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{como pasos entrecruzados

[Tal vez quieran echarle una miradita al capítulo anterior para recordar en qué quedó la historia, sé que han pasado 84 años <3]

Un viento inclemente nos recibió cuando salimos de la casa. Había un olor a maleza impregnado en el aire que me llevó a mirar hacia el cementerio. No sabía por qué de repente lo había imaginado quemándose con fiereza.
Comencé a caminar compelido por una resolución súbita que no se atenía a mi lado más racional. El rumbo escogido por mis pies tal vez no era de mucha confianza, pero me llevaría lejos por un rato, distanciado de esa mujer que me hacía cuestionar tantas cosas. Una madre. Todos tenemos una, algunos más cerca que otros, pero según la biología (y era algo en lo que de mala gana concordaba, a veces) la figura materna es primordial para nuestro desarrollo. Al menos en los primeros años de vida.

Mi maestro de filosofía era todo un espectáculo cuando daba sus lecciones. Saltando de una época a otra, entretejiendo conexiones invisibles entre los paradigmas de sociedades completamente distintas por las construcciones culturales, se paseaba a lo largo de los pupitres empuñando el mordisqueado lápiz de tinta contra el pecho, como si fuera el único objeto inteligente en el salón capaz de dar respuesta a sus conflictos explicativos.

—¿Cómo llamamos a la persona que nos dio a luz y, sin embargo, no es nuestra mamá?

El salón enmudecía. Entonces unos cuantos se olvidaban de que no era necesario levantar la mano en su clase; según él, era signo de buena oratoria el saber hablar a la par de otros sin atropellarse. Se aclaraban la garganta y daban a conocer lo que ellos consideraban una opinión totalmente equívoca. No importaba. Dentro de esa sala no habían respuestas absolutas.

—Una progenitora —proponía la que se sentaba siempre atrás.

—Madre biológica.

—Embarazada —tanteaba otro, a lo que todos volteaban con las cejas fruncidas y sonrisas jocosas. "¿Habla en serio este pusilánime?" .

Entonces el aludido se cohibía en su asiento con aire lánguido y el profesor reanudaba su reflexión descuerando una sonrisa.

Al final, recordaba una diapositiva proyectada en la pizarra, recuadros opacos formando un esquema donde figuraban citas extraídas del psicoanálisis de Freud. La clase había llegado a un acuerdo respecto al tema y yo seguía mirando al frente con la imagen de mi madre en la cabeza,

¿Por qué no podíamos reforzar nuestro lazo? Tanta gente caminaba junto a nosotros, hablando de lo increíble que era su relación con la persona que los había criado, sentándose en bancos de cemento un día cualquiera, con el apremio de mencionar las grandes proezas de sus madres durante una vida llena de dificultades. El dar a luz, enseñar, amar, contarse secretos y cuidarse sin condiciones como un acuerdo mutuo que nunca se estableció.

Yo podía mirarla como ella me miraba a mí. Prepararle la cena cuando el sonido de la puerta al cerrarse anticipaba un suspiro extenuado y por el rabillo del ojo percibía sus tacones colapsando en el suelo. Podía preguntarle qué tal estuvo su día, oírla hablar desde el sillón mientras se recostaba de espaldas murmurando lo torcidas que estaban las calles y dejarla descargar todo su brío sin pronunciar una palabra. Pocas veces su sonrisa llena de confianza en sí misma decaía delante de mí, así como pocas veces se permitía contarme la verdad. Que las pastillas para dormir se desvanecían cada noche junto a su efecto y la duda del mañana la asechaba a una distancia imprudente. A ratos olvidaba lo difícil que era surgir con luz propia y un hijo adolescente en un universo infestado de agujeros negros que se alimentaban precisamente del fulgor natural que había en cada persona.

Lo sabía aunque la última vez que la abracé con verdadera intención no la recordaba. A veces estaba seguro de poder absorber sus pensamientos, leer su mente, o al menos interpretarla a través de sus acciones. Y me permitía llegar a todas esas conclusiones aunque nuestra forma de ver la vida, de sentirla, fuese un contraste interminable.

Mirarla a ratos era estampar una fotografía grasienta sobre otra, entreviendo las siluetas de un rostro que ha cambiado con el paso de los años, haciéndose más y más inconsistente. Era algo que tenía claro: los mejores recuerdos entre nosotros y para ambos eran los de mi infancia. Madre e hijo inseparables, unidos más que por la sangre que los doctores nos decían compartir al nacer. Un salón con música y regalos de navidad, chocolate, platillos picantes, el primer diente, las groserías, la pubertad...

La metáfora del lazo, eso era. Nuestra relación cargada de cosas buenas como una sucesión de hechos positivos que significaban más que la suma de cada uno. Era algo que no podía explicar, aunque tampoco quería. A estas alturas solo recordar que hubieron tiempos buenos me era suficiente, porque nada era igual. Las cosas no podían permanecer inmutables por más que ambos quisiéramos. Sabía que ella también lo tenía claro, al menos era fácil de deducir. Vivir en la misma casa nos situaba a poca distancia, tan poca que de no conocer el pasado cualquiera diría que no había nada irrumpiendo nuestro lazo. Nada oponiéndose entre nosotros. Pero sí lo había.

Llevaba varios minutos caminando en silencio. Dolan, como un soldado fiel a mi lado, no dijo nada hasta que llegamos a un cruce peatonal por donde pasó un mimo empujando un carro imaginario. Era un tipo gordo al que no le echaba más de treinta años, siempre que me lo encontraba por las calles usaba los mismos suspensores marrones sobre una camisa holgada. Le dije a Dolan que cruzáramos antes de que nos hiciera parte del show con sus pañuelos infinitos.

—Qué pesado, yo quiero verlo —se paró expectante luego de llegar a la otra esquina.

Volteé lentamente torciendo el cuello. —Si lo miras mucho termina dándote una rosa, siempre es igual.

—¿Cómo lo sabes? —sonrió, omitiendo lo que quería decir a continuación.

—A veces hace el mismo recorrido que yo de aquí al instituto. Cuando me aburría me quedaba viendo.

—Y desde ese momento coleccionas su rosas y les pones nombres.

Entrecerré los ojos hacia su figura erguida y ladeé la cabeza. Hasta en momentos en los cuales no soportaba mis propias divagaciones tenía la perseverancia de hacerme sonreír. Un tiempo atrás, frente al espejo, había decidido que me veía bastante soso haciéndolo: las comisuras de los labios se me desatornillaban como los clavos de una madera tiesa, a duras penas. Además, los ojos se me achinaban y sentía la nariz mas grande. Si lo decía en voz alta sonaba ridículo, de hecho. Como un típico conjunto de complejos superficiales.

Sin negar nada, le di la espalda y comencé a caminar frente a los escaparates ,de la siguiente avenida. Faltaba poco para que cerraran las tiendas; por la luz anaranjada que se posaba en las vidrieras podía decir que ya eran pasadas las ocho. Inspiré el aire helado de la tarde hasta que me supo a tierra mezclada con gas de autos, Dolan apareció dando un leve resoplido atrás de mi hombro.

—¿Y? —alenté, posando ambas manos en los bolsillos de mi chaqueta.

—Creo que fue amor a primera vista —Blandió con un suave vaivén la rosa que tenía en la mano.

Los autos fueron apareciendo cada vez más a medida que nos acercábamos a la avenida principal. Un camión de exportaciones solapó el sonido de nuestras risas. Eché un vistazo a la entrada del parque que se ensombrecía a lo lejos, dos cuadras más adelante. Teniendo en cuenta que vivía en una periferia, lo único que tapaba el sonido de la autopista era el ensanche de asfalto circundado de árboles que ya casi nadie visitaba.

—¿Has entrado allí, cierto? —con el dedo índice le hice una seña a Dolan.

—Claro. Cuando llegué con mis abuelos veníamos a lanzar monedas en la fuente. Después lo dejamos porque queda muy lejos de casa y al viejo le gusta ahorrar gasolina.

—Es una mierda ahora —dije sin tapujos. —Talaron algunos árboles y le vendieron la madera para una empresa de oficinas. Después un grupo de gente armó una protesta y la mayoría de las bancas terminaron rotas. Me parece que el columpio fue lo único que se salvó.

El centro siempre se abastecía de los suburbios. Por una alguna razón recordé Los Juegos del Hambre.

Dolan hizo un ruido extraño con la boca, como muestra de descontento y burla a la vez. Era curioso tratar de predecir sus gestos. Nunca eran lo que esperabas.

—¿Ni siquiera el resbalín amarillo se salvó?

—Todos se orinaban en ese —lo miré con asco.

—Si nunca lo hiciste no tuviste infancia.

—Tu infancia estuvo llena de revistas americanas como playboy y hamburguesas de soja. Es difícil comparar —No pretendía hacer que se recordara a sí mismo a los ocho o nueve años, pero a juzgar por su semblante distraído, eso fue lo que pensó.

—Ya, pero es que en serio no sabes de lo que te pierdes. Osea, si ponemos las hamburguesas de aquí en una escala del cero al diez y las comparamos con las que hace mi abuela, a las vacas les daría depresión.

—¿Cuántos les das a las de aquí?

—Cero —afirmó al instante.

—Yo a tu soja le doy menos cero.

Entretanto, llegamos a la imponente entrada del seudo parque, o al menos eso se distinguía en las letras de fierro oxidadas inscritas a la cabecera de ambos pilares. Los faroles aún alumbraban como antes, pero el olor de los tachos que nunca se vaciaron se había impregnado como pintura acrílica en los primeros metros de follaje.

Pasamos junto a una escalinata de piedra a medio construir. Ya no recordaba que había en la cima.

—Huele a muerto —aventuró Dolan.

—Me descubriste.

De la nada, y sin importarle la gente que había unos pasos más allá, comenzó a gesticular palabras extrañas con rostro de sofoco. Elevé una ceja. Juntó sus manos frente al pecho en una plegaria y separó ambos pies. Bueno, no, no era una plegaria. Suponía que era su hora de rezar.

—¿Debería irme para darles privacidad a ti y a tu Dios?

—Cállate. Estoy bailando.

Resoplé con mofa.

—¿Y ese estilo es...?

—Dancehall. Observa.

Con las rodillas flexionadas y los hombros encorvados como un duende de campo, trató de avanzar sin despegar los talones del suelo. Deseé haber llevado mi teléfono para grabarlo.

—Te mueves horrible.

—Gracias. Yo también te quiero —soltó sin abandonar su danza primitiva. El corazón se me heló por unos segundos.

Aún no llegaba a conocer del todo a este chico; probablemente nunca lo haría, pero seguía preguntándome cómo, siendo tan distintos en todo aspecto congeniáramos tan bien. Él era un libro abierto, de fácil acceso y páginas tibias, dispuesto a dar todo por el mero impulso de no dejar los días morir sin obtener buenos momentos, sin conocer personas de confianza por las que valiera la pena arriesgar ciertas cosas.

En ese instante no reparé mucho en la última frase. Puede que lo estuviese diciendo en serio o solo fuera una de sus frases juguetonas lanzadas al viento. Jamás se sabía.

Una pareja pasó junto a dos niñas que perseguían a un perro de calle. Los cuatro miraron risueños a Dolan, pero por lo que parecía, ni el impacto de un proyectil podía sacarlo de su burbuja musical.

—¡Mamá, se parece al niño que vimos en Youtube!

Oculté la nariz en el cuello de la chaqueta para disimular un poco la pizca de vergüenza ajena que me daba. Lejos de lo cómico que parecía la escena, había logrado hacerme olvidar lo que había pasado en casa minutos atrás. Otra vez.

—Eras famoso por hacer este baile mierda y no me dijiste —bromeé.

—Un gran talento como este conlleva una gran responsabilidad. No podía arriesgarme de esa manera —medio susurrando, cambió el tono de voz a uno más grave. Sus brazos intentaron imitar los movimientos mecánicos de un robot.

De repente, su expresión cambió tal cual le hubieran ensombrecido la cara con un balde de carbón. Seguí su mirada sin saber qué había divisado tras los árboles. Tres chicos de mediana estatura aparecieron en dirección nuestra, ambos cargaban mochilas de campismo y no parecían notar nuestra presencia. A sus espaldas distinguí una cascada de pelo claro que se movía entre ellos. A lo lejos escuché sus voces.

—Oh, carajo. Ahí viene mi ex.

—¿Qué?

—Date la vuelta como si no los hubieses visto y salgamos de aquí.

Inevitablemente ladeé la cabeza por un milisegundo para observar bien a las tres figuras que ahora de cerca se notaban enfrascadas en su conversación. Aproveché eso para retener el rostro de los tres en la memoria.

—¿Quién es? —le pregunté dirigiéndole junto a él a la entrada del parque, que a la vez era la salida.

—No i...

—¿Dolan?

La voz provenía de la chica. Sentí cómo sus hombros se tensaban y lamenté el haber sido tan lento. En realidad no tanto como debería. Tenía cierta curiosidad por saber acerca de las relaciones que había tenido antes, sobretodo porque nunca tocó el tema.

No le quedó otra que darse vuelta y montar su mejor cara de consternación. Le seguí el juego sin pensarlo dos veces.

—Wow, ¿qué haces aquí? Han pasado meses. Pensé que te habías ido a Varna.

—Me fui pero volví hace dos semanas. Mírate, lo dejaste largo —sonrió la chica, refiriéndose a la melena media ondulada que tanta gente le envidiaba a Dolan.

—Es mi segunda piel. Escudo contra el frío —bromeó. Hasta en las situacionas más fortuitas sabía cómo pasar desapercibidas su reticencia. Yo me habría ido apenas escuchara mi nombre.

—Típico —rió, aunque era obvio que no tenía intención de hacerlo. Bajo las cejas perfiladas y los párpados caídos se reflejaba cierta nostalgia. A su lado, los sujetos no habían dicho nada. Solo cuando ella los presentó me di cuenta del fuerte acento que cargaban. No eran de aquí.

—Octavius —saludé quieto en mi lugar. Levanté una mano en forma de saludo y me arrepentí al instante. Esto era patético.

—Es mucha la coincidencia, ¿no crees? Toparnos en el mismo parque viejo —dijo lentamente Bruna. Ahora que sabía su nombre, podía analizar si combinaba con su cara. Definitivamente lo hacía.

Facciones redondas, nariz pequeña, y un color de cabello que bajo la precaria luz del poste oscilaba entre rubio fresa y rubio claro. O quizás el recorte de sombras que hacían los árboles sobre su cuerpo ensombrecían el matiz.

—Es verdad. Me pilló por sorpresa.

—¿Sigues estudiado Economía?

—Noup. Congelé la carrera por un tiempo, algo así como un mini semestre sabático. Estoy en ingenería mecánica. Pero ya te lo había contado —exhaló las últimas palabras.

La expresión de la chica cambio como de un relajante jazz a un blues. Abrió la boca, al parecer intentando recordar, luego pestañeó un par de veces.

—No estoy segura, puede que lo hayas hecho pero con tantas cosas en la cabeza, ya sabes.

—Te lo dije un día por videollamada, cuando estabas en Varna. Hablamos por horas porque querías contarme sobre los museos que viste en la expedición.

Dolan parecía muy seguro, y la chica muy fuera de lugar. Al final quedábamos todos sobrando en el agujero de tierra al que caímos por casualidad. Miré mi muñeca olvidando que mi reloj ya no funcionaba.

Tal vez no era el único insecto al que el pasado atrapaba sin piedad cuando menos se lo esperaba.

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