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{las atmósferas solían romperse

La tinta se esparcía por mis dedos helados. La ventana estaba abierta y dejaba a la vista una mañana fría que no conocía más colores que el gris y el blanco. No había ningún árbol adyacente a la casa de este lado, así que en todas estas épocas de hojas rojas y ramas ambarinas, las pocas veces que me invadían las ganas de contemplar el verdadero otoño tenía que dar la vuelta al pasillo y mirar por la ventana de la que era mi antigua habitación.

No recordaba la última vez que había despertado queriendo evadir el frío del suelo con pasos rápidos a la vez que me inclinaba en el alféizar para respirar los primeros segundos del día.

La fila de papeles a mi lado me miraba, culpable. Desde que las artes musicales no eran lo mío, y tampoco el encanto ni gusto por el sexo opuesto, había relegado mi tiempo libre en busca de algo que me hiciera sentir pleno, por no decir feliz. Los libros orientales sirvieron al principio, no por sus letras, sino por las ilustraciones coloridas que alentaban la creencia en dragones colosales y seres legendarios. De ahí, el descubrimiento de uno en particular que mostraba figuras de aquellos animales añadiendo algunos que sí conocía, como la grulla y el águila. Todos tenían una particularidad: estaban hechos de papel.

Muchos lo llamaban origami, otros, papiroflexia. A mí me gustaban ambos nombres.

La gran mayoría de papeles que utilizaba eran hojas de oficina que había encontrado en una caja años atrás, y a pesar de ser lo suficientemente gruesos para no doblarse con el paso del viento, cada vez que colgaba los aviones, barcos y pájaros que hacía con ellos, mirarlos por un largo rato me dejaba con espacios en blanco. Les faltaba algo y no sabía que era. Hasta que al notar el poco contraste que hacían con el color perlado de las paredes, me di cuenta de que prefería cada figura blanca pintada de negro. 

Inhalé. Mis pulmones se sentían congelados en mi pecho, pero cada vez que intentaba abrigarme mi piel reclamaba el frío. Era una relación masoquista que algún día iba a terminar conmigo en un hospital bajo los indicios de una hipotermia autoinducida.

Cuando hube terminado de sumergir la última figura de papel en el recipiente de tinta negra, perforé uno de sus extremos con la aguja y pasé el hilo blanco hasta dejarla colgando de él. La enganché en un corcho junto a las demás para que se secara y salí del cuarto a sabiendas de que el menor ruido podría despertar a mi madre. Si se daba cuenta de que había faltado al instituto, me atacaría con miradas de impaciencia y exigiría explicaciones que aún no había preparado. Pese a eso, el frío me daba hambre y ya eran pasadas las once.

Me preparé unas tostadas y un jugo de jengibre con naranja. Necesitaba energía para pasar todo el jueves mirando la calle sin hacer nada.

°.     .      .     .     .

—¿Qué haces aquí?

—Tu madre me dejó entrar.

Cerró la puerta tras de sí a la vez que adentraba sus botas marrones hasta donde me encontraba sentado. Su cabello cayendo en los mechones largos de siempre y los labios apretados sin mucha convicción. Me esperaba que enviara algún mensaje, no que viniera; y, de pronto, la atmósfera de leve sopor que me había rodeado se rompió como un cascarón resquebrajándose.

Dolan tomó asiento frente a mí a una distancia prudente. Había cerrado la ventana, pero el suelo seguía helado. Si lo notó, no dijo nada.

—No has contestado mis llamadas y faltaste a clase, tuve que preocuparme de una u otra manera —dijo luego de un rato en silencio.

Suspiré para mis adentros, mirando ambas manos que mantenía sobre mis rodillas flexionadas.

—Ya ves, no hay nada de qué preocuparse, estoy vivo.

—Bueno, tus ojeras no dicen lo mismo.

Ni siquiera había caído en la cuenta de las líneas violáceas bajo mis ojos hasta que un pedazo de vidrio de la ventana me saludó con el borroso reflejo de mi rostro. Dolan observó alrededor del cuarto y juntó las manos como quien ha sacado una conclusión a través del simple análisis del escenario del crimen.

—Sé que algo te pasa, y si no quieres decirme, está bien. Solo...no entiendo lo que haces. Estabas bien hace unos días. No te aislabas, ponías atención en clase...Incluso querías que te ayudara a comprar un coche.

—Creo que prefiero caminar —respondí.

—Hasta la parada del autobús, querrás decir, porque vives en el centro de una perifieria donde no hay una mierda, con suerte seis casas y unas tiendas a la redonda. Además, no sé cómo puedes decir eso cuando hay un cementerio junto a tu casa —habló de sopetón. —Es en serio, Tavve, antes me decías que odiabas estar aquí, que te aburría la monotonía, los vecinos prejuiciosos, estar atascado ¿Qué pasó?

El aliento abandonó lentamente mis pulmones; mi mirada de vuelta a la ventana, donde no había nada más que una calle gris y el tejado descuidado de la casa de enfrente. Una tarde que caía y no prometía una noche más cálida.

—Ayer se cumplieron ocho años desde que...Olvídalo.

Con eso, sus cejas se fruncieron. Esperó que continuara aun cuando yo giré el rostro con la esperanza de quitar su interés del tema. Sentí el peso de su vista sobre mí como si intentara entender qué era lo que rondaba por mi cabeza; después de todo, desde que él había entrado yo había hablado poco y dicho nada. Tal vez, no estaba siendo del todo justo. Miré la punta de mis zapatillas antes de volver a hablar.

—Este lugar me trae muchos recuerdos, la mayoría buenos, creo. Tienes razón, no aguanto este barrio, pero no sé si me pueda ir tan fácilmente como pensé que sería cuando estaba cegado por el rencor y el sentimiento de sentirme solo.

—Es algo en lo que hay que trabajar. Nadie recoge sus cosas y abandona el lugar donde creció sin mirar atrás aunque sea para asegurarse de que cerró la puerta —opinó con aire relajado, girando su cuerpo sobre el suelo hasta que su espalda quedó contra la pared de la ventana. —¿Sabes? Le dije a mi abuela que era gay.

Mis ojos se abrieron con asombro. Lo miré fijamente para cerciorarme de que no me estaba tomando el pelo, hasta que en sus labios vi el inicio de una sonrisa ladeada.

—¿Qué te dijo?

—Me corrió de la casa.

Guardé silencio por un momento. Él tampoco dijo nada por unos segundos, solo se quedó jugando con las pulseras de cuero en su muñeca que la manga de la chaqueta ocultaban. En ese momento llegué a dos conclusiones: primero, los abuelos de Dolan lo amaban demasiado como para hacerle una cosa así, y segundo, por un momento me lo había tragado. Agarré una de las almohadas que estaban en la cama y se la lancé, la atrapó justo a tiempo comenzando a reír entre dientes.

—Está bien, está bien. No tanto así, pero sí quedó asombrada. Pensaba que tenía novia, ¿me has visto cariñoso con una chica últimamente? —inquirió, ladeando la cabeza con duda.

—Pavlova. Pero ella es tu amiga, y si hubiesen llegado a algo más tú ya se lo habrías contado a tus abuelos, que, por cierto, son bastante liberales, por lo que he visto.

—No sé si "liberales" sea la palabra adecuada, pero sí, para tener cincuenta y tantos están en sintonía con el cambio de tendencias.

Sonreí de medio lado, dejando que su presencia le diera ese toque de luz al espacio personal que había creado al apagar las luces del cuarto y correr las cortinas –solo la mitad, lo justo para no quedar en total penumbra– antes sentarme con la espalda apoyada en el borde de la cama, enfrentando una vista a la Frioskem desolada que albergaba almas en penas jamás dichas. Para muchos, resultaría gratificante vivir en un barrio tan callado y neutro, para mí, era como el zumbido de una abeja que se instala cerca de tu oído, a rato la oyes, a ratos no. Y aunque las casas medianamente separadas la una de la otra y los adultos apurados por el trabajo ayudaran a aparentar la fachada de ordinariez, aquellas miradas acusadoras que iban y venían, cobardes por no gritar a la cara eso que callaban; las señoras de murmullos groseros y el olor a vidas acabadas que emanaba del cementerio, dejaban al descubierto una calle que acababa absorbiendo todas las vibras de quien viviera allí.

Yo no quería eso para mí, pero mis manos estaban atadas a las bisagras de cada puerta, a los tablones de cada peldaño que podía dirigirme fuera. Casi nunca salía de allí, más por decisión propia que por algún impedimento impuesto. Tal vez era la razón de que mi madre me mirara en silencio antes de tomar su bolso y marcharse a trabajar. No entendía por qué aun dándome permiso para recorrer cualquier lugar, yo me quedaba mirando las aceras por el visillo de las ventanas.

Sentí una mano en mi hombro y alcé la cabeza, encontrándome los ojos miel de Dolan fijos en mi cara. Me estaba tendiendo una mano. La tomé y me ayudó a levantarme. Luego, como si supiese dónde estaba cada cosa, abrió las puertas de mi armario, aventándome con parsimonia un abrigo grueso que no usaba desde que tenía quince.

—Tío, esto ya no me queda —rebatí, a lo que él solo se pasó una mano por los rizos, desordenándolos para después meter ambas manos en los bolsillos de sus jeans negros.

—Pero si no es más pequeña que la mía, y soy tu talla.

—Es como la mitad de la que tienes puesta —razoné, fallando al notar que su semblante risueño no se iba.

—Bueno, es eso o que el frío te congele el culo afuera. Esa sudadera con capucha no te salva del clima que hay, así que póntelo rápido —comenzando a caminar hacia la puerta, tomó la perilla y se dio la vuelta.

—Espera, ¿Para qué se supone que voy a sacar mi culo de la casa? —su sonrisa se ensanchó.

—Iremos a dar un paseo al cementerio.

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