresión de serenidad que lo caracterizaba.

—Creo que es primera vez que hacemos esto —comenté, elevando una pierna para pasar una barra de madera.

—¿Hacer qué? ¿Infiltrarnos en un cementerio estando a punto de oscurecer o sacarle dos cervezas a tu madre?

El muro que rodeaba las inacabables tumbas polvorientas se alzó ante nosotros como un reflejo del agua cobrando vida e impulsándose hacia adelante; una franja burdeo que iba perdiendo consistencia con el paso de los años. La puerta era una rejilla que me llegaba hasta las caderas, negra y afilada con cruces en las puntas.

—No nos estamos infiltrando, ya no está en funcionamiento desde hace años. Pero tú sabes, la gente es demasiado miedosa como para venir a conocer el lugar donde viven —corrí el pasador metálico y lo dejé entrar primero solo porque él había tenido la idea de ir allí.

—Desde que supe que tenías esto junto a tu casa quise hacer esto, ¿sabías? —dijo observando las primeras tumbas con exaltación.

—Sí, lo mencionaste unas diez veces bromeando. Negar que tenías ganas de conocerlo no hacía más que delatarte.

—Me gusta conservar el misterio, no destiles mis secretos en frente de estos cadáveres.

Reprimí una sonrisa, y conforme avanzaba a unos pasos detrás de él me di cuenta de que el mundo paralelo de los chistes nunca antes había sido tan accesible al mío. Mis pulmones se fueron vaciando del aire que contenían para llenarse de la brisa  gélida que revolcaba las flores sobre el suelo. Distinguí colores y vi formas, pero no le encontré sentido a que estuviesen allí.

—Si te murieras, ¿te gustaría que adornaran tu tumba con ramos?

—No me gusta cuando empiezas a hablar de muerte —respondió, tomando asiento sobre una lápida de piedra que sobresalía del terreno.

—Esta es la primera vez que hablo de la muerte.

Metí mis manos en los bolsillos del abrigo, deteniéndome a su lado. Y aun de pie pude sentir el frío que emanaba de la lápida como manos fantasmales tanteando el aire. Distinguí un atisbo de recelo en su mirada al clavar sus ojos en mí, y las leves arrugas que florecían en los bordes cuando acababa de pensar, con una ironía silenciosa, en una respuesta que no diría.

—Bueno, entonces no, no lo veo necesario. Estarían gastando dinero pensando que se vería lindo y esas estupideces, como si estuviese muerto de verdad.

Fruncí el ceño.

—Pero sí lo estarías.

—No. No me voy a morir, no me apetece —y ante eso, no me quedó más que verlo bajar la cabeza, y estirar una mano para recoger algo del suelo. —A alguien se le quedó un encendedor.

Negué con la cabeza, respirando una bocanda de aire para hacerlo entrar en mi sistema cual sedante calmando los nervios de un enfermo.

—Los muertos también fuman.

—En ese caso, tome... —inclinándose sobre la lápida, leyó la inscripción tallada bizarramente en la cabecera —señorita Mia Spirina —dejó el encendedor sobre la piedra —Fume todo lo que le ofrezcan y hágase mierda los pulmones, que la vida es corta.

El frío había dejado una capa invisible sobre mi piel que sentí quebrarse cuando las comisuras de mis labios se elevaron, formando una imperfecta sonrisa. Solo yo sabía lo mal que se veía en mi rostro; supongo que cuando dejas de ser feliz, el hábito de sonreír se deteriora.

—Ahí dice Mia Spirvinta.

—Oh.

Gracias al fugaz soplido del viento un mechón ondulado de su frente se movió de su lugar, descubriendo sus ojos. Rió por lo bajo y se volvió, encarándome. Pude notar el contraste de la chaqueta de cuero marrón que llevaba puesta con lo níveo de sus nudillos.

—Tienes frío —aseguré.

—¿Y tú no?

—Ya sabes que sí, pero no tengo ganas de volver, así que te aguantas o me dejas enterrarte junto a Mia Spirina —dije sentándome en la lápida.

—Qué patán —sus labios se fruncieron con una molestia fingida.

Los labios se me sellaron con pesadez. El único sonido alcanzable a mis oídos provenía de automóviles a una lejanía considerable, además del viento rozando las ramas de los árboles que se hayaban a los costados del cementerio.

—Sé que parezco desesperado algunas veces, y no del tipo de desesperado que busca atención y palabras de aliento, o distraerse hasta ahogar todos sus pensamientos, sino del que está tan tranquilo viviendo en su mierda que no se da cuenta de todas las personas a las que rechaza y todas las cosas buenas que lo rodean. No voy a ahorcarme ni inyectarme heroína en cuanto todo sea demasiado penoso, solo busco mantenerme en la línea media... Y quiero que lo sepas. Como me muestro es como en realidad soy —hablé de sopetón, impulsado por una valentía que siempre estaba dentro de mí pero que nunca encontraba motivación para estallar.

Era consciente de su silencio, de que lo que dije no tenía ni pies ni cabeza, porque había nacido del mar de pensamientos abstractos albergados dispersamente en mi interior. Aun cuando en mi mente todo tenía sentido, estar al tanto de que la gente no sabría interpretar mis palabras era razón suficiente para preferir nunca decir nada.

—Lo sé. No eres una serpiente, no puedes cambiar de piel, y creo que si hubiera una manera de entender tus cambios repentinos de humor, pagaría por saberlo. La cosa es... —alzó la vista a nuestro alrededor antes de continuar —He aprendido que las personas funcionan de distintas formas. Tienes tus bajones de ánimo y yo tengo los míos, no voy a meterme en eso, pero tienes que saber que siempre estoy dispuesto a escuchar.

Sentirse gris siempre había significado nadar en matices sobrios que no inspiraban cuadros bonitos, ni retratos felices o pinturas catárticas. Era sentarse en un columpio y descubrir que no había quien te empujara, a la espera de algo que te llevara aunque fuera, un poco más alto de donde estabas. Dolan sabía que para hacerme sentir cómodo no necesitaba entederme, sino demostrar que mis tonalidades no importaban.

No iba a adaptarme a nadie, pero si alguien se adaptaba a mí no podía hacer más que sorprenderme y dejarlo estar.

La brisa cayó sobre nosotros en una densidad mayor, humedeciendo la tierra bajo nuestros pies. Entonces cada vez que hablábamos los alientos se dibujaban con vapor y se disolvían en un segundo. Detrás de las hileras de lápidas rectangulares, una profusión de cipreses sufriendo pérdidas cada vez que una hoja caía, y, delante, casas indiferentes. Una fotografía que se hallaba repetida demasiadas veces en mi bolsillo.
























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