2. Otras se pierden
Cerré el libro por segunda vez en los últimos 10 segundos, como un desconcierto propio de leer algo que escribí en la infancia. Sí, diez segundos. La misma página, misma oración, mismo número de palabras. La taza de café que sostenía, estaba lo suficiente fría para no querer seguir bebiendo así que la dejé a un lado; sobre la mesita de noche junto a un par de hojas sueltas. Al parecer, mi atención a la lectura me había atrapado tanto que me olvidé que es otoño y que las bebidas calientes son un gusto que dura pocos minutos. Llegando las lluvias, cualquier cosa que me impulsara a salir de entre las sabanas era una constante lucha por cargar con mi pesada existencia y volver a mi vida normal.
La pequeña historia de quince páginas relataba los pensamientos de una niña de diez años que temblaba cada vez que se le pasaba por la cabeza caminar a través del patio de su escuela; un terrible abuso de comas e interminables puntos suspensivos. Torcí los labios y me negué a seguir con la lectura, pero no solté el libro, tan solo lo hojeé y me detuve para ver las bonitas ilustraciones, una a una.
Eran muy malas, debía decir.
Un árbol hueco y gris, una rosa que comenzaba a mostrar sus pétalos y una mariposa. Las había visto todas, las sabía de memoria, pero buscar otro sentimiento que no fuera una mezcla de rabia y profunda tristeza era como una brisa fresca en el desierto; anhelada e imposible.
No obstante, fue inevitable identificar las palabras malditas cuando llegué a la página 8. Dios. Claro que se trataba de lo que no quería recordar. Volví a cerrar el libro entre mis manos de un momento a otro... y el polvo no tardó en llegar a mi nariz, que lucia como una réplica exacta a la característica de Rodolfo el reno.
El obvio resultado: Un estornudo feroz que lo único que hizo fue alertar a mi madre.
¡Achooo!
—¡Te dije que llevaras un suéter, Umay Dulcinea Jones! —gritó desde la cocina algo que realmente no tenía sentido, pero que no me atreví a contradecir como alguien que apreciaba su vida.
Hundí las cejas y negué cómo si mamá pudiese verme, cruzando mis piernas hacia mí para divisar las pequeñas orejitas que decoraban mis gruesos calcetines de gatitos. Vestía un abrigo gris de letras azul marino que me quedaba largo hasta de las mangas y una bufanda colgaba de mi cuello como un objeto que llevaba religiosamente al trabajo; aunque no pensaba ir. Al despertar, mamá tocó a mi puerta y, a pesar de disimular un poco, sus intenciones eran claras; quería que saliera de casa.
—No confío mucho —escuché decir a una voz masculina que me hizo mirar en la dirección de la que emergía—,pero estoy convencido de que tus manos estaban cubiertas cuando llegué.
Sonreí, por segunda vez en la mañana. La primera, fue cuando vi a Kenny —el hermano mayor de Heather— cruzar la puerta de mi casa, apretujándolo pues su simple presencia significaba mucho para mí. De alguna manera, me ayudaba a pensar en que mi hermano no se había ido del todo. En este momento, él comía bombones, sentado en la alfombra y sin zapatos, viendo a ningún punto en específico; sus ojos estaban completamente quietos.
—Porque lo están, Kenny —dije en voz baja, formando un círculo de confidencialidad mientras me deslizaba a su altura—. ¿Quieres... que busque una película? Heather ha tardado demasiado.
—Prefiero que leas para mí, no has dicho nada desde que encendiste el televisor. Soy ciego, no sordo, May.
—Creí que podría arruinarte la experiencia de pasar el día conmigo —reí, tomando su mano para acercarla a mí. Kenny había sufrido un tipo de cáncer que le arrebató capacidad de ver, él jamás pudo ver mi rostro, pero me conocía mejor que muchos—. Escuchar mis tristes anécdotas disfrazadas de cuentos para niños es... demasiado vergonzoso. Ni siquiera puedo hacerlo en voz alta.
—Descuida, no es como que tenga a quien contarle —hizo una pausa ante mi silencio y luego de pasarme la mano por el rostro, acariciándolo con ternura añadió—: ¿estás sonriendo?
—Sí... lo estoy haciendo —solté una leve carcajada que lo contagió—, ¿sabes que eres el único a quien dejo hacer esto?
—Lo sé, me amas. Ahora lee o voy a huir por la ventana —ordenó, soltándome.
—De acuerdo, de acuerdo —me aclaré la garganta y luego de carraspear y extender las páginas leí—: Así que dime, pequeño árbol... ¿alguna vez has visto el tan esperado arcoíris seguido de una tormenta?
Kenny escuchó con atención todo el tiempo, comentó una que otra vez a cerca de la historia. Preguntó la razón por la que elegí que hablarle a un árbol era una buena idea siendo que este no me podría escuchar, pero le respondí que no lo sabía realmente. Mentí, claro. Y es que se trataba de la misma razón por la que hablar con Kenny era tan fácil, él no podía verme, pero sabía quién era yo; aún desconociendo una parte de mí, el árbol también lo hacía. El significado del bosque, los colores y el silencio más vacío que cualquier otro, me ayudaban a imaginar que ese lugar inexistente donde la niña se perdía formaba parte de mi cabeza. Un lugar al que no quería volver a entrar. No obstante, para ese punto de mi vida era imposible que las ramas de los árboles oscuros no me enredaran.
En los pequeños instantes que me detuve a tomar aire o a criticar mi forma de escribir, él me impulsó a seguir porque notó que lo mencionaba para que, de algún modo, el nudo en mi garganta desapareciera. Apretando mi mano, dijo en un susurro aquella frase que tanto me repetía: "Incluso sin ver puedo leerte". Entonces las lágrimas poco a poco salieron, deslizándose por mis mejillas y acompañadas de risas que, una vez más, trataban de ocultar un dolor que se encerraba en mi pecho. Podían llamarlo un mecanismo de autodefensa, un escudo que yo misma formaba para olvidar que lo que sentía quemaba, pero el ignorarlo no quería decir que mi cuerpo no lo recordara. Las noches en que lloraba en silencio hasta quedarme dormida o en la ducha para tener una excusa donde nadie pudiera contradecirme, lo gritaban.
Hice lo posible para que mi madre no me viese en ese estado, ya era suficiente con oírla sollozar en su habitación y repetir el nombre de mi hermano una y otra vez como si pudiera traerlo de vuelta. Esperé hasta que ella salió de la casa con el teléfono entre el hombro y su oreja y se despidió de nosotros con un "nos vemos más tarde", que, traducido decía: "vuelvo cuando estés dormida". Simplemente asentí y luego de verla hablando con el diminuto hamster que aún conservabamos, no volví a escuchar su voz sino el rechinido de los juguetes de este.
Mientras yo pasaba el dorso de mis manos por mis mejillas o contenía el líquido de mi nariz, Kenny sostenía mis piernas sobre las suyas y me rodeaba con sus brazos, apoyando su barbilla sobre mi cabeza. Sin decir nada, sentía que no hacían falta las palabras. Ya había escuchado suficientes "Lo lamento" de personas que, en ocasiones, ni siquiera me conocían.
Existen cinco etapas del duelo, de las cuales cuatro me las imaginaba como el pequeño pasillo que recorre Coraline en la novela de Neil Gaiman, tan oscura que con una vela no podría ver más allá de mí insignificante existencia. La primera era la negación, esa que no me permitía avanzar y me hacía preguntar si solo se trataba de un mal sueño. Imploraba despertar. No podía entender por qué no era posible volver unos minutos atrás, porqué los segundos tenían todo poder y tampoco la razón por la que mi hermano no contestaba cuando lo llamaba al llegar a casa; todas mis respuestas eran no.
—¿Qué has estado haciendo estos días? Además de ahogarte entre flores y personas terriblemente enamoradas.
Reí un poco antes de responder.
—Es que dan asco —añadió. Al pasar tanto tiempo en una cafetería como lo era la suya, era normal que también tuviese un público difícil; difícil de soportar.
—He estado pensando —dije—. Ignorarlos es fácil gracias a eso, es como si hiciera mi trabajo en automático. Estoy —me detuve un momento— en modo avión, ¿entiendes? Les doy lo que me piden, no les miro a los ojos y después descanso en la sala de estar.
—¿En qué piensas específicamente? —rió Kenny.
—En todo. Mi padre y... la escuela —dije con incertidumbre—. También en mi escritura. Si acepté ese trabajo fue para estar fuera de casa.
—¿Qué te preocupa de regresar a clases? Eres lista, las materias no te deben angustiar.
—Lo mismo ha dicho la señora Maveli —mencioné entre dientes—. Mientras pueda esconderme detrás de Heather, nada me tiene intranquila. Estoy bien.
—Esa es la actitud.
—La señora Maveli vuelve en cinco días y luego volverá a irse —le dije a Kenny una vez que estuvo en la puerta principal, siempre conseguía la forma de alargar mis despedidas. Igual no tenía mucho que hacer en casa y dudaba que mi padre se presentara—. Puede que vaya más tarde, sólo para saber qué todo está bien en la florería.
—Y pasarás a visitarnos —me dijo—. No me he olvidado de tu pedido especial de donas.
—Las donas gigantes son mala idea, me planteo quedarme leyendo la actualización de un fanfic.
—¿Te quedaras esperando todo el día? No creí que fueras tan paciente.
—Es más razonable que aguardar por mi padre—me burlé de la desgracia—. Además, no tengo cara para exigir nada; tampoco he actualizado la mía.
—¿Hace mucho que no escribes? —preguntó Kenny.
<¿Hace cuanto que no escribía? No mucho, no puede ser hace mucho, continué diciendo para mis adentros.
Yo estaba fingiendo obviamente, claro que recordaba la fecha exacta. Antes de ese día marcado en mi calendario lo hacía todo el tiempo; no dejaba de tener ideas y, cuando el "cargando" en la pantalla desapareció, comprobé que sí, mi memoria aún servía.
—Casi un año —solté en un respiro cuando una versión antigua de la app se abrió—. Ha pasado un año desde aquel último capítulo y no tenía idea de qué atraía en esa historia tan amada por los lectores digitales.
Titubeé mientras daba un repaso a mis zapatos y detalles en el azulejo de la casa.
—Un año.
Una historia cimentada en mi serie favorita, que los fans de esta adoraban y esperaban cada semana un escrito gracioso pero con sentido lógico. Era como un lugar seguro donde podía esconderme luego de la cena y contarle a mi hermano en el camino a la escuela a cerca de mis amigos escritores de Internet. A menudo quedaba atrapada en mi cabeza, por interminables lapsos de tiempo.
Creía estar observando un lugar y al otro segundo no recordaba a donde me dirigía; ni siquiera en la vida. Era la definición perfecta, yo estaba perdida.
—Seguro eran tus ideas frívolas —dijo él para recordarme que seguía ahí. Lo miré—. Melanin Salas dice que a veces no vemos el talento que tenemos a pesar de presenciar lo que somos capaces de hacer de primera mano.
—Citas a ese hombre como si se tratara de La Biblia. Tan diferente a la señora Maveli no eres.
Dije, pues al contarle de nuestras ya regulares charlas, se había referido a ella como una fanática.
—¿Qué te puedo decir? —se encogio de hombros— Es mi inspiración. Un viejo de 65 años que escribe muy bien.
—Hum, pensé que era anónimo —reí por lo bajo, pues Kenny era tan capaz que podría haber encontrado su edad en una cuenta vieja que el pobre autor hubiese olvidado o deducirlo por otras cosas.
Cuando le gustaba algo, quería ser el que más conocía sobre el tema. Siempre.
—Eso o la vida lo ha tratado muy bien. Creo que sólo las personas viejas pueden ver la vida con tal optimismo —hizo una pausa—. Piénsalo.
No hizo falta meditarlo en exceso.
—Porque ya no les queda mucho tiempo —dije yo.
—Exacto.
—Eso suena cruel.
—Supongo que lo es, pero tú misma lo dijiste —concordó y espero un momento antes de hablar—. Y eso no le quita lo cierto.
—Grosero —lo empujé—. Nos vemos.
—¿Leerás algo que tenga que ver con tu crush de Marvel? —preguntó haciendo referencia al fanfic.
—Nope —canturreaba yo.
—De acuerdo —rio. Nos dimos un último abrazo y cuando subió al auto de su madre cerré la puerta.
Pensativa caminé a las estanterías. Tal vez yo no tenía talento o quizá sí, pero había desaparecido para ese momento. Antes no me parecía un imposible y externar mis ideas era sencillo. Tomé una de las cajas sucias de la parte inferior y sacudí un par de libretas amarillentas previo a abrirlas en mi escritorio. Tenían rayones y palabras con la tinta corrida.
Alterné la vista entre el papel ya arrugado por mis sudorosas manos y el lapicero a mi izquierda. Movía mis pies debajo del escritorio, quedaban libres para patalear si quería. Cómo podía deducir, mi letra para ese punto no era la más agradable de ver y, escuchando a mi maestra de español de la secundaria, preferí no cometer un crimen contra tal arte como lo es escribir y dejé a un lado la idea de hacerlo.
Mi mano por poco olvidaba lo que se sentía moverse en círculos y dibujar líneas rectas siquiera.
Coloqué mi rostro entre ambas manos y suspiré. Rayos, había conseguido la fuerza suficiente como para sentarme aquí y aún así las ideas no fluían con claridad. Estaban todas sueltas, no pertenecían las unas a las otras. Ahí, de hecho, imaginaba romances; escenas increíbles pero para mí capacidad de escritura... resultaban indescriptibles.
Como no tenía nada más qué hacer, me quedé contemplando el paisaje por la ventaba, recostada sobre mi almohada. Estaba en un tercer piso, así que tampoco había mucho que mirar, pero detallar cómo la claridad iba dando paso a los tonos añejos del atardecer me hizo sentir tranquila. Pensé en que ver el cielo era algo que uno no apreciaba hasta que ya no podía hacerlo más y que, a lo mejor, si me quedaba encerrada ya nunca más podría volver a admirar esas tonalidades que se fusionaban de manera artística entre colores cálidos y fríos, para que finalmente la oscuridad cubriera cada color y la noche se asentara.
Hacía mucho no veía un atardecer.
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