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Capítulo 15: Ey ¡Ni se le ocurra dispararle al perro!

Loreta

Ya me estoy acostumbrando a no saber nada de Vladimir. No pensar en él, sin embargo, es otro cuento. Nunca he tenido a alguien tan atravesado en mis pensamientos como ahora. Me parece una estupidez si lo analizo mucho rato, pero es algo inevitable. Es como un virus que contraes en el transporte público por no lavarte las manos al llegar a casa. Es la primera vez que siento que soy yo quien se preocupa de más por la otra persona, casi siempre creía que eran mis parejas quienes estaban enamoradas de mí; yo sentía una de dos cosas: o mucho deseo o mucho cariño.

Es el primer día de mi vida que me levanto sin una pizca de ganas de ir a bailar. No sé qué me pasa, con seguridad me voy a enfermar. No me duele nada físicamente, pero siento una opresión en el pecho, como una sensación de impotencia y ansiedad que no comprendo y que no sabría a qué atribuir.

Me levanto casi al medio día y tengo ensayo a las tres de la tarde. Lo primero que hago es darme una rápida ducha, me visto, no me maquillo si quiera, cojo mi maleta con el vestuario y mis cosas personales y salgo de mi casa. No como nada, aunque sé que debería hacerlo de lo contrario no tendré la misma energía para bailar pero... ¡nah, hoy no me importa!

Juan no se calla. ¡Dios, si a ese hombre le tapan la boca le salen letreros! Lleva media hora regañándome porque según él hoy fui la peor bailarina del mundo. Quizá tenga razón, pero yo solo lo miro y lo miro y no puedo dejar de ver al mono que toca los platillos en mi cabeza.

«Tisss, tisss, tissss...»

Me enderezo y sacudo un poco la cabeza para tratar de prestarle atención, cuando de repente me dice que espera que mañana tenga más disposición, lo que me indica que ha acabado su cantaleta.

—Lo siento, Juan, tienes toda la razón. Hoy no me siento muy bien, por eso he estado tan mal en la clase. Me tomaré algo para mañana estar al cien por ciento.

—¿No estarás embarazada, no?

—¿Cómo se te ocurre? —Suelto una sonora risa—. Para eso se necesita tener sexo ¿no?

—Ja, ja, muy graciosa. Cuidadito, Loreta, sabes que un bebé puede lastimar profundamente tu carrera —dice muy serio.

—No te preocupes, no estoy embarazada, debe ser solo un virus. —Un virus llamado Vlad... no, gripa, gripa.

—Tómate algo y descansa, si no mañana no bailas y Marcela será tu remplazo.

—¡NO! —Eso sí que no—. Mejoraré, no te preocupes.

Juan se va después de darme un beso en la mejilla y yo decido darme una vuelta por la avenida del rio, tal vez caminar un poco y el aire fresco me ayuden a pensar en otra cosa y recargar energías.

El rio Cali emite un sonido relajante mientras camino por su sendero, por donde hombres y mujeres pasan trotando junto a mí, paseando sus perros o con coches de bebé. Es una bonita zona para vivir. A partir de las cuatro de la tarde, el viento que viene desde Los Farallones de Cali sopla fuerte y es cuando la gente aprovecha para hacer algo de deporte o vida social. Por algo es una de las zonas más exclusivas para vivir. Los grandes y lujosos edificios de apartamentos decoran el camino.

Llevo unos quince minutos de caminata sin rumbo, en la cual he logrado callar un poco mis pensamientos, concentrándome en la gente que me voy encontrando en el camino. Imagino sus nombres, sus profesiones, a dónde se dirigen y lo que hacen cada día. Paso por una zona llena de restaurantes, heladerías, boutiques y una floristería y veo una banca vacía, la que se ve muy provocativa para sentarse a descansar.

Me dedico solo a existir. Por fin he logrado poner mi mente en blanco cuando siento que recibo una llamada.

—¿Aló?

—Hola, Lore ¿Dónde estás? ¿Te demoras mucho para llegar al apartamento? —dice Lu al otro lado de la línea.

—Ah... eh... Solo estoy caminando un poco, tal vez me demore un poquito ¿por qué?

—¿Tú caminando? ¿Sola? ¿Dónde? —Mi amiga sabe que estar sola, únicamente pasando el tiempo como estoy ahora, no es muy normal en mí.

—Por la avenida del rio... Después te cuento ¿Qué necesitas?

—Bueno, sí, tendremos que hablar de eso luego. Es que estoy comprando algunas cosas y no sé si necesitas algo...

Dejo de prestar atención a mi amiga pues veo un rostro familiar saliendo de una tienda de productos orgánicos. ¿Es quien creo? ¡Sí, es Vladimir! El corazón se me acelera descontrolado como si le hubieran dado una descarga con un desfibrilador o algo así.

—No, no, amiga, gracias, ahora creo que no necesito nada. —Solo terminar la llamada para poder ver bien qué hace el señor me-desaparezco-varios-días-sin-siquiera-decir-a-dónde—. ¿Sabes qué? Ahora te llamo.

Escucho la voz de Lu desvanecerse al otro lado de la línea y guardo mi teléfono. Vladimir voltea su cara, casi mirando hacia mi dirección. Me levanto de la banca como impulsada por un resorte marca Acme, y me paro detrás de un árbol que creo que me ocultará. Debo verme bastante ridícula pues varias personas que pasan por aquí, me miran y sueltan risitas disimuladas.

Asomo la cabeza y veo que el susodicho ha emprendido su camino a pie y ha tomado un sendero peatonal por una de las calles que sube una loma que lleva a más apartamentos lujosos. Su casa debe estar cerca, pues no veo el carro por ninguna parte.

Tratando de seguir en el anonimato, espero que camine unos cuantos metros y cuando veo que va a doblar una esquina, decido seguirlo. Es algo automático, mi plan no es acosarlo de ningún modo... bueno, ¿para qué voy a mentir? Sí voy a acosarlo pues es uno de los pasos en mi PPCR, pero espero que no se dé cuenta.

«Loreta, qué vergüenza, pareces una depravada».

Trato de ignorar a mi Pepito Grillo y sigo a Vladimir, acelerando un poco el paso para no perderlo. Va en ropa deportiva y su pelo está algo sudado, parece que estuvo corriendo. Ay, Dios, ni me acordaba que estuviera tan sabroso. Paso al lado de un hombre que pasea un enorme labrador y no hay nada que me separe de Vladimir, excepto unos cuantos metros y la oscuridad de la noche que empieza a caer sobre nosotros.

De la nada, el idiota de Vladimir voltea a mirar a atrás y tengo que improvisar para no ser reconocida.

—¡Qué hermoso perro! ¿Cómo se llama? —Doy un giro de ciento ochenta grados para quedar frente al hombre con su mascota y de espaldas a Vladimir.

—Titán —responde el hombre mirándome algo extrañado por la forma tan abrupta en la que le hago la pregunta. Me agacho a acariciar a Titán mirando de reojo para localizar a mi objetivo, pero no lo veo por ninguna parte.

Me muerdo los labios de la rabia y me alejo del chivo expiatorio que pasea al perro. Salgo corriendo en la dirección que creo que tomó Vladimir pero las calles están solas. Regreso sobre mis pasos, muy decepcionada de mis dotes de acosadora, cuando el hombre con el perro acerca a mí.

—¿Te gustan los perros?

—Eh... sí, son bonitos —El tipo tendrá unos cuarenta años, y de repente la expresión de su rostro me pone bastante nerviosa. No me da buena espina.

—Si quieres te dejo que lo acaricies.

Eso no me gusta como suena. Acelero el paso y el tipo empieza a seguirme. Camino más rápido que él pero veo que sus pasos también aumentan su velocidad. Esto es lo que me gano por dármelas de Sherlock Holmes.

Empiezo a correr ahogada por el pánico y el tipo corre detrás de mí.

—¡Eh, preciosa! No te va a pasar nada, ni el perro ni yo mordemos.

Agradezco a mis fuertes piernas de bailarina por correr tan rápido como pueden. En un instante, el tipo suelta al perro que empieza a ladrar como loco, alcanzándome. Estoy acorralada y muerta del miedo, cuando veo que un taxista frena a mi lado y me grita a través de la ventana si estoy bien.

—¡Ayúdeme, creo que el dueño de este perro me quiere hacer daño! —grito sobre los ladridos del animal.

El tipo se baja del vehículo con un arma en la mano. Esto se está poniendo muy feo, demasiado rápido. El taxista hace un tiro al aire y el perro sale despavorido.

—Ey ¡Ni se le ocurra dispararle al perro! —dice el dueño agarrando a su mascota de la correa.

—Acérquese a la señorita o a mí y el disparo se lo gana usted —contesta el taxista señalando al hombre.

El tipo decide marcharse, no sin antes tirarme un beso al aire. Asqueroso.

—¿Está bien, señorita?

—Por favor, no me dispare, señor. —Comienzo a hablar entre sollozos y el tipo guarda su arma.

—No se preocupe, es de balines, solo la tengo para asustar a personajes como ese. ¿Necesita que la lleve a algún lado?

Lo miro de arriba a abajo. Es un hombre canoso con una enorme barriga. A pesar de toda la situación y lo nerviosa que estoy, creo que me inspira confianza, sin embargo decido no arriesgarme.

—Muchas gracias, pero creo que cogeré el Mío.

—Es mejor que me permita llevarla, no sabe si el tipo regresará cuando yo me haya ido.

En eso tiene razón. Asiento con la cabeza y me subo en el asiento trasero del taxi. El hombre se sube y me pregunta a dónde me lleva. Le doy las indicaciones de mi apartamento y agradezco que en todo el camino el hombre no me dirige la palabra; no estoy de humor para hablar con desconocidos.

—¿Cuánto es? —le pregunto al hombre cuando llegamos a mi edificio.

—Tranquila, no me debe nada —responde con amabilidad.

—¿Qué? No, no, no, déjeme pagarle, ha hecho mucho por mí.

—Hoy ha tenido un día difícil, lo mínimo que merece es que alguien tenga un detalle con usted —contesta con una amplia sonrisa—. Mire, tengo una hija más o menos de su edad y espero que si algún día se llega a encontrar en una situación como la suya, alguien haga algo bueno por ella.

—Señor... de verdad, gracias —digo esquivando unas cuantas lágrimas que quieren salir de mis ojos.

El hombre me pide que no le agradezca y que tenga cuidado cuando ande sola por la noche. El mejor consejo que me han dado en la vida.

Al entrar a mi apartamento lo encuentro vacío y voy directamente a mi cama. Unas cuántas lágrimas brotan de mis ojos y, aunque no entiendo muy bien a qué parte de esta extraña noche se deben. Nunca me ha dado duro el síndrome pre-menstrual y tampoco soy una mujer llorona. Segurísimo que debo de estar enferma.

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