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De amor y otras letras.

En un pequeño pueblo humilde, un lugar donde sus calles eran arenosas y sus casas de barro, había un colegio desgastado por los años. Un rincón en dónde varios niños desfilaron dejando su inocencia con el pasar del cruel tiempo. Aquel que nunca se detiene y sin piedad arrastraba los corazones hacia el desgaste de su espíritu.

Aquellos pasillos reflejaban miles de pisadas de niños que pasaron a través del tiempo por ese lugar, al final se encontraba un diminuto salón abarrotado por los nuevos escolares que estaban viendo clase de educación familiar.

Era un salón de estudio pequeño, con sus paredes dañadas y un enorme ventilador que chillaba cada vez que lo encendían a gran velocidad, ya que el calor de aquel olvidado pueblo era abrasador en esa época del año.

Ya que era un pueblo humilde y de escasos recursos, se les era permitido a las pequeñas criaturas ver clases sin uniforme, cada niño iba vestido con su mejor atuendo (O al menos algunos podían hacerlo).

Muchos tenían camisas rotas, otros no llevaban zapatos, pero para la directora, no existía problema alguno, todos tenían derecho de una buena y grata educación.

El escritorio abarcaba una buena parte, el viejo ventilador seguía chillando provocando zozobra y un miedo profundo a los revoltosos chicuelos porque parecía que iba a caer encima de sus cabecillas.

Su profesor: el Maestro Contel, así lo llamaban al amargado letrado que solo les mandaba a hacer una tarea grupal mientras el observaba por la ventana el paisaje de su querida tierra.

Esa que lo vio nacer, y esa que lo verá morir (Según decía cuando podía)

Unas pequeñas risas inocentes, interrumpieron al maestro de sus pensamientos.

─¿Qué sucede niños? Solo les pedí que hicieran una tarea grupal, en silencio.

─Son Alberto y Juliana maestro ─respondió uno de los niños─. Se están mandando mensajes por hojitas.

El licenciado llamó a los pequeños involucrados y pidió que se acercaran a su escritorio.

─¿Qué se están enviando, pequeños traviesos? ─preguntó─. Déjame ver el papelito, y no quiero quejas ni reclamos.

"Tú estarás siempre en mi mente, no olvidaré lo importante que eres en mi vida".

─¿Qué significa esto Alberto? ─preguntó─. ¿Tú se lo enviaste a Juliana?

─Si maestro.

─¿Juliana, Alberto te está molestando?

La pecosita niña sonrió tiernamente observando a su compañero de clase y respondió mientras agachaba la cabeza.

Era una niña hermosa y radiante, los ojos de Alberto se iluminaban cada vez que la veía, tenía esos bucles en su castaño cabello que hacía volar al pequeño a un paisaje muy lejos de la realidad, eran niños y no sabían siquiera lo que sentían.

Pero era bonito para ellos esas chispas inexplicables.

─No maestro, yo le pedí que me escribiera algo bonito antes de irme a la capital.

En eso el pequeño valiente se armó de valor, miró fijamente a su maestro y le dijo:

─Mi padre me enseñó que debo expresar mis sentimientos a las personas que quiero directamente, no esperar que se vayan para darme cuenta lo importante que han sido en mi vida, maestro

El maestro afirmó con la cabeza las palabras de su alumno, dobló la hoja y se lo guardó en su bolsillo, los observó nuevamente y con sus manos e indicó que fueran a sus asientos y terminaran la tarea.

El pequeño Alberto estaba molesto, se le notaba a leguas ya que se cruzaba de brazos y juntaba sus cejas pobladas hasta unirlas por arrugar la frente, tenía su rostro rojo de tanto llevar sol por jugar en las calles arenosas bajo el inclemente sol de los atardeceres.

Al cabo de unos minutos, Alberto se levantó de su puesto y fue a hablar con su maestro, quien seguía observando la ventana, se notaba perdido y melancólico, no parpadeaba. Sus pensamientos lo sumergían en un sin fin de imágenes de añoranza y melancolía.

El niño trató de mirar el horizonte y solo se veía un camino lejos y solitario, no sabía que cosa hacía ver al maestro con esa mirada fija y taciturna hacia la nada, al atardecer de un pueblo que ardía en soledad.

─Maestro Contel.

─¿Dime Alberto, qué necesitas?

─La hojita le pertenece a Juliana, maestro ¿Me la da para entregársela?

─Escribe otra.

─No puedo, sería por obligación, en cambio esa la escribí con el sentimiento que tenía, dejé mi alma allí, ¿Me lo da, por favor?

Intrigado, el letrado giró su silla, sujetó al niño para sentarlo en el escritorio, lo cargaba como si no pesara nada, Alberto era un niño bajito y algo delgado para sus escasos diez años. Pero eso no le quitaba el entusiasmo y la desdentada sonrisa de sus labios.

─¿Por qué tanta importancia?

─Mi padre dijo una vez que su gran amor nunca supo que fue amada, yo quiero que Juliana sepa que la amo y que estaré aquí para ella.

─¿Crees que al pasar de los años, este amor bonito que sienten los dos puede ser eterno?

El niño sonrió, giró su mirada hacia donde estaba la pequeña Juliana quien le dio una sonrisa que hizo sonrojar a Alberto, quien se tapó la cara de la pena.

Estaba enamorado.

─Juliana se irá porque su mamita está enferma y creen que la pueden curar allá en la capital, allá está su tía quien cuidará de ella mientras su mamita se mejora, quiero que tenga la hojita para que no me olvide, maestro.

─Me has dado una lección, Alberto, tienes un tierno corazón, toma la hoja, fírma con tu nombre y entrégasela, eres muy bueno y te mereces lo mejor.

─¿Cree que mi papá esté orgulloso, maestro?

─Cualquiera lo estaría.

La campana había sonado y todos los niños, incluyendo Juliana salieron alegres a sus hogares. Muchos tomaron una pelota desinflada y comenzaron a patearla imaginando estar en un gran estadio sintiendo el aplauso de los espectadores y la aclamación de los más grandes.

Las niñas se quedaron esperando a sus madres para que las vinieran a buscar, otras sencillamente se fueron en grupos por las calles arenosas, perdiéndose en el crepúsculo del atardecer.

Alberto se quedó sentado en su pupitre mientras el maestro Contel acomodaba todo.

El hombre recogía algunos papeles del escritorio y de vez en cuando observaba la ventana.

─¿Crees que mamá regrese, papá?

─Siempre veré al horizonte, hijo, siempre...

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