Capítulo 32: ¡Basta!
Vladimir
Entro al cuarto de Victoria y veo que tanto Luisa como la señora se han quedado profundamente dormidas. La amiga de Loreta está sentada en una silla que se ve bastante incómoda, muy cerca de la cama de su mamá y la posición en la que se encuentra le provocará tortícolis; estoy seguro.
Tengo que hablar con ella pero no quiero despertarla, sin embargo, cuando me giro para salir al pasillo a esperar que despierte por su cuenta, su voz me sorprende.
—¿Vladimir? —pregunta aún somnolienta.
—Hola, Luisa, no quise despertarte.
—Tranquilo, en esta silla no es que se pueda dormir mucho. —Se levanta y alza sus brazos para estirarse; la pobre tiene unas ojeras que le llegan hasta el piso.
—¿Tienes hambre? Puedo traerte algo de la cafetería. —Se ve que no solo no ha dormido bien sino que no está alimentándose como debería. Toda su energía está concentrada en atender a su mamá.
—Mejor acompáñame, creo que me hará bien caminar un rato.
Voltea a verificar que su mamá sigue profundamente dormida y salimos en silencio de la habitación.
Los pasillos tienen cierto movimiento, como es común en las horas de visita. Luisa se cuelga de mi brazo en un gesto que me sorprende pero no me incomoda, y empezamos a caminar hacia la cafetería de la clínica.
—¿Dejaste a la borracha en su casa?
—Pfff, sí —suspiro fuerte—. Tu amiga es todo un caso ¿no?
—Bienvenido a mi mundo —dice con una pequeña sonrisa en los labios.
Entrando a la cafetería, le pido a Luisa que se siente mientras yo le traigo uno de los sandwichs que probé el otro día y que la verdad no estaban tan mal. Me acerco a la barra y pido dos; a mí también se me despertó el apetito.
—¿Cómo sigue tu mamá? —le pregunto a Luisa cuando regreso a la mesa con las comidas y bebidas.
—El médico dice que evoluciona bien para su edad. Muy pronto podrá irse a casa, aunque necesitará terapias. —La tristeza en su voz es palpable.
—¿Tienes a alguien para que la cuide cuando le den de alta?
Me mira y suspira con tristeza antes de contestar.
—No. Tendré que hacerlo yo, así que adiós compañía de baile y adiós mundial.
Nunca me ha gustado sentir lástima o pesar por nadie, pero Luisa en este momento me da mucha pena. Tener que renunciar a sus sueños por la salud de su mamá es algo muy admirable. Aunque pareciera que cualquiera lo haría, la verdad es que he conocido gente muy egoísta que prefiere pensar en sí mismo antes que en los demás, incluso si son parte de su familia.
Recuerdo cuando mi madre se enfermaba y yo dejaba de ir a la universidad por cuidarla. Me decía que estaba loco, que ella podía cuidarse sola, pero nunca podía convencerme de dejarla por su cuenta. Así como sé que la brillante idea que tengo en la cabeza tampoco me la van a rechazar.
—¿Y si contrato una enfermera que cuide a tu mamá para que no tengas que renunciar a tus sueños? —Suelto de repente, sin ninguna clase de filtro.
Luisa me mira como si hubiera escapado del piso de psiquiatría.
—¿Qué? —pregunta atónita.
—Conozco a una enfermera muy buena que se especializa en personas adultas. Sé que tu mamá no podrá quedar en mejores manos. De hecho, ni bajo tus cuidados podría estar mejor.
—Nada me gustaría más, pero no puedo pagar una enfermera.
—Yo le pagaré.
Guarda silencio por un momento y luego empieza a reírse algo nerviosa.
—Estás loco; casi ni somos amigos. ¿Crees que podría aceptar ese tipo de ayuda así no más? —Da una mordida a su comida, moviendo su cabeza de lado a lado, como aterrada de la locura que según ella, acaba de escuchar.
—Aceptaste el sándwich ¿No? —Encojo los hombros.
—Sí, pero un sándwich no es lo mismo que una... ¡Ay, por Dios, Vladimir! No creo necesario tener que hacerte notar que lo que dices es una locura.
—No es ninguna locura. Creo que tu mamá se lo merece. —Noto duda en su mirada así que continúo—. Mira, vamos a ser directos. Tengo mucho dinero, ya lo sabes; en realidad no es un secreto para nadie. Lo que muchos no saben es que ese dinero muy pocas veces lo gasto en cosas realmente importantes, en principio porque no tengo con quien compartirlo, aún. Nada me gustaría más que darle un buen uso a la suerte que hasta ahora me ha acompañado, y no se me ocurre una mejor forma de gastarlo que garantizar la salud de tu mamá y el que puedas seguir bailando sin inconvenientes.
Guarda silencio por un momento, diciendo miles de cosas solo con su mirada.
—Pero...
—¿Pero qué? No me digas que te preocupa el qué dirán o algo así —digo tratando de usar un tono informal, como para no darle tanta importancia al asunto.
—Es que me siento incómoda recibiendo ese dinero...
—Tú no vas a recibir dinero. —Me mira extrañada, sin entender nada—. Tú lo que recibirás será una ayuda. El dinero se lo daré a la enfermera que cuidará a tu mamá como si fuera de ella.
Termina su sándwich en silencio, al igual que yo. Espero que acepte lo que le propongo. Será una buena forma de hacer a Loreta feliz, aunque no lo hago solo por ella; Victoria me cae bien, Luisa igual. Además, el talento de esta gran bailarina se desperdiciaría en las labores de las que se puede encargar una enfermera.
—Hagamos una cosa... —dice cuando termina el último sorbo de su bebida—. Déjame pensarlo bien, hasta que a mi mamá le den el alta. Es una decisión que tengo que tomar con ella, puesto que también está involucrada.
—Claro que sí —afirmo poniéndome de pie y haciéndole una seña para que regresemos al cuarto.
Cuando voy a empezar a caminar, siento que Luisa me toma del brazo para decirme algo.
—Gracias por la comida, pero sobre todo por tu ofrecimiento, significa mucho para nosotras.
Su sonrisa es casi tan bonita como la de Loreta, y sus ojos me demuestran total sinceridad.
Salimos de la cafetería hacia la habitación de Victoria. En el camino Luisa me pregunta acerca de mis sentimientos por Loreta y por un momento me congelo, aunque al fin soy capaz de aceptar lo que siento.
Ella se ríe con fuerza y cuando le pregunto por qué, me dice que a Loreta le encantaría escuchar eso.
—No me ha dado oportunidad de decírselo —respondo a sus comentarios.
—Tal vez no has insistido lo suficiente. Mira, Loreta no es de las que ruega...
—Pfff, ¿segura? —Ups, creo que el pensamiento se me salió en voz alta.
—Bueno, sí, tal vez tú eres la excepción. ¿Dije tal vez? No, estoy segura de que eres la excepción, pero es solo porque se obsesionó contigo; no pudo soportar ese primer rechazo tuyo...
—Espera, ¿a eso se debe su comportamiento? —No lo puedo creer ¿acaso nunca la habían rechazado?
—Eres el primero que la rechaza.
Ah, ya, eso responde a mi pregunta.
Empiezo a hacerle un interrogatorio estilo CTI cuando se para frente a nosotros el ex de Loreta, Alberto. Nunca podré olvidar ese nombre. Una sensación de quemazón sube por mi garganta y viaja hasta mis puños, que se mueren de ganas por reventar a este tipo. Olvido por completo de lo que hablaba con Luisa, incluso de que me encuentro parado a su lado; en todo lo que puedo pensar es en lo que este sujeto causó y y podría causar en la vida de Loreta.
—A usted quería encontrarlo. ¿Va a seguir jodiéndole la vida a Loreta? —pregunto con rabia.
—¿Perdón? No entiendo...
El tipo contesta con falsa confusión y eso me saca aún más de quicio. Por un segundo olvido que me encuentro en una clínica, que yo nunca peleo con nadie, y que odio la violencia y me lanzo sobre el tipo.
Mi puño automáticamente va a su rostro y el individuo cae al suelo. Me voy sobre él y sigo golpeándolo, ignorando por completo las súplicas de Luisa por que pare. ¿Quién entiende a las mujeres? ¿Se le olvidó que este fue el mismo hombre que nos hizo proteger de manera extra a Loreta para que no le hiciera daño? Hace solo unos pocos días esta misma mujer estaba preocupadísima de que este sujeto fuera el que había atropellado a su mamá ¿y ahora lo defiende?
—¡Imbécil! ¡Vas a dejarla en paz! —grito para que se lo grabe bien en esa cabeza mientras lo golpeo; por algo dicen que la letra con sangre entra.
De repente, el tipo se voltea en el piso para esquivar mis golpes. Como puede se libera de mí y se levanta con fuerza, para empujarme con todo lo que tiene.
Logra encajarme dos golpes en la cara que me dejan algo atontado. Empiezo a escuchar gritos de otros pacientes y visitantes que, al escuchar el escándalo, salieron al pasillo.
Sus puños me hacen enfurecer tanto que me siento como Mario Baracus en un episodio de Los Magníficos —en serio, solo me faltan las cadenas doradas en el cuello— y dejo ir toda la fuerza de mi cuerpo sobre él, lo que nos lleva a los dos al suelo, donde empezamos a rodar como en una pelea de perros. Si empezamos a meter los dientes, en eso se convertirá.
—¡Vladimir, Alberto! ¡Basta!
La voz de Loreta nos saca de nuestro trance violento y ambos nos quedamos tirados en el piso, intercalando miradas entre ella y nosotros.
De repente no me siento como el héroe sino como el villano de la historia, ¿será por esa forma en la que Loreta me está mirando?
—¡Animal! —Me grita.
Sí, con seguridad en algún punto me volví el villano.
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