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{homónimos de un ayer lejano

En circunstancias mayores, mi cerebro se habría visto obligado a olvidar las cosas que viví diariamente entre el sótano de mi casa y su jardín disecado, pero mi mente de niño no quería olvidar. Nunca quiso olvidar. El gusto que tenía por vivir conformándome rayaba una línea imaginaria que separaba la resignación de ser solo yo con mis padres y el miedo a que tuviesen otro bebé y me reemplazaran; u otro perro, o un gato, y cualquier animal o chatarra de los setenta que conservara un valor mayor que el mío.

Las paredes de mi habitación se habían pintado solo una vez. Eran frías y en la noche la inmensidad de la oscuridad traía manos sombrías que recortaban figuras abstractas en las sombras, haciéndome pensar que los crueles seres mitológicos existían, que aguardaban en extrema quietud la hora en que me durmiera para acecharme como villanos intergalácticos. Se comían mis miedos, y me dejaban libre. Al menos eso era lo que me decía papá; jamás negó que cosas como los monstruos y fantasmas existiesen, sino que me animaba a competir con ellos, a pretender que los dejaba ganar para que se llevaran todos mis temores y se tragaran hasta el último temblor de mis huesos.

Años después era tan interiormente libre como un ave sin miedo a volar
y tan esclavo de mi morada como un preso condenado a cadena perpetua.

Mi morada resultaba ser el hogar de mis buenos momentos y el vertedero de mis decepciones, que no cabían en ningún otro lugar, porque yo no pertenecía a ningún otro lugar. Jamás nos habíamos cambiado de la vieja casa victoriana en la lúgubre e insípida Frioskem 93, la calle de las aceras pintadas con el humo de colillas pisoteadas y de las mascotas silenciosas, de las miradas recelosas y la gente mayor. Morada era la cocina en donde almorzábamos entre risas a las cuatro de la tarde, que era cuando mi padre llegaba del trabajo. Morada era el salón ambientado suavemente con discos rockanroleros de los años ochenta y el olor a regalos de Navidad. Morada era un homónimo, y es por eso que era también el tono en la piel de mi padre cuando se quedaba fuera noches enteras luego de discutir con mi madre. Era el color de sus labios cuando se metía en peleas por defendernos a los dos y fue el color de la tarde cuando me miró por última vez con lágrimas en los ojos antes de caminar fuera del porche.

Morada es aquella que nunca volvió a ser nuestra casa cuando se llevó toda su ropa al momento de irse, menos las chaquetas añejas que me encantaban más que nada.

Tenía tres cigarros vacíos que alguna vez pertenecieron al hombre que más admiraba sobre el velador y la certeza de que nunca iba a volver marcada en la palma de mi mano por una de las cadenas que solía usar, la que ahora apretaba fuertemente como si quisiera incrustarla en mi piel para absorber sus recuerdos.

Miré alrededor. Resultaba casi una broma de mal gusto que justo una semana antes de irse, me dijera que podía quedarme con su auditorio y volverlo mi habitación. Desde entonces me lanzaba a la cama cada noche contemplando en el techo letras de canciones que no conocía y escuchando las notas mudas de sus guitarras acústicas como un eco fantasmal.

-¡Octavius!

Me mordí la uña del pulgar antes de bajarme de la cama y salir del cuarto. Era un mal hábito que mi madre nunca pudo quitarme a pesar de sus regaños. Cuando llegué abajo, su mirada me dijo lo que no quería oír y su postura me hizo interpretar la intención de tener una charla conmigo antes de marcharse al trabajo. No necesitaba nada de eso en ese momento.

-Dolan llamó hace un rato, preguntó por ti.

-¿Y? -me atreví de a responder sin inmutarme.

Suspiró y se acomodó el bolso negro en el hombro antes de mirar el reloj empañado en la pared del recibidor, volviendo sus ojos caoba hacia mí.

-Que él nunca llama al teléfono. ¿Tenías apagado el celular?

Supe en ese instante que su pregunta no era más que retórica. Me froté los brazos intentando apaciguar el frío que me recorrió gracias a llevar una camisa negra sin mangas en pleno otoño. Le devolví una mirada que no mostraba mucho.

-No.

-Bien, pues sea cual sea el problema que tengas, resuélvelo. No le hagas lo mismo que me haces a mí cuando te enojas -abrió uno de los compartimientos del bolso para guardar sus llaves. -Cuídate, hoy tengo un turno extra. Te quiero. Ah, y ponte un suéter, por favor.

-Adiós.

Me quedé observando la puerta por unos segundos luego de advertir que se había cerrado tras su paso. Cuadré los hombros y caminé hasta el salón donde el televisor yacía apagado, encendiéndolo para quedarme mirando la pantalla sin ninguna emoción. Nunca había podido decidir si me gustaban o no los feriados; eran como días tan desechables en el calendario que si las obligaciones no existiesen pasarían desapercibidos. Lo que sí había decidido era que al día siguiente no iría al instituto y que a veces mi madre daba justo en el clavo, pero otras veces no. Esta era una de esas veces: no estaba enojado, mucho menos con Dolan. Lo que pasaba era que estaba aceptando el hecho de que había días en los cuales no sentía felicidad ni excitación de ningún tipo. No había nada que llenara los espacios vacíos y ni siquiera un abrazo sincero lograría sacarme del pozo lleno de profundidad en el que yo solo me había metido.

*homónimo: persona/cosa que tiene el mismo nombre propio que otra.

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