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capítulo uno | ★

Froté con energía el suelo de madera, escuchando el continuo parloteo de las otras chicas que se afanaban para limpiar aquel enorme salón. La noche anterior la familia había brindado un esplendoroso baile donde todos los invitados no habían tenido ninguna restricción para disfrutar de la celebración, y ahora éramos nosotros quienes nos encargábamos de limpiar los excesos de ayer.

La mancha del suelo en la que me encontraba concentrada en aquellos instantes no parecía querer salir de la puñetera madera, lo que estaba consiguiendo empeorar mi ya irritado sentido del humor. Lev estaba recogiendo los deshechos del suelo cerca de mí, poniendo muecas de asco cada vez que sus dedos rozaban cualquier desperdicio; sin duda alguna, había sido una fiesta legendaria que daría mucho de lo que hablar en la ciudad.

Gruñí de pura frustración y froté con rabia la madera, deseando hacer desaparecer la macha y a la persona que la había provocado. El inconfundible olor a hierro quemado flotó hasta mis fosas nasales, indicándome que mi magia estaba despertando... y que no podía permitirme ser descubierta por nadie.

Estaba segura que todos ellos estarían encantados de lanzar una acusación contra mí por brujería, ansiosos por recibir la jugosa recompensa que se ofrecía por cualquier información sobre los brujos que aún convivían entre nosotros. Que no habían terminado en las mazmorras del Otkaja para después ser brutalmente ejecutados.

Tomé una bocanada de aire y traté de dejar la mente en blanco. La vacié de cualquier pensamiento, sentimiento o emoción que pudiera alentar a la magia a que se manifestara, dejándome en evidencia; solté el aire que había estado reteniendo y volví a repetir la pauta de movimientos. Coger aire. Dejarlo escapar. Coger aire...

Algo me golpeó en el hombro, sacándome del trance en el que había conseguido sumirme para no perder el control. Mis ojos se abrieron de par en par y se me escapó un gruñido bajo cuando la magia  me mordisqueó las palmas de las manos, alertándome de que debía andarme con cuidado.

Una de mis compañeras, Olga, me miraba desde las alturas con una expresión cercana al miedo. Fingiendo tranquilidad, usé el paño para cubrir mis manos y luego las hundí en el cubo de agua que tenía a mi lado; escuché un leve chisporroteo, como cuando una llama era ahogada, y esbocé una media sonrisa mientras rezaba para que la chica no se hubiera percatado de ello.

—¿Decías algo, Olga? —pregunté con forzada amabilidad.

Las mejillas de la chica se colorearon.

—La señorita Marusya necesita que le lleven el té —aplané mis labios para contener una retahíla de comentarios poco favorecedores—. ¿Podrías...?

Saqué mis manos del cubo con brusquedad y las sequé en el mandil que se nos obligaba a llevar como parte del uniforme. En aquella casa era bien conocido el carácter de Marusya Arbátova, hija de los barones de Arbátova; una niña caprichosa y pedante a la que nunca se le había negado nada... por temor a uno de sus arrebatos infantiles cuando no conseguía salirse con la suya.

Desde que hubiera entrado a formar parte del servicio, había sido testigo de cómo la señorita Marusya disfrutaba atormentando a las pobres doncellas y criadas que se encontraban a su servicio. Para ella era un deporte, una simple diversión con la que jactarse delante de sus amigas.

No había que ser un genio para saber por qué Olga parecía a punto de romper a llorar.

Pero yo no estaba de humor para ver cómo la hija de los barones se divertía a costa de nosotros, por el puro capricho de pasar el rato; no después de haber estado limpiando desde bien entrada la mañana los restos de la fiesta que sus queridos padres habían dado en su honor, intentando encontrar un buen partido para que se la quitaran de encima mediante un jugoso matrimonio.

—Ya me ocupo yo, Olga —le aseguré.

Los ojos de mi compañera relucieron de agradecimiento mientras ella prometía hacerse cargo de lo que me quedaba de tarea. Hice un aspaviento con la mano, dirigiendo mis pasos hacia la salida; la cocina se encontraba a un par de puertas de distancia, lo suficientemente escondida para que pasara casi desapercibida. Compuse una mueca cuando crucé el umbral y madame Klimova me salió al paso, frunciendo su pronunciada nariz. Aquella mujer era la temible ama de llaves de la familia Arbátova.

—Vilkova —casi escupió mi apellido.

Me detuve a unos metros de ella y entrelacé mis manos sobre el delantal. La inquisitiva mirada del ama de llaves se clavó en mi prenda de ropa y sus ojos se entrecerraron al comprobar las manchas que había dejado en la tela cuando me había secado las manos apresuradamente.

Luego hizo un rápido gesto con la barbilla señalando una bandeja que alguien había dejado sobre una de las encimeras. Un precioso juego de té estaba pulcramente colocado en ella, con un platillo lleno de galletas glaseadas; el estómago me protestó al verlas, pero me erguí todo lo que pude y traté de no pensar en las horas de ayuno que había tenido que soportar.

—Báryshnya Arbátova ha ordenado que se le sirva el té en su dormitorio —anunció madame Klimova con pomposidad.

Como hija de una familia noble, y aún sin casar, debíamos referirnos a ella como báryshnya Arbátova; detalle que a Marusya Arbátova le encantaba recordarnos tan a menudo como podía. Como si madame Klimova no se hubiera encargado de golpearnos con la infernal vara de madera con la que nos castigaba siempre que fallábamos o cometíamos el más mínimo error.

Asentí y cogí la bandeja con cuidado de no derramar nada. La habitación de la señorita se encontraba en la segunda planta del edificio, toda una aventura en la que tendría que hacer auténticos malabarismos para alcanzar el dormitorio sin haber movido nada del contenido de la bandeja.

—No me decepciones, Vilkova —gruñó cuando pasé a su lado.

Lo único que me vi capaz de hacer fue esbozar una amplia sonrisa llena de ironía.

Salí de la cocina conteniendo mi propio mal genio y me encaminé hacia una de las paredes. Aquel enorme edificio, el hogar de los ilustres Arbátova, estaba lleno de pasadizos y puertas secretas para hacernos la vida un poco más fácil al servicio; además, estaba segura que madame Klimova estaba ansiosa por saber que no había cumplido con mi cometido para poder usar contra mí su vara de madera.

Pulsé uno de los paneles de madera y observé sin inmutarme cómo se hacía a un lado, mostrándome unas escaleras escondidas. Comprobé que nadie estuviera en los alrededores antes de hacer un giro de muñeca, dejando a mi explosiva magia salir e invocando una corriente de aire que mantuviera en alto la bandeja, flotando frente a mí y librándome de la posibilidad de volcar todo el contenido a causa de los empinados escalones.

Me interné en el pasadizo y, con un simple chasquido de dedos, hice que el panel regresara a su sitio.


Usé el breve tiempo que tardé en subir hasta el segundo piso a mentalizarme. La hija de los barones era una muchacha difícil que lograba colmar la paciencia de cualquiera en un suspiro; los años que llevaba trabajando en aquella casa no había tenido la ocasión se sufrir alguna de sus familiares rabietas, y no quería que mi suerte cambiara.

Me humedecí los labios mientras enfilaba el pasillo, con mi vista clavada en la labrada puerta de madera doble que había al fondo. Estaba entreabierta, lo que me permitía escuchar desde mi posición la algarabía que Marusya tenía montada en su interior; inspiré hondo al detenerme frente a ella, pero mi puño cerrado flotó en el aire cuando escuché parte de la conversación:

—... una familia de brujos —la voz sonaba francamente asqueada, como si nosotros transmitiéramos la peor de las enfermedades—. Los encontró el Qehrîn en una de sus habituales búsquedas, en un pueblo a varios días de camino a Sovnyj. Es espantoso que aún queden algunos de ellos, deberían haber sido exterminados por completo.

Mi cuerpo se estremeció al escuchar ese nombre. Todos —y cuando digo todos, es todos— conocíamos aquel título y, sin embargo, no conocíamos la identidad de quien lo portaba; el Qehrîn era uno de los más peligrosos súbditos del Otkaja, el Asesino de Brujos. Nuestro enemigo. Su identidad se mantenía en un hermético secreto del que muy pocos estaban al corriente, aunque se rumoreaba que el título iba pasando de manos conforme el Qehrîn envejecía hasta que no era capaz de llevar el cargo.

Era el monstruo de mis pesadillas.

El monstruo que ayudó a llevar a cabo la masacre del Zavak Krovi, donde tantos de los nuestros perecieron. Muchos de ellos simples inocentes que se resignaban a continuar con sus respectivas vidas; que respetaban el poder del Otkaja y lo reconocían como suyo también.

Sacudí la cabeza, alejando aquellos sombríos pensamientos y sangrientas imágenes de brujos siendo torturados o asesinados. Mi pecho se hinchó cuando tomé una gran bocanada de aire, preparándome para lo que me esperaba al otro lado de la puerta; en aquella ocasión reuní el valor suficiente para llamar y aguardé hasta que la cantarina voz de Marusya me llegó, dándome paso.

Me colé en el interior del monstruoso dormitorio que ocupaba la hija de los barones y doblé las rodillas lo suficiente para que Marusya quedara complacida. Al parecer no se encontraba sola y todas sus amigas habían continuado con el parloteo, ignorando mi presencia.

Para todas ellas debía parecerles invisible.

—Déjalo aquí —me indicó Marusya con un timbre de aburrimiento.

Fui hasta la mesa baja que me había señalado y deposité la bandeja con cuidado. Contemplé, no sin cierto orgullo, que el contenido se encontraba intacto y que madame Klimova tendría que esperar un poco más para fustigarme con su vara de madera; contuve una sonrisa de satisfacción, lista para dar media vuelta y largarme de allí a toda velocidad, cuando Marusya hundió mis esperanzas.

—Sírvelo.

Apreté los puños contra mis costados, evitando que pudieran salir disparados accidentalmente hacia el dulce rostro de ella. Me contenté con fulminar su esplendoroso cabello oscuro y su pálida tez; sus ojos castaños —y ligeramente rasgados— se encontraban atentos a una de sus amigas, por lo que no fue consciente de ello.

Cogí la tetera y me dispuse a servir el té en todas las tazas, procurando no derramarlo.

—Dinos, Vik —habló entonces otra de las chicas que estaban allí reunidas—. ¿Es cierto lo que se rumorea?

Un coro de risitas se extendió por toda la habitación. Marusya se inclinó hacia delante, ansiosa; rezaba para que el mutismo al que la receptora de la pregunta no le provocara uno de sus famosos berrinches.

—¿Es verdad que el Dragmar tiene intenciones de encontrar una esposa? —presionó al ver que la susodicha no decía nada.

En aquella ocasión no pude evitar poner los ojos en blanco. Todas las jovencitas —y quizá algún que otro joven— de nuestro amado país, Zakovek, estaban prendadas de nuestro noble y valeroso Dragmar, suspirando por él en silencio; el joven príncipe, heredero del trono, había conseguido eludir su responsabilidad de contraer matrimonio de un modo que muchos otros desearían, alcanzando los veintitrés años sin una prometida y boda a la vista. Sin embargo, y por lo que estaba escuchando a escondidas, fingiendo estar sirviendo el dichoso té, la suerte de nuestro querido Dragmar se había agotado.

El silencio hizo que sintiera curiosidad por saber quién era la persona que disfrutaba jugando con la paciencia de Marusya. Entrecerré los ojos cuando me topé con una joven que parecía sacarme un par de años; tenía la piel oscura y llevaba el cabello de color ónice trenzado con finos hilos dorados. Sus dientes blancos parecían destacar contra su tono de piel, pero sus ojos negros relucían con perversa malicia.

—Viktoriya —gimoteó una de sus amigas, siendo casi coreada por Marusya y otras más.

Aquel nombre resonó en mi mente.

La interpelada dejó pasar unos segundos antes de complacer a su público, sabiendo que contaba con toda su atención. Con una actitud calculada, bajó los ojos hacia sus cuidadas manos y fingió observar de cerca su manicura perfecta; tragué saliva mientras comprobaba que Marusya no estaba cerca de coger lo que tuviera a mano para estrellarlo contra la pared más próxima.

—Aún no hay nada confirmado —dijo a media voz—, pero mi padre ha escuchado los rumores dentro de palacio... Rumores de fuentes fiables —especificó, alzando ambas cejas en un elocuente gesto.

Marusya ahogó un grito mientras las otras cuatro dejaban escapar irritantes chillidos de expectación. Era evidente que todas ellas tenían puestas sus miras en el Dragmar, en lo que podría reportarles un matrimonio de tal calibre; mi mirada se vio atraída por Viktoriya, que sonreía comedidamente, sin dejarse llevar por el entusiasmo que mostraban sus amigas.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Marusya, abanicándose a sí misma con la mano; casi parecía a punto de ponerse a hiperventilar—. Estoy segura de que sabes más cosas, sigue.

Viktoriya extendió las manos frente a ella, contemplando los anillos y pulseras que las decoraban. Una sola joya de esas podría ayudar a mi familia a subsistir un año entero, quizá más; me obligué a apartar la mirada, reprendiéndome por el tipo de pensamientos que se me habían pasado por la cabeza. Era peligroso. Una locura.

Y una condena a muerte segura.

—Es posible que el Otkaja tenga en mente invitar a todas las jóvenes de la corte a su palacio —escuché que decía la chica—. Quizá deberíais vigilar el correo más de cerca de ahora en adelante.

Con elegancia se puso en pie, excusándose para salir un instante del dormitorio. Todas observamos su marcha en un silencio casi reverencial; cuando pasó por mi lado, pude ver que sus labios habían formado una sonrisa torcida, llena de mal disimulado desdén. Cuando la puerta se cerró a su espalda, el ambiente de la habitación se enfrió y el resto de máscaras cayeron. Las sonrisas y sonidos de entusiasmo se desvanecieron como si fueran humo; los rostros de Marusya y el resto de su séquito mostraban distintos grados de decepción, rabia o molestia.

—Es evidente que todo esto es un simple juego —masculló una de ellas.

Marusya bufó, coincidiendo con las palabras de su amiga; se cruzó de brazos y entrecerró los ojos. Temí que una de sus pataletas estuviera a punto de desatarse a causa de Viktoriya.

—En la corte todo el mundo sabe que Viktoriya es la opción más viable para convertirse en la prometida del Dragmar —escupió con resentimiento.

Dejé con cuidado la tetera sobre la bandeja. Me había quedado bastante claro por qué aquella chica despertaba las envidias del resto: su familia debía atesorar un gran poder dentro de la corte. Justo lo que buscaba el Otkaja al ofrecer a su hijo en matrimonio, justo lo que buscaban todo ese tipo de alianzas.

Una de sus amigas hizo un puchero.

—Es injusto —lloriqueó.

Sentí una mezcla de repulsión y compasión por aquel grupo de niñitas que se lamentaban por un hombre al que apenas conocían. Todas ellas habían sido educadas desde la cuna sobre sus responsabilidades, empezando por encontrar un buen marido con poder e influencias suficientes dentro de la corte; era muy posible que algunas ya se vieran convertidas en las prometidas del Dragmar.

Quizá otras ya se estuvieran imaginando siendo la madre de sus herederos.

En cualquier caso, la mujer que consiguiera esa posición debía cumplir unas determinadas características. Como el hecho de proceder de una familia poderosa que incrementara las arcas del Otkaja y sus hilos en la corte.

Y parecía ser que la única que cumplía con ese requisito era Viktoriya.

—Es una víbora —escuché que siseaba Marusya—. He oído decir que su hermana trató de envenenar a su marido en la noche de bodas...

Murmullos apagados.

—Puedo imaginar el anuncio: la prometedora y brillante Grafinya Viktoriya Pavlovna, hija del poderoso Nicanor Pavlovich, se convierte en la flamante prometida de nuestro amado Dragmar, Valerik Alexandrovich —masculló Marusya.

Decidí que ya no quería seguir oyendo cómo soltaban veneno las unas de las otras. Coloqué las tazas con eficiencia y me doblé en otra reverencia antes de abandonar el dormitorio; Marusya estaba tan ofuscada con los rumores sobre el fin de la soltería del Dragmar que no trató de detenerme inventándose cualquier excusa para alargar mi sufrimiento.

Mi cuerpo se quedó congelado cuando me topé cara a cara con Viktoriya en el pasillo, apoyada sobre una de las paredes. Evidentemente había escuchado toda la conversación y cómo se habían burlado de ella a sus espaldas.

Pero ella sonreía con satisfacción y deleite.

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