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capítulo veintisiete | ★

No había perdido de vista la puerta desde que mi madre y yo hubiéramos llegado, calculando el momento idóneo para causar mayor impacto. Sabía que la vizcondesa tenía la molesta costumbre de querer agradar a todo el mundo, así que existía la posibilidad de que hubiera extendido demasiadas invitaciones, incluyendo a las advenedizas que habían viajado hasta la capital, convencidas de sus —inexistentes— oportunidades.

No había tenido que poner mucho esfuerzo en conseguir un buen asiento, el lugar perfecto desde donde poder controlarlo todo. Mi sangre aún hervía de rabia contenida por lo sucedido el día anterior, la osadía de esa maldita campesina a usar el mismo tono de mi vestido; pero no había perdido el tiempo lamentándome por aquel pequeño inconveniente: el Dragmar resultó ser un objetivo mucho más apetecible que esa silenciosa jovencita cuyo rostro me resultaba vagamente familiar de la boutique de madame Ludovica.

Sabiendo que ninguna de esas tímidas y temblorosas criaturas que remoloneaban por el interior de la carpa sería capaz de dar el primer paso, decidí hacerlo yo. Su apariencia había levantado una oleada de suspiros ensoñadores que se tiñeron de rabia y frustración cuando entrelacé mi brazo con el suyo con la misma familiaridad de dos viejos amigos; había disfrutado de ver las expresiones de algunas de mis rivales... mientras acercaba posiciones con el futuro Otkaja y procuraba tener claros mis objetivos.

Supuse que su inusitado silencio fue provocado por lo inesperado que debía resultarle toda aquella fanfarria, pero ya tendríamos tiempo.

Gracias a mi osada jugada, ahora muchas de las jóvenes intentaban imitarme en aquel salón: buscaban asientos cercanos a mí, halagaban mi atuendo o peinado y trataban de incluirme en sus conversaciones, tratando de llamar mi atención. Pobres ingenuas...

Dejé que mis labios formaran una sonrisa amable y fingí sentir interés mientras, de vez en cuando, vigilaba quién iba uniéndose a nosotras. Al ver que ninguna de las recién llegadas era quien yo deseaba, empecé a preguntarme si no me habría apresurado en mis deducciones sobre las afortunadas en recibir una invitación por parte de la vizcondesa, que en aquellos instantes disfrutaba de ser el centro de atención y gorjeaba algún chisme estúpido; Yelizaveta adoraba socializar y creía haberla visto en compañía de la baronesa Vavilova, una misteriosa mujer que no se parecía en absoluto a ninguna de las otras nobles venidas desde los rincones más recónditos del país.

Procuré mantener la calma, la sonrisa, la expresión de candoroso interés que provocó un leve sonrojo a la chica que estaba sentada frente a mí, quizá sintiéndose especial por creer haber logrado atrapar mi curiosidad por su boba anécdota donde casi había perdido un zapato.

Mis ojos volvieron a desviarse hacia la puerta, impacientes. ¿Cuántas invitadas quedaban por llegar? En la invitación que uno de los mayordomos se había encargado de llevar a nuestros aposentos ponía la hora.

Desvié la mirada hacia el enorme reloj de pie que había en una esquina, marcando los segundos...

Las puertas se abrieron y los Santos parecieron sonreírme cuando reconocí a la mujer que cruzaba el umbral: la baronesa Vavilova. Aparté la mirada e hice un comentario gracioso sobre el zapato perdido de la chica que arrancó una oleada de risitas; mi mente ya se encontraba maquinando mientras me conminaba a mantenerme indiferente unos instantes. Vislumbré a mi objetivo tras su madre, quien estaba agradeciéndole educadamente la invitación a la vizcondesa; me sorprendió descubrir junto a ella a su hermano, o eso supuse. El joven tenía una postura erguida, con las manos unidas a la espalda, mientras que su mirada de distinto color se deslizaba por las paredes con vaga curiosidad, como si aquel entorno lujoso no fuera suficiente para sorprenderle.

Bien, era el momento de actuar.

Me incorporé con ímpetu, procurando que parte del contenido de la mesa se tambaleara y tintineara para llamar su atención. Apoyé las palmas sobre la superficie y esbocé mi mejor sonrisa, controlando que resultara convincente.

—¡Querida! —mi voz resonó con un timbre cantarín y todos los ojos se desviaron hacia mi persona—. ¿Por qué no te sientas aquí, a mi lado?

Mi madre siempre me había repetido que debía tener a mis amigos cerca... pero a mis enemigos más aún.

Por el rabillo del ojo atisbé su expresión mientras yo mantenía mi sonrisa iluminando mi rostro, a la espera de que esa ingenua aceptara mi oferta. Porque... no se atrevería a rechazarla, ¿verdad? Cualquiera de las jóvenes de la mesa habría vendido parte de su dote para estar en ese lugar, conmigo preguntándole si quería sentarse a mi lado.

La vi dudar unos segundos hasta que el joven —¿su hermano?— le dio un discreto golpecito en el codo, animándola. La chica le lanzó una escueta mirada antes de echar a andar hacia la mesa; yo volví a dejarme caer con suavidad sobre mi silla, haciendo crujir levemente las faldas de mi vestido, y golpeé con la palma el mullido cojín del asiento que quedaba vacío y que pronto sería ocupado.

Sus mejillas se colorearon al ser consciente de la cantidad de miradas que la observaban. No desaproveché mi oportunidad de hacer lo mismo, evaluándola: su vestido verde, de dos capas y con un diseño de vides doradas, parecían realzar su cabello pelirrojo y sus ojos, de un tono más claro que la tela; su tez era pálida, aunque su piel... En fin, necesitaba un poco de cuidado. Sabía que provenía de las afueras, de un lugar tan remoto que prácticamente había olvidado el nombre, así que no me pilló desprevenida: aunque tuviera sangre noble corriendo por las venas, tenía el aspecto de una campesina.

Mantuve mi sonrisa y dejé que se deslizara con cuidado hacia su asiento. Entrelazó sus dedos y los dejó sobre el regazo, tratando de parecer recatada... o quizá porque estaba algo cohibida. Me fijé en que el chico de mirada bicolor se sentaba cerca de ella, como si quisiera protegerla.

Eso lo haría mucho más divertido.

Era evidente que la joven no sospechaba lo más mínimo, que ni siquiera había caído en la cuenta de que acababa de convertirla en un objetivo para el resto de chicas que nos rodeaban. El hecho de haberla invitado a sentarse junto a mí había levantado una leve oleada de curiosidad y recelo; todas sabían que esto era una competición, que la pequeña recepción de la vizcondesa solamente era una excusa con la que poder calibrar al resto y señalar a las rivales con más posibilidades. Las más fuertes.

La chica de la anécdota del zapato perdido se inclinó sobre la mesa en actitud conspiradora.

—Me gusta vuestro vestido, os sienta realmente bien —le dijo.

Por el leve temblor que atisbé en su comisura izquierda mientras la otra sonreía con amabilidad, supe que había sido consciente del veneno que empañaba el falso halago.


La mesa estalló en una estruendosa carcajada después de que Yelizaveta contara su manida historia de cuando descubrió a un conde durante una de sus «legendarias» —palabras textuales suyas, no mías— fiestas en una actitud bastante cuestionable con una de las sirvientas. Me limité a sonreír, aburrida hasta la saciedad; aunque no había dado ningún nombre, todos los presentes en aquella mesa —o, al menos, los que vivíamos en la capital— sabíamos que se trataba del conde Brézhnevich gracias a los rumores que la propia vizcondesa se había encargado de propagar en Sovnyj a modo de venganza.

A mi lado, Malysheva bajó la mirada hacia su taza.

Annieva —la joven de las anécdotas aburridas sobre calzado y que venía desde Ogirosk, otro punto perdido en el mapa— pronto había empezado a recolectar información sobre ella. Fingiendo estar tendiéndole una mano debido a que ambas vivían en lugares tan lejanos de la capital, inició un interrogatorio —una ayuda inesperada que me sirvió para saber datos relevantes, como su nombre: Que resultaba tan anodino como ella— con el único propósito de conocerla mejor; de calibrarla en aras de la competición.

El primer encuentro con el Dragmar las había agitado y hecho soñar. Más de una ya se veía convertida en Emperatriz, tomada del brazo de Valerik y sonriendo a una fervorosa multitud; no sería yo quien hundiera sus esperanzas anunciando en mitad de la mesa que muchas de ellas tendrían que hacer su equipaje para volver a casa con el orgullo herido y las manos vacías.

Mi padre nos había advertido sobre las intenciones del Otkaja de descartar, sin apenas haber dejado que transcurriera ni un día, algunas opciones. No sabía si su hijo tendría algún tipo de control en las elecciones, o si todo sería planificado por el consejo y nuestro propio monarca.

Sabía con absoluta certeza que mi nombre no se encontraba entre las pobres desafortunadas que serían despachadas.

Y no podía evitar sentir un perverso placer por tratar de imaginar quiénes de esas chicas que me rodeaban no tardarían en recibir la mala noticia mientras ellas permanecían ajenas a todo, atrapadas todavía en su bonita historia de cuento de hadas.

Un movimiento a mi izquierda hizo que saliera de mis propios pensamientos: Malysheva había alargado el brazo con el propósito de alcanzar uno de los pequeños emparedados que nos habían servido.

Pensé en tomar otro para tratar de ahogar un poco el aburrimiento que me producía escuchar el constante parloteo de Yelizaveta, así que la imité.

Nuestras manos se rozaron accidentalmente y...

—Tenéis la piel muy áspera —observé con el ceño fruncido.

Ella apartó la mano y un ligero rubor empezó a treparle por el cuello.

—En Sigorsky solíamos dedicarnos a las actividades al aire libre —intervino alguien que no era Malysheva.

Desvié la mirada hacia los ojos de distinto color que me contemplaban desde la otra orilla de la mesa. El chico se había mantenido en un discreto segundo plano desde que se sentó, pasando prácticamente desapercibido; cualquiera hubiera creído que su mutismo se debía al poco interés que le producía estar allí, rodeado de mujeres que no dejaban de chismorrear, pero no se me había pasado por alto lo pendiente que estaba de Malysheva Vavilova.

Enarqué una ceja, gratamente sorprendida por su interrupción y por su elección de palabras. Había hablado en plural, haciendo mención de un pasado compartido, por lo que mi teoría de que ese joven podía ser su hermano fue cobrando intensidad.

—Actividades al aire libre —repetí.

Ladeó la cabeza y vi que su mirada se iluminaba con un brillo malicioso.

—Mi hermana tenía como hobby la jardinería —desveló, haciendo un aspaviento desdeñoso con la mano— y no utilizaba guantes, de ahí que tenga las manos en tan mal estado.

—Varlam —siseó Malysheva.

Obligué a mis labios a que no se curvaran en una sonrisa. Así que ese era su nombre... Tan desconcertante —fascinante— como sus ojos de distinto color.

No me costó mucho imaginarme a la joven inclinada sobre el suelo, allá en su hogar, cubierta por un amplio sombrero que la protegería de los inclementes rayos del sol mientras hundía sus manos desnudas en la tierra.

Como una pobre campesina.

—Supongo que en Sigorsky hay pocas opciones —comenté con dulzura.

Mi comentario no surtió el efecto que yo deseaba: crispar su expresión, hacerle intuir qué opinaba. Era posible que tuvieran un título nobiliario, pero sus vidas no se diferenciaban del populacho. La invitación que el Otkaja les había hecho llegar, anunciando que su hija había sido elegida, había sido una cordialidad; un pobre gesto condescendiente por parte de nuestro monarca para hacerles sentir especiales y no olvidados.

—Si alguna vez decidís conocer Sigorsky estaré encantado de mostrároslas —replicó con expresión solícita.

Sin lugar a dudas se trataba de un desafío... o de una burla. Varlam sabía que, entre mis posibles destinos en caso de un hipotético viaje, jamás se encontraría su tierra natal; quise devolverle la jugada, pero una joven como yo se limitaría a soltar una risita encantadora y bajar la mirada, azorada.

Así que fue eso lo que hice.

El hermano de Malysheva había resultado ser una caja de sorpresa. No parecía ser el típico zafio y tosco muchacho de vulgares modales campesinos y su lengua afilada no era más que un rasgo de su evidente inteligencia; estaba sorprendida por aquel descubrimiento, por el hecho de que hubiera logrado irritarme sin apenas haber mediado palabra.

No iba a perderle de vista.

Malysheva parecía querer desaparecer en su silla, quizá abochornada por cómo su hermano había tenido que salir en su defensa; Varlam, por el contrario, tenía el aspecto de encontrarse bastante cómodo con la situación.

Pero todo quedó en suspenso cuando se escuchó que llamaban a la puerta.

Uno de los sirvientes que permanecía pegado junto a la pared se apresuró a responder. Las conversaciones se apagaron y la mirada de todos los presentes se clavó en la entrada, expectantes.

Hasta que vimos la bandeja con una pequeña pila de mensajes cerrados.

* * *

Ni Harry Potter cuando recibió su primera carta de Hogwarts

Varlam, as always, saliendo al rescate cuando nuestra pobre Malya se queda muda ante la observación casi detectivesca de Viktoriya

Para posibles encuentros Varlam vs Viktoriya en el futuro, por favor, no os olvidéis en suscribiros

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