Capítulo 18: Está bien llorar, Loreta
Vladimir
Las presentaciones de Loreta son cada vez más cautivantes para mí. Verla bailar casi todas las noches se ha convertido en un hobby interesante. Me sorprende ver que en cada presentación ha mejorado un poco, como si no fuera ya la mejor bailarina que he visto. Sale más sonriente, o mueve más su cabello, o levanta más las piernas; no sé describirlo con exactitud, pero cada noche creo que es mejor que la anterior.
Después del incidente del banano, he reducido mis encuentros con ella, aunque no ha sido cien por ciento a propósito. A veces, es tan simple como que no tengo ganas de hablar con nadie, otras veces solo se me quitan las ganas de conocerla mejor, aunque cada noche me duerma pensando en ella.
Nunca una mujer me había intrigado de esta manera. Es como si quisiera conocerla y a la vez no, como si deseara tenerla a mi lado y al mismo tiempo tratara de alejarla. No tengo recuerdos de haberme sentido tan confundido con algo, o alguien.
El show de la noche se termina y, como siempre, el público rompe en aplausos. Loreta se ve radiante, su amor por los escenarios es notorio. Sus ojos brillan, es como una adicta al amor del público y a las luminarias. Me gustaría poder dedicarme a algo con esa misma pasión que ella demuestra.
Los bailarines salen del escenario y el público empieza a levantarse de sus asientos. Como estoy sentado en uno de los lugares de atrás, salgo primero que todo el mundo. Tengo algo de tiempo para jugar en el casino, así que voy por una ronda de póker. Recuerdo las primeras veces que visité los juegos y comencé a ganar. Hace tanto no siento esa misma emoción, esa felicidad que te da vencer a tus rivales o simplemente sentirte la persona más afortunada del mundo.
Como se está volviendo ya normal en mí, me aburro rápido. Después de ganar tres rondas, salgo del casino y camino por el hotel. Veo que una familia en recepción se está registrando, son una pareja joven y un par de gemelos. Son tan rubios y tan altos, que puedo ver con claridad que son extranjeros. Su felicidad es notable, y aunque Cali no tiene mar, se ve que están emocionados de venir a esta ciudad. A veces me pregunto si la suerte y el dinero que he acumulado durante todos estos años podrán comprar ese tipo de felicidad.
¿Realmente seré la persona más afortunada del mundo, o lo es ese hombre que tiene a su lado a una bella mujer, buena madre y compañera, y unos hijos sanos que llenen de risas sus días?
Como no quiero parecer un loco pervertido, sigo mi camino hacia la calle, motivado por unas ganas de caminar por el sendero del río Cali y, tal vez, sentarme en un café a tomar algo. A veces es bueno disfrutar la soledad, son momentos que sirven para pensar, hacer planes o solo apreciar la vida que nos rodea y que la mayor parte del tiempo estamos demasiado ocupados para notar.
Encuentro un café en uno de los muelles del río y veo que no hay mesas disponibles, sin embargo veo a una pareja de amigas jóvenes y les pido permiso para sentarme con ellas. Asienten y acomodan sus cosas en la mesa para darme espacio, pero noto que he arruinado su conversación; ambas guardan silencio y solo toman sus bebidas, mirándome de reojo de vez en cuando.
Un joven mesero se acerca a mí para tomar mi pedido, por ahora solo será un capuchino. Cuando el joven se va, insto a las mujeres a que no se corten por mí, no quiero intimidarlas pero entiendo que tal vez hablaban de temas muy privados y que lo mejor será tomarme la bebida rápido y dejarlas solas.
Una de ellas empieza de la nada a preguntarme cosas, tratando de involucrarme en su conversación. Respondo secamente, pues solo quería disfrutar de un espacio para mí mismo; nunca imaginé ni pedí salir a conocer gente.
Tan pronto termino mi bebida, me despido de ellas con amabilidad y me retiro del lugar. Noto sus risitas y cuchicheos apenas me levanto, y no esperaba que fuera de otra manera. Es una situación bastante recurrente en mi vida, a decir verdad. Soy consciente de que me tocaron buenos genes, pero no es algo de lo que me sienta orgulloso o que desee mostrar de más; la adulación no es uno de mis objetivos aunque es frecuente.
Veo el reloj y me doy cuenta de que se me ha ido el tiempo caminando solo por las calles del barrio Granada. En algún momento me cansé de ver el río y subí hacia las casas antiguas, debo estar a unas cuadras del hotel. Son las once de la noche y las calles se ven bastante solas, así que, sobre todo por seguridad, regreso al hotel.
Una cuadra antes de llegar, escucho que alguien grita y veo a un hombre forcejeando con una mujer. Tratando de no ser visto, me acerco a la escena; no sé por qué lo hago, pues así suene egoísta, prefiero mantenerme alejado de ese tipo de situaciones. Prefiero sacar mi teléfono y llamar a la policía que interferir personalmente. Estamos en un mundo peligroso y meterme en problemas no ha sido nunca mi estilo.
Sin embargo, algo en ese grito me inquieta y deseo saber qué es lo que está pasando. Veo a un hombre de aspecto humilde que rodea a la fuerza con sus brazos a una mujer aprovechando la soledad de la noche. El hombre la manosea y la mujer llora descontrolada.
Un escalofrío y una sensación rara en el estómago hacen presencia cuando noto que es Loreta.
Pierdo todo el control de mí mismo en un segundo y corro en su dirección. Cuando le doy alcance, agarro al tipo por la camisa y lo halo con todas mis fuerzas lejos del cuerpo de Loreta, quien sigue llorando y gritando desesperada.
No sé de dónde salen unas ganas descontroladas de golpear a este individuo y, aunque intento, no me puedo contener. El tipo trata de encajarme un puño, pero no acierta. Es claro que se encuentra bajo los efectos de las drogas y su coordinación es nula. No sucede lo mismo con la mía, así que mis nudillos aterrizan en su nariz con fuerza varias veces hasta que lo veo sangrar.
Atontado, el hombre cae al suelo, donde no contengo una patada que creo que le da en las costillas. Justo cuando he tomado impulso motivado por la rabia, aparece a nuestro lado una patrulla de policía de la que se bajan varios uniformados. Unos me agarran por los brazos y los otros levantan al tipo del suelo, quitándome un peso de encima, porque sé que donde no me detengan, lo mato.
—¡Calmados, señores! ¿Qué pasa aquí? —pregunta uno de los policías dirigiéndose a mí, pues es probable que sea el único que puede hablar.
—Este tipo estaba manoseando a la señorita. —Señalo a Loreta, quien está tan alterada que parece ajena a toda la situación.
—Señorita, ¿es cierto eso?
—S... sí se... señor oficial... este... tipo me estaba... me estaba... —Empieza de nuevo a sollozar y no puede continuar hablando.
—Tranquila, señorita —dice el más joven de los policías acercándose a Loreta.
—... además me robó mi celular...
Uno de los agentes que tienen agarrado al tipo procede a requisarlo. Encuentra tres celulares de gama alta, uno de los cuales es reclamado por Loreta.
—Móntenlo... —ordena el oficial de más alto rango—. Ustedes también tendrán que acompañarnos, deben ser interrogados.
Me acerco un poco al hombre, tratando de que Loreta no escuche lo que voy a decirle.
—Mire oficial...
—Teniente. —Me interrumpe.
—Perdón, Teniente. La señorita está muy alterada como para responder a sus preguntas ahora. ¿Es posible que la puedan interrogar mañana?
—Entonces tendrá que acompañarnos usted.
—También le pediría el favor de poder rendir indagatoria mañana, la señorita es mi amiga y está sola en la ciudad, solo cuenta con mi compañía —miento—, y claramente es contraproducente dejarla sola en este momento.
El hombre lo piensa un momento pero parece encontrar razón a mis palabras.
—Señorita, ¿este hombre es su amigo? —Gira hacia Loreta para hacerle la pregunta.
—Sí, señor.
—Bueno, tendrán que acercarse mañana a la fiscalía a poner el denuncio. —Se dirige a mí, bajando de nuevo la voz—. Lleguen temprano, hay que pedir turno y la gente madruga bastante.
—Muchas gracias, Teniente, eso haremos.
Los oficiales suben al malherido a la patrulla y se van. Me acerco a Loreta quien se ha sentado en la baranda del antejardín de una de las antiguas casas.
—¿Estás bien? —pregunto.
Asiente con la cabeza y se levanta de su lugar, pero antes de que pueda decir algo vuelve a empezar el llanto descontrolado. La abrazo con fuerza para demostrarle que estoy aquí, y que me quedaré a su lado hasta que ya no me necesite. Ella recuesta su cabeza en mi pecho y aunque trata de contenerse, noto que sus sollozos aumentan un poco.
—Está bien llorar, Loreta.
Como si le hubiera dado una orden, deja salir sus lamentos en voz más alta mientras acaricio su cabello. Empiezo a empujarla para que caminemos hasta el parqueadero del hotel, y ella sigue mis instrucciones silenciosas.
Cuando llegamos a mi carro la subo en el asiento delantero y luego me acomodo en el lugar del conductor.
—Si te parece, te llevaré a mi casa —le digo, quiero hacerle compañía y consolarla, espero que me dé la oportunidad.
—Tranquilo, puedo irme a mi casa... sola.
—Quiero prepararte algo de cenar.
Ella me mira con sus ojos hinchados por las lágrimas y veo el esbozo de una sonrisa en sus labios. Asiente con la cabeza y se recuesta en el asiento cerrando sus párpados para descansar.
El trayecto hasta mi casa transcurre en silencio, no quiero agobiarla así que le doy su espacio. Cuando parqueo en mi lugar y apago el carro, noto que Loreta está dormida. Antes de despertarla la contemplo un momento.
Veo en ella esa misma fuerza que noté desde que la conocí, pero también he descubierto su lado más frágil. La he visto reír y llorar, hacer el ridículo e impresionar con su talento. Su belleza no reside en su físico, que aunque es de gran atractivo, en su interior esconde un alma pura y noble, con una entrega infinita por lo que desea y una ambición admirable.
Aunque ya sabía todas esas cosas de ella, de repente veo esas cualidades de otra manera y me doy cuenta de mi maldición.
Haría lo que fuera por esta mujer. Sería capaz de matar por ella. Podría renunciar a todo lo que tengo con tal de hacerla feliz. Ante esta revelación una seria preocupación se hace latente en mis entrañas y dejo caer la cabeza sobre el timón, como dándome por vencido. El ruido la despierta.
—¿Ya llegamos? —pregunta levantando su cabeza, confundida.
Asiento y me bajo para ir hasta su puerta y abrirla. Le doy la mano y ella la toma sonriendo, caminamos así hasta el lobby del edificio y entramos al ascensor.
Llegamos al piso quince y caminamos por los pasillos silenciosos hasta llegar a la puerta de mi apartamento. La abro y ella ingresa un poco tímida.
—Puedes dejar tu bolso en el perchero junto a la puerta. Siéntate en el sofá, estás en tu casa.
Mientras se pone cómoda, voy a la cocina a revisar qué podría prepararle de cenar, hace tiempo no hago mercado y quiero impresionarla con mis dotes culinarios.
—¿Te gusta la pasta? —Le pregunto asomándome por el mesón que conecta la cocina con la sala de estar y el comedor.
—Me encanta.
Sonríe, y es como una estocada final a mi corazón.
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