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02 EN LA PERIFERIA

Los humanos, seres extraños que transforman el mundo a su gusto. Destruyen bellos paisajes para construir sus hogares hechos de piedra y lodo, crean refugios llenos de comodidad, según ellos, con el único fin de tener una vida pacífica, pero jamás piensan en las consecuencias que su llegada causa a todo el entorno donde construyen.

El lugar al que los gatos llaman la periferia es uno más de esos sitios que los mal llamados dueños del mundo construyeron, pero que tan pronto como poblaron también abandonaron. Se fueron el día que la tierra tembló y sus casas comenzaron a hundirse; se fueron dejando muchas cosas, y también olvidando a aquellos que llamaban mascotas.

Al principio, el lugar fue un paraíso para quienes se quedaron; el territorio y los alimentos abundaron por un tiempo. Sin embargo, con el primer invierno comenzó el hambre: la puerta infranqueable y los muros pasaron de ser barreras de defensa a murallas de prisión.

Aquellos que sobrevivieron en aquel entonces llamaron a esa época el invierno rojo, ya que no solo se dio una lucha por el poder o los territorios; las verdaderas masacres fueron por hambre, donde la carne era un recurso importante, sin importar de dónde viniera o el costo por conseguirla.

Cuando los humanos rompieron un muro para volver a entrar, solo se podía oler la miseria, el hambre y la muerte, pero eso no les importó a los recién llegados, ya que ellos no buscaban lujos; más bien, solo querían un lugar donde habitar, sin importar su estado.

El hambre y la podredumbre jamás se fueron de la periferia, pero por lo menos el retorno de los humanos les permitió a los sobrevivientes, de vez en cuando, gozar de alimentos y abrigo.

Ahora, frente al carcomido y derribado portón de acero, dos gatos miran el lugar con la intención de entrar sin saber lo que les espera en el interior.

—Siempre me he preguntado, ¿por qué vienes a este miserable lugar a alimentar a estos gatos salvajes? —rompe el silencio Ruso mientras observa curioso el meditabundo rostro de Panza.

—Sabes amigo, los gatos somos animales que no tenemos historia, y ese es nuestro problema. Vivimos al día y tan poco es nuestro tiempo de vida, que es difícil escuchar a los viejos como yo —contesta Panza, sin dejar su reflexiva mirada—. Cuando yo muera, el recuerdo de lo que una vez pasó aquí se habrá olvidado. Tan solo tenía dos meses, querido Ruso. Imagínalo, dos meses, y viví en carne propia lo que para ustedes solo es un cuento, yo ví el invierno rojo. Ahora soy el único que lo recuerda y trata de transmitirlo a las nuevas generaciones, pero las nuevas generaciones no escuchan, no creen que pasó y no imaginan que podría volver a pasar. ¿Ahora entiendes por qué vengo?

—Nunca imaginé que lo vivieras. Cuentas muchas historias, incluyendo el invierno rojo solo como algo que te fue transmitido, como un cuento de viejos.

—Lo hago porque incluso yo, a veces, lo siento tan lejano y poco creíble. Es mi forma de escapar de esos recuerdos.

Ruso agacha la cabeza y las orejas, para mostrar respeto al viejo gato, pero también su corazón se siente adolorido y con pena por las tantas veces que escuchó las historias sobre ese evento y jamás las creyó. Siente su corazón comprimido porque toda su vida despreció a los gatos de ese lugar, y consideró que ese sitio solo era para los parias y no digno de su presencia. Incluso ahora se da cuenta de que él es igual o peor que aquellos gatos que condenó tan solo un par de horas antes.

—Vamos —interrumpe Panza los pensamientos de Ruso—. Tal vez pienses que eres igual que los demás gatos del barrio, pero recuerda una cosa; tú estás aquí y ellos no. Irradias valor y confianza, aún viniendo a un sitio donde este viejo siempre deja a sus hijos llenos de miedo en la puerta, y a veces entra temeroso de lo que encontrará.

Con tales palabras, ambos gatos entran al lugar. La periferia los recibe con la luz de la luna en lo más alto del cielo. La calle central, llena de grietas y desniveles, muestra cómo el amo del mundo no es más que un molesto inquilino.

Conforme los gatos avanzan, se encuentran con algunos descuidados y mal vestidos humanos que no les prestan atención, ya sea porque están más preocupados por mantener sus cuerpos calientes alrededor de improvisadas fogatas hechas con llantas, basura o pedazos de muebles obtenidos de manera dudosa, o porque las sustancias que usan para olvidar su realidad los tienen tan atontados que ni siquiera saben lo que pasa a su alrededor.

El pasto y las hierbas llamadas cola de gato alcanzan casi el doble de la altura de un gato, por lo que desde la visión de los visitantes es difícil apreciar las abandonadas casas donde no existen puertas ni ventanas.

—Algo anda mal. En este punto casi siempre hay algunos gatos que me reciben para pedirme algo de comer —comenta Panza mientras gira su cabeza de izquierda a derecha, y con sus ojos trata de encontrar algo.

—Demasiado silencio —completa Ruso, mientras mueve sus orejas tratando de captar algún sonido.

El viento frío de otoño mueve de forma ligera el pelaje de ambos, y un lastimero silbido se deja escuchar. Pero fuera de eso y el movimiento de la hierba, nada. No hay gatos, perros ni aves en el sitio, una situación que eriza los lomos de los felinos, manteniéndolos en alerta constante.

El frío ambiente hiela los pulmones de los gatos, causándoles dolor en sus pechos, pero, pese al sentimiento que los inunda, continúan su camino. Panza siempre va un par de pasos al frente, guiando a su acompañante.

Casas derruidas o con severas grietas son ahora lo único que se puede ver sobre la hierba. En algunos casos, las plantas crecen en paredes derruidas o techos agujereados. Han llegado a un punto donde solo debería haber animales, ya que para los humanos todo lo que hay les es inútil. Sin embargo, la única presencia perceptible es el macabro silbido del viento que advierte de peligros invisibles.

Tras los más largos minutos en la vida de los gatos, por fin llegan a su objetivo, las ruinas de una casa que solo tiene unas cuantas paredes en pie y fragmentos de techo que pueden servir de refugio para algunos animales. Panza trata de continuar el camino hacia el interior, pero, sin decir nada, Ruso se adelanta y, con una mirada seria, le indica al guía que lo espere afuera. Panza, confiando en su acompañante, se sienta a la espera de saber la verdad de lo que está pasando.

Con cada paso que el gato gris da, la hierba seca del patio emite un leve crujir. El sendero no es muy largo, pero el ambiente es opresivo; el frío viento congela el alma del invasor. Aun así, no da un paso atrás y, lleno de seguridad, franquea la derruida puerta, solo para encontrarse con el dantesco escenario que Panza ya había comentado en la reunión.

Los cuerpos de varios gatos en descomposición se encuentran regados por el lugar; felinos no mayores de dos años tirados en posturas poco naturales y con claras evidencias de que tanto moscas como otros animales los han utilizado como alimento. Los gusanos salen de las cuencas de los ojos o del hocico. Ruso no puede imaginar lo que Panza vio la noche que estuvo solo en ese lugar. Tal vez vio los rostros de las víctimas aún frescas, con muecas de desesperación o miedo.

Más adelante, encuentra otro cuerpo desmembrado y, tan solo un par de pasos más adelante, ve horrorizado los cuerpos de los cachorros mencionados por el viejo. Al parecer, trataron de refugiarse debajo de algunas maderas, pero todo esfuerzo fue inútil, ya que la sangre embarrada en el sitio indica que fueron sacados con gran violencia y, después, lanzados contra algunas de las paredes con el único fin de darles muerte de la forma más despiadada posible.

El felino mira atónito la escena. Si esto es obra de su hermano, eso le indica que él no busca una mera venganza, está tras algo más, tal vez el exterminio de todo lo que piense que le causó daño.

La mirada del visitante busca afanosamente la marca de la que Panza habló, hasta que, por fin, su vista se posa en una viga mal puesta en una de las paredes. Allí se encuentran arañazos de marca. Despacio y temeroso de encontrar lo que tanto teme, se acerca mientras una nube tapa la luz de la luna por unos instantes. Para cuando la luz vuelve, se encuentra frente a la madera y ve con claridad la marca de Mocho. Pero algo le llama la atención, en efecto, es la particular forma en la que su hermano arañaba sus territorios, pero cada hendidura es mucho más profunda y gruesa. Jamás en su vida vio que un gato marcara con tal fuerza y violencia.

De pronto, un sonido interrumpe los pensamientos del gato. Los aleteos de un ave recién llegada lo obligan a mirar hacia donde se supone que se posó y se encuentra con un cuervo negro como la misma noche, con ojos tan rojos como el fuego. El ave, en lugar de emitir un graznido, lanza una siniestra risa que reverbera por todo el lugar, obligando a Ruso a retroceder. Pero es detenido por una voz:

—Tardaste en venir, hermanito.

Unos brillantes ojos aceitunados se dibujan en la oscuridad y pronto el resto del gato se deja ver. Un enorme felino café con puntos grises, casi el doble del tamaño de Ruso, aparece con una mueca cínica en su rostro.

En posición defensiva, con el lomo encorvado y cada uno de sus pelos erizados, ante la sorpresa, Ruso solo acierta a articular una pregunta —¿Qué eres?

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