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{de aquellas drogas que solo se escuchan

Aladeriva- me hubiese gustado dedicarte el capítulo directamente, pero no escribo a compurtador, ah. aquí está mi relato para el concurso, un capítulo más (? Sopresaaaaaaaa¡!

Cuando me preguntan qué estoy haciendo, una película en cinta sale disparatada de algún cofre de mi cuerpo y se reproduce en mi memoria. El inicio es poco claro y las imágenes están manchadas con tinta fresca, pero resulta imposible detenerla a conciencia. Comienza en el año noventa y seis con una contracción final, el llanto imperturbable que no recuerdo habérseme escapado de la garganta y los brazos tibios en los que no he vuelto a estar envuelto. Las imágenes siguientes son más oscuras y no parecen tan lejanas. Son errores. Desde una equivocación durante la tortuosa exposición de primaria hasta el número de esa chica con la que nunca hablé.

Qué estoy haciendo. Qué estoy haciendo. Pero ahora, no doce años atrás. ¿Equivocarme? La palabra no alcanza a describir más que acciones mal ejecutadas, entonces la descarto. Hace falta una que integre todo aquello que aún no hago y la situación en que estoy ahora. Pero por el momento, no me arrepiento. Creo que estoy viviendo a voluntad los efectos de mis impulsos. La marihuana nunca se sintió tan bien al interior del auto de Andrev, por eso, tal vez, me atreví por mi cuenta a comprarle una cantidad no tan mezquina a su amigo el proveedor. En mis épocas de adolescente desviado me habían enseñado a hacer porros, así que podía haberme permitido el gusto de fumar cuando quisiera, pero el sabor a mierda no valía tanto la pena.

Sentado en la alfombra deshilachada de mi cuarto con la luz apagada, me pregunté qué diría mi padre si me estuviese observando, y cuántos segundos tardaría en confesarme que él en su juventud había hecho lo mismo, por distintas razones. Antes de todo eso, me haría la pregunta más empleada a nivel mundial: ¿Qué estás haciendo?

Pero "¿qué estás haciendo?" era una pregunta demasiado amplia como para concentrar lo verdaderamente interesante. Me conocía lo suficiente como para saber que en una determinada situación, mi reacción sería la misma. Si te referías al porqué de mi actitud seria y mi carácter taciturno, la respuesta era tan obvia que daba pereza explicar los procesos mentales y sociales que nos permitían ser a todos distintos. Si te referías a qué me dedicaba actualmente, solo te mostraría mi cuaderno con anotaciones matemáticas para informar a tu perdido cerebro de que en el instituto se enseñaban asignaturas. Aunque, si me hubieras preguntado qué es lo que estaba haciendo con mi vida, probablemente ya me tuvieras tan aburrido que la expresión de mi rostro te contaría la historia que querías oír.

Mi padre poseía una paciencia tan inagotable que se hubiera sentado junto a mí en silencio, sabiendo que cuando la atmósfera se volviera nuestra y recobrara la calma, yo empezaría a contarle mis problemas confiando en su oído sabio; el derecho. Entonces me pediría el porro y se lo terminaría con ojos obnubilados, distante. Algunas veces se iba dentro de sí mismo por largos ratos, y yo no podía hacerlo volver. El interior de una persona resultaba prohibido y tentador para todos, pero aunque fuera mi papá y la confianza que residía en nosotros se pudiera fotografiar, el viaje íntimo era algo que no se contaba en voz alta.

Pestañeé un par de veces y me levanté, caminando hacia la pared encendí la luz y abrí las ventanas para que el olor desapareciera. El porro se me había acabado hace varios minutos, tal vez una hora, y las sensaciones que vinieron después me habían sacado del real espacio-tiempo que conocía, evitando que me diera cuenta. A menudo recordaba demasiado.

Afuera el clima era un telón de nubes grises que en cualquier momento se abriría para el show, dando al paso a la lluvia dramática y a la banda de truenos sonoros. Contemplé el techo de mi habitación unos segundos y bajé al primer piso para dirigirme a la cocina. A mi madre se le había antojado uno de los únicos plato que sabía cocinar y antes de salir a trabajar me había pedido que tuviera lista la cena cuando llegara. Era domingo y la casa no se encontraba en su máximo esplendor; había revistas en el sofá, la mesa lucía como un estudio modista por toda la ropa encima, además de los alfileres desparramados alrededor en un vano intento de arreglar una chaqueta color caqui que ya tenía una década. Las manchas de café derramado en el piso me miraban, pero yo miré el reloj.

Comencé a cortar los tomates y la cebolla en cuadros para hacer el gyuvetch*. Solo me pondría a ordenar si no lo hacía ella. Después de todo, aquel desastre era suyo. Cuando la música que pasaban en la radio me aburrió y pensé en apagarla de una vez, la puerta se abrió revelando una figura contorneada. Abultada por el abrigo, mi mamá entró suspirando una retahíla de palabras que no entendí. Atravesó el comedor y se acercó hacia donde estaba en la cocina.

—Huele delicioso —dijo, asomando la cabeza detrás de mi hombro. —Y creo que está por llover, pero tuve una idea de camino y no creo que sea un inconveniente. ¿Por qué no invitas a Dolan?

Tuve ganas de preguntarle si la pregunta iba en serio. Supuse que no. Sin embargo, solo pude averiguarlo cuando me di vuelta para sacar los platos de la despensa y noté la invisible pizca de gracia que había en su cara.

—¿Quieres que lo invite a cenar?

—Sí. Pregúntale si tiene planes y si no es así, dile que aplicaste tus habilidades de cocina hoy y que no es algo muy usual —dijo con calma, dirigiéndose entonces a la sala de estar para recoger las cosas que había dejado sin ordenar en la mañana.

Hay ideas ordinarias, ideas buenas y malas ideas. Mi lado racional lanzó una flecha imaginaria hacia esta última opción, porque sinceramente, no se me había ocurrido jamás tener una cena que incluyera la palabra Dolan y mamá, juntas. Él había visitado varias veces la casa y ya había hablado un par de veces con mi madre, pero una comida sería algo totalmente diferente. Sonaba a formalidad, a un evento comunicativo...la sola idea me hizo dudar por varios minutos. A pesar de todo, una parte de mí sabía que extrañaba la sensación de tenerlo merodeando cerca. No habíamos hablado desde el jueves, cuando me mandó un mensaje con una foto que me había tomado sin que me diese cuenta.

—No lo conozco tanto como debería, ¿sabes? nunca me tomé la libertad de preguntarle cosas ni el a mí. Solo quiero conocer conocer a tu mejor amigo, Octavius.

—No es...mi mejor amigo —terminé, frunciendo las cejas.

—¿No? bueno, lo parece. Da igual, ¿lo vas a invitar o no? Tengo hambre.

Muy a mi sorpresa, cedí, y después de una llamada que duró un poco más de lo premeditado, ella y yo pusimos la mesa, estando de acuerdo con encender el calefactor. Eventualmente, el timbré sonó con una melodía infantil que detestaba pero no me animaba a cambiar. Fui a abrir la puerta y hallé en su rostro recién afeitado esa sonrisa que todos encontraban encantadora.

—Traje vino —alzó una mano y balanceó la botella oscura que traía en la mano derecha. Lo dejé pasar.

—Sabes que no bebo.

—Ni tú te la crees.

Pasamos al comedor y entre palabras de cortesía mi madre le preguntó si quería colgar su chaqueta. Dolan nunca se despegaba de su chaqueta de jeans, solía decirme que en épocas frías era como su segunda piel.

—Me encuentro bien así, gracias, Ivanka.

—No te había visto desde aquel incidente con la cocina, ¿has estado ocupado? —habló ella, entablando conversación a la vez que servía el vino en unas copas altas.

—Un poco, sí. La universidad se hace más pesada cuando se mezclan oportunidades de trabajo.

—¿No que estabas trabajando en el taller de tu tío? —me metí, a medio camino de probar el estofado. Dolan se llevó una cucharada a la boca y luego me miró.

—Estoy, pero un amigo tiene contactos en talleres más grandes y he estado visitando los lugares para ver de qué se trata. Por cierto, ¿lo cocinaste tú?

Mi madre me miró. Tomé la cuchara y escarbé la comida en busca de un tomate.

—Sí.

—Está delicioso —sus facciones se iluminaron. —Creo que tiene un toque de...¿albahaca? pero es casi imperceptible.

—Qué buen paladar. Yo nunca lo noté hasta que me lo dijo él —sonrío ella. Dolan le devolvió la sonrisa.

—Dolan cocina —expliqué. Sentí su mirada sobre mí y retuve la tentación de sonreír también. Algunas veces ese tipo de cosas resultaban, desafortunadamente, contagiosas.

—¿Ah, sí? ¿y hace cuánto?

—Mi abuela me enseñó lo básico cuando era un adolescente, con el tiempo me adentré más en la gastronomía y desde entonces preparo cosas sencillas de vez en cuando.

—¡Qué sorpresa! Oh, voy a poner música —se levantó de su silla con un pequeño movimiento y encendió la radio de la sala de estar. Esa que solo se usaba para momentos especiales. —Me gusta ambientar.

Dolan aprovechó la instancia y dejó dé concentrarse en el plato para observarme fijamente. Alcé las cejas y nos quedamos así unos segundos hasta que la conexión se rompió gracias a las sonrisas absurdas que se nos escaparon. Cuando mi madre dejó la música en una estación y volvió a sentarse, mi cuerpo ya se había desprendido de aquello a lo que llamaba mente. El efecto se asimilaba a lo que me hacía la marihuana, sin embargo, no había punto de comparación para una droga que solo retenía los pensamientos subversivos en una burbuja y una canción que soltaba esporas melancólicas con cada acorde.

Mi madre también lo sintió, pude verlo en la forma de detener el movimiento de sus ojos y carraspear. Cuando escuchó a Dolan tararear la letra, sonrío con los labios sellados.

—Es una buena canción.

—Mi papá solía tocarla en la guitarra —dije, revolviendo el cerdo que quedaba de mi estofado.

—Oh —formuló. —Yo la conocí en mi primer año de universidad.

—Pero a él le gustaba cantarla con un ritmo más lento...decía que así se disfrutaba más la letra —eran muy pocas las veces que me animaba a hablar de mi padre, pero por alguna extraña razón, tuve la necesidad de sacar a flote su recuerdo; las imperiosas ganas de desmantelar su presencia aunque ni se viera, ni se escuchara, ni aunque ellos la sintieran.

—Sí. Tenía unas fotos de Navidad en las que salía posando los regalos que Dolan y yo le habíamos regalado. Uno era una guitarra acústica. Salía muy...—empezó a relatar mi madre hasta que la interrumpí con una mezcla de confusión y seriedad.

—¿Cómo que "tenía"? Esas fotos están en el álbum de tu armario, en la segunda puerta.

El ambiente se tornó tenso a medida que los mili segundos corrían. Se aclaró la garganta y, como si de repente no fuera capaz de hablar mirándome a los ojos, puso su atención en la botella de vino y su copa a medio llenar.

—Sí, yo...no quería contarte porque sabía como ibas a reaccionar pero ya te enterarías —dijo al fin, y su risa nerviosa hirvió mis nervios. —Sin querer boté uno de los álbumes viejos; se metió entremedio de unos libros de medicina  que ya no ocupaba y lo noté mucho después, cuando lo busqué por toda la casa sin encontrarlo.

No sabía la expresión que tenía el chico a mi lado, pero yo podía apostar que la mía era una clara invitación a correr lejos. Me sentía asombrado, pero en el mal sentido de la palabra. Había un río de molestia y estupor que me mantuvo solo mirándola sin decir ni hacer nada. Tic tac. Tic tac. Una mirada de auténtico odio, un movimiento de brusquedad y mi cuerpo siendo llevado por la rabia. Toqué el hombro de Dolan para que me siguiera.

—Voy a llegar tarde —dije, y entonces, salí de la casa.



gyuvetch*] es un estofado búlgaro de ternera y verduras, similar al plato Ratatouille.

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