3
Al conseguir su atención, el chico de cabellos castaños y despeinados tenía cara de no saber qué narices estaba haciendo yo allí. No lo culpaba, yo tampoco tenía idea de cómo mi conversación vergonzosa se había convertido en el paso de la muerte.
Los nervios me consumían, quizá por el color sus ojos, nada común. El izquierdo verde y el derecho aún más azul que los de la rubia que se burlaba de mí en voz baja, o quizá por tratarse de un ser humano que respiraba. Tal vez, ambas razones. Ya era demasiado tarde para arrepentirme y el hecho de que él estuviese observándome así, en completo silencio, no ayudaba.
—Hola —respondió al cabo de un rato. Pero, por si fuera poco, sonó como un "largo de aquí" directo, más que como un saludo cordial, pues volvió a lo suyo. Dio la vuelta a su afilado lápiz entre los dedos y siguió dibujando en su cuaderno, como si yo no estuviera existiendo cerca suyo y el corazón no me latiera a mil por hora a consecuencia de su profunda voz masculina.
Que desastre, pensé en un resoplo.
La próxima vez que sean veinte dólares, Umay. Recuérdalo, me pedí. No volvería a hacerlo por menos dinero.
Comenzaba a desesperarme.
Me hubiera levantado si, por lo menos, recordara cómo moverme. La valentía momentánea que me llevó a fingir que hablar con un extraño era totalmente normal desapareció en el instante que lo vi de tan cerca.
No me equivocaba al decir que sus cejas estaban considerablemente pobladas y oscuras y que hacían un contraste con el tono pálido de su piel.
Hundí el ceño. Dibujar, me imaginaba, debía ser de lo más incómodo sin un lugar para apoyarte, además del constante movimiento en el vagón que seguro ocasionarían trazos incorrectos.
¿Por qué estaría entonces haciéndolo deprisa?
No lo sé, quizá sólo es hábil.
Él me ignoró durante unos minutos, esperando claramente que regresara a mi sitio —lejos de él— o incluso imaginando que, en un universo alterno, si no se movía no podría verlo. Lastima que yo había comprobado de sobra que ese hecho absurdo solo funcionaba con los dinosaurios, ya que esconderse y fingir no estar en un lugar donde no quieres estar nunca había sido de gran ayuda para mí. Como con el profesor Henry quien encontraba la manera de que al final del día mi letra temblorosa estuviera en su pizarra a pesar de yo no recordar —porque no había pasado— subir la mano para dar un aporte al estudio de Biología.
Agradecí no estar más en su grupo y que su esposa lo "sorprendiera" con un embarazo antes de que Umay-participativa-Jones estuviera preparada mentalmente para regresar a la escuela. El sustituto no fue un hombre que se destacara por su encanto o buena cara frente a la vida, pero era mucho mejor soportar sus gestos o desviar la mirada al otro lado cuando nos acercábamos a su escritorio que intentar que Henry entendiera que su alumna estaba entrando en un colapso.
Entonces, justo cuando buscaba el apoyo de Heather desesperadamente y pensaba que ya no podría aguantar más allí sentada, cerró la libreta de golpe, haciendo sonar la tapa contra las hojas y se quitó uno de los auriculares dejándolo sobre la mesa que nos dividía.
Supuse que lo hacía porque iba a hablar conmigo.
Dignidad recuperada, falsa alarma, pensé y sonreí para mis adentros.
Spoiler: Todo cambió cuando abrió la boca.
—¿No tienes nada mejor que hacer?
Retiraba lo dicho. Mi dignidad había sido aplastada de nuevo, pisoteada por una enorme bota militar en el fango y hundida tres metros bajo tierra. Admito que llegué a sentirme mareada, llegué a pensar en que me vomitaría encima, dejando a un lado que esto siempre ocurría en el viaje en tren.
—En realidad, no —contesté, forzando una sonrisa. Después, me incliné sobre la mesa— ¿Estabas haciendo deberes? —pregunté.
Él frunció el ceño y algunas de sus pecas quedaron ocultas bajo las arrugas de su frente. "Qué pregunta más tonta", me grité, si eso era posible de hacer dentro de mi cabeza.
—No —respondió.
Ahora sí que estaba muriéndome. No sabía que más podía decirle. Quería decirle que era su turno de hacer un intento por tener una conversación, pero no pude. No tenía nada más que hacer, hice una búsqueda rápida en la biblioteca de temas de conversación en mis recuerdos, pero el pequeño bibliotecario me dio un encogimiento de hombros diciendo que jamás habíamos llegado tan lejos y que no tenía idea de si hablar sobre mis alergias sería una buena opción para que él no saliera corriendo.
—Mi nombre... es Umay Dulcinea —extendí mi mano temblorosa hacia él después de secarla un poco en mi ropa. Para cuando lo noté, ya había pasado; dije mi nombre en lugar de mi apellido— Aght, dije mi segundo nombre, lo siento.
Volví mi mano hacia mi cuerpo en cuanto pude, ni siquiera le permití corresponder, pero no estaba segura de que él fuese a hacerlo tampoco. Eso pareció realmente interesarle por alguna razón, pues, a pesar de hundir sus cejas y mirar mi mano con desconfianza, estoy segura de que estaba a punto de sonreír, pero no lo hizo.
—¿Por qué te disculpas? —inquirió.
Casi instintivamente le respondí.
—Oh, no me disculpo contigo, lo hago conmigo —esto lo confundió aún más—. Ya sabes, a mi yo del futuro, cuando me arrepienta de haberte dicho y de haberme acercado, de paso —lo dije tan rápido que no estaba segura de si terminó por escuchar lo que dije. No hasta que me dio una media sonrisa y se quitó el otro audífono.
—De acuerdo, Umay —inició y después de quitarse la boina, liberando su cabello castaño dijo—: Espero que no vengas a hablarme de Dios o de alguna institución en contra de las adicciones, gasté mi último pasaje en un sacapuntas —cerró los ojos negando con la cabeza.
Entendí que se trataba de una broma.
—Ammm... —me gustaría decir que pude seguirle el juego y que logré aligerar la situación, pero reí sin saber que decir— no lo sé, seguro soy más aburrida que cualquiera se esos temas.
—No lo creo —hizo una pausa y apretó los labios—, por lo menos no mas aburrida que yo.
—¿Aburrido tú? —pregunté en un tono bajo, no creyéndolo.
Asintió.
—Bastante, tanto que pensé en fingir ser extranjero y hablarte en Francés para evitar una conversación incómoda, pero... —chasqueó la lengua— me di cuenta de que debo prestar más atención a esa clase. Mi acento es malísimo.
Entonces mi disco se borró. Mi cuerpo estaba presente y mis sentimientos se debatían entre molestarnos o simplemente reír. La opción más conveniente era la segunda así que la acepté.
—Gracias al cielo por eso —solté entre dientes—, no estoy segura de si debería estar agradecida por evitarme un ataque de nervios o de si pensar que esa opción me facilitaría conseguir el dinero.
Sí, hablaba sin pensar.
—¿Nerviosa?, que estúpido, ¿quién se pone en una situación que no le favorece a propósito?
Umay Ducinea Jones, amigo.
—¿Cómo dices?
—Me escuchaste bien, ¿qué haces aquí?
—P-pues no lo sé, la verdad. Estoy aquí porque... quería, ¿conocerte?
—Así que tampoco estás segura de querer hacerlo.
¿Por qué tenía que ponerme tan nerviosa cada vez que abría la boca?
—No, no, es decir, creo que te conozco —dije lo primero que se me ocurrió—. Pero no del tren, lo recordaría, por curiosidad, ¿tu nombre es Dylan?
—Dayker —dijo de repente, extendiendo su mano hacia mí con el rostro totalmente neutro. Por lo menos, su nombre comenzaba con la letra D—. No me sorprende que no lo sepas, debe ser difícil mirar fuera de tu propio mundo —sonrió, pero no pude entender porqué así que me limité a corresponder el saludo con un apretón.
Estaba a punto de hacerle una pregunta al azar, solo para seguir con nuestra conversación, pero algo cambió. De repente, Dayker se levantó y empezó a recoger su cuaderno a toda prisa. Metió el estuche en su bolso y cerró la cremallera.
—¿Estás bien? —le pregunté. No entendía nada.
Negó con la cabeza.
—Tengo que irme —dijo un poco más serio—. Lo siento.
Fruncí el ceño y seguí la dirección de su mirada, que estaba clavada a mis espaldas. Sin embargo, al fondo del vagón no había nada fuera de lo normal. Vi a Heather, quien, de inmediato, se escondió detrás de una revista que sostenía al revés; sentada en nuestra mesa de siempre.
Para cuando se me ocurrió una respuesta, se alejó de mí sin despedirse. El tren se había detenido y él ya no estaba en este. Pude ver su abrigo y mochila agitándose de un lado a otro mientras se perdía entre los que intentaban subir a empujones. Con urgencia y por la evidente ventaja que tenía al permanecer sin movimientos el tren, me giré, asomando la cabeza para encontrar mis ojos con los de Heather. Le di una mirada de cejas arqueadas cuando miró por encima de su revista, ella bajó el mentón y siguió bebiendo de su smoothie.
Sin atreverme a cruzar al otro extremo, volví la vista a la mesa frente a mi, pues en la orilla y casi por caerse, vi la boina negra de Dayker. Luego de asegurarme de que nadie me viera, la tomé. Una hoja doblada, se deslizaba dentro de ella y, curiosa, la inspeccioné. Extendí el aparente dibujo, no muy interesada, pero al abrirlo por completo, mis labios se entreabrieron.
Se trataba de un detallado dibujo de la chica que vestía un hoodie con el logo de The Dark Side of the Moon plasmado, una imagen tan perfecta que fácilmente podía hacerse pasar por una foto en blanco y negro, pero las manchas —probablemente de los deslices de sus dedos sobre la tinta— contaban una historia humana.
La chica estaba apoyada en su mesa, líneas más oscuras le hacían una especie de marco a su curvada y pequeña nariz, otras en diferentes direcciones aparentaban ser sombras de su cabello en la frente y orejas. Los anillos en sus dedos parecían en movimiento y una cicatriz en la muñeca terminó por asomarse de debajo de sus mangas.
Era yo.
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