capítulo tres | ★
Mis padres se encontraban reunidos en la cocina cuando bajé, después de una noche en la que apenas había podido dormir unas horas seguidas; las miradas de ambos se desviaron hacia mí nada más escucharme. Era evidente que mi madre había puesto al corriente a mi padre de lo que había sucedido a mi llegada, el hecho de que hubiera visto por primera vez una ejecución de brujos; la mirada de ambos estaba llena de comprensión mientras que un gesto sombrío oscurecía el rostro de mi padre.
—Malya...
Levanté una mano para frenar lo que fuera que quisiera decir mi madre. Las horribles imágenes de aquellos brujos continuaban fijadas en mi mente, sin querer desvanecerse; bajo el aroma del desayuno casi creí apreciar el olor a carne quemada. A cuerpos humanos siendo quemados hasta los huesos mientras una masa de hombres y mujeres contemplaban el espectáculo sin sentir el más mínimo remordimiento.
Mi padre se hizo a un lado para dejarme hueco en la mesa, todavía sin decir una sola palabra. Me arrastré hacia ese espacio, intentando respirar por la boca... alejando aquellos olores que sólo existían en mi mente.
Vi a mi madre morderse el labio inferior e intercambiar una preocupada mirada con mi padre.
—Quizá deberías volver arriba —me aconsejó mi madre—. E intentar descansar.
Negué con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra.
La imagen del Qehrîn con aquella barra de hierro entre las manos parpadeó en mi cabeza. Luego el símbolo grabado en el pecho de aquellas personas, como ganado marcado y listo para ser sacrificado.
La bilis se revolvió en mi estómago y yo cerré los puños con fuerza, intentando relajarme. La magia despertó en mis venas ante aquel instante de vulnerabilidad, presionando contra las paredes de mi cuerpo para ser liberada... sabiendo que estaba débil, que no podía detenerla.
—Lazar —borboteó mi madre, con un tono de advertencia.
Jadeé de dolor a causa de la batalla que estaba librando en mi interior contra la magia. Ella pugnaba por salir mientras que yo presionaba para que se mantuviera encerrada, con las emociones todavía a flor de piel; mi padre se puso en pie, provocando que la silla cayera al suelo estrepitosamente, y alzó ambas manos en mi dirección, del mismo modo que le había visto hacer cuando quería acercarse a algún animal que estaba asustado.
—Malyenka —me llamó con suavidad, dedicándome una pequeña sonrisa.
Los temblores se habían hecho los dueños de mi cuerpo. Bajé la mirada hacia mis manos, que se sacudían de manera incontrolable, y vi que estaban cubriéndose de un delator brillo rojizo; el pánico se sumó a la mezcla que estaba gestándose dentro de mí, empeorando la situación.
—Papá —susurré con esfuerzo.
Dio un paso hacia mí, cerrando la distancia que nos separaba. Por el rabillo del ojo intuía a mi madre controlando todo con una expresión cercana al pánico; me sentí de nuevo como aquella niña pequeña cuyos poderes acababan de despertar y tomaban el control sin que pudiera hacer nada.
La boca se me llenó con el inconfundible sabor a cenizas que ya tenía casi olvidado, provocando que los recuerdos de aquellos años de aprendizaje salieran de su cajón para atormentarme de nuevo.
—No puedo respirar...
Los dedos de mi padre se cerraron con suavidad alrededor de mis muñecas y pude notar cómo su magia se introducía dentro de mí a través de la piel, creando una sensación de calma que ayudaba a apagar el descontrol que reinaba en mi interior; ni siquiera fui consciente de que me había mordido la lengua hasta que el sabor de la sangre hizo retroceder a de las cenizas.
—Escucha mi voz, lapachka —oí que me decía—. Vamos, Malya, hazlo.
Mis párpados cayeron y los apreté con fuerza para obedecer a mi padre; en los oídos se me instaló un molesto pitido.
—Lo estás haciendo muy bien, Malyenka —me felicitó y yo apreté los dientes de dolor ante ese breve lapsus de despiste—. Solamente tienes que encerrar la magia como te enseñé de pequeña, ¿lo recuerdas?
Recordaba dolor, mucho dolor. Desde niña había tenido problemas con la magia, especialmente cuando despertó dentro de mí y me demostró que había algo que no funcionaba del todo bien...; mi padre trató de enseñarme cómo recuperar el control como un juego más.
Cerré los puños con fuerza mientras me imaginaba una pequeña caja oscura en mi interior. Lo único que debía hacer —en teoría— era introducir allí mi magia y cerrar la tapa; de niña me había costado, pero luego había ganado cierta soltura conforme fui creciendo y los estallidos de mi poder empezaron a ser mucho más virulentos, obligándome a recurrir a las enseñanzas de mi padre.
Con paciencia, fui recogiendo aquella corriente que viajaba por mis venas, llegando a todos los rincones de mi cuerpo, e introduciéndola en aquel lugar donde la mantenía atrapada. Bajo control.
Algo se aligeró en mi pecho cuando tomé de nuevo las riendas, abriendo los ojos y topándome con el rostro preocupado de mis padres. Mamá negó con la cabeza, diciendo casi para sí misma:
—Tanto poder...
★
Madame Klimova disfrutó de cada golpe que me propinó con su vara de madera después de que se me cayera uno de los jarrones favoritos de la baronesa mientras limpiaba la sala; la invitación procedente del palacio real había llegado aquella misma mañana, haciendo el anuncio que llevaba siendo la comidilla de la ciudad desde hacía semanas, compitiendo con la ejecución pública de aquellos tres brujos. Marusya había tenido otro de sus familiares berrinches, lo que se había traducido un largo tiempo recogiendo los restos de aquella pataleta provocada por las ansias que tenía la joven báryshnya por hacer el equipaje y salir hacia el palacio para unirse al resto de familias nobles que intentarían conseguir que su hija se convirtiera en la próxima esposa del futuro Otkaja.
Mi mente se encontraba muy lejos de allí, en casa. Había convencido a mis padres de que no necesitaba descansar y había ido hasta la mansión de los barones Arbátova para cumplir con mis quehaceres, sabiendo que si madame Klimova averiguaba que no había acudido podía darme por despedida; sin embargo, durante toda la jornada no había podido evitar sentirme inquieta. Con una extraña sensación cosquilleándome por toda la piel que no tenía nada que ver con mis posibles pérdidas de control con la magia.
Era un mal presentimiento.
Por eso mismo no dudé un segundo en abandonar a toda prisa la propiedad de los Arbátova, aun con las heridas producidas por la temible vara de madera frescas sobre mi piel, y echar a correr hacia casa. Sabía que mis padres se habían quedado preocupados por lo sucedido con aquellos brujos y el gran impacto que había tenido en mí, lo que me había empujado a estar cerca de echar por la borda todos aquellos años de aprendizaje.
Aceleré el paso al enfilar la calle que bajaba hasta la hilera de casas construidas a la orilla del río, con el corazón latiéndome con fuerza y un mal sabor de boca. Pero todo aquello se disipó al ver las ventanas de la cocina prendidas; una oleada de alivio me recorrió de pies a cabeza cuando supe que todo había sido producto de mi imaginación... de la paranoia que había clavado sus feas garras en mí después de haber presenciado la ejecución de tres de los míos.
Dejé escapar un suspiro al cruzar el umbral y encaminarme hacia la luz que procedía de la cocina. La sonrisa se me congeló en los labios al descubrir a dos personas que no conocía sentadas en mi mesa, mirándome fijamente.
Estudié a los dos desconocidos —un hombre y una mujer, quizá rondaban la edad de mis padres— con una expresión neutral. La mujer —bajita, con una lisa melena de color azabache que llegaba hasta su picuda barbilla y con un rostro afilado de mejillas hundidas— estaba sentada en la silla que siempre ocupaba mi madre; tenía el ceño fruncido, sus ojos azules eran de una tonalidad demasiado oscura...
El hombre, por el contrario, estaba a su espalda, de pie, era corpulento y su rostro mostraba varias cicatrices que me hicieron tragar saliva; algunas arrugas se le marcaban en los rabillos de los ojos —castaños, no había en ellos nada que pudieran darme una mínima pista— y su poblada barba era de un desvaído tono grisáceo, lo mismo que su cabello. Al igual que su acompañante, desprendía un aura amenazadora.
Desvié la mirada de ellos para intentar descubrir si mi madre se encontraba por alguna parte. Las manos empezaron a sudarme al no hallar ni una sola pista, sólo la presencia de aquellos dos.
—Malysheva Vilkova —mi nombre sonó extraño en los labios de aquel hombre que me observaba.
—¿Dónde está mi madre? —exigí saber.
La mujer estiró sus finos labios en una sonrisa.
—Encantadora —murmuró y no sonó como un halago, precisamente—. Tu madre está en buenas manos, Malysheva Vilkova.
La silla crujió cuando el hombre se apoyó en el respaldo.
—Todo depende de ti.
El corazón se me aceleró al entender la amenaza implícita. Alterné la mirada entre los dos, sabiendo que había algo en ellos que no terminaba de encajar; pensé en aquella mañana, en lo cerca que había estado de perder el control... ¿Y si mi magia no había pasado desapercibida? Un escalofrío de temor me bajó por la espalda al pensar en mis padres, en el riesgo al que les había expuesto a causa de mi error. ¿Quiénes eran...?
¿Qué querían de mí?
—¿Dónde está mi madre? —repetí, con un timbre de pánico.
El hombre me dedicó una oscura sonrisa antes de chasquear los dedos. A su lado, como si alguien hubiera retirado una capa, apareció un fardo que empezó a removerse con energía; mis ojos se abrieron de par en par al reconocer el rostro amordazado de mi madre. El corazón se me detuvo dentro del pecho.
Aquel hombre era un brujo.
—¿Qué...? —jadeé.
La sonrisa del hombre se volvió torcida.
—¿Sorprendida? —se mofó—. ¿Creías las mentiras que nuestro honorable Otkaja ha ido sembrando durante estos años para controlar su país, afirmando que estábamos casi extintos? Me temo que está jugando con fuego... y puede que pronto se queme.
Mi mirada alternaba entre mi madre, horrorizada y atada de pies y manos en el suelo como un mero fardo, y aquellos dos desconocidos; notaba la garganta reseca y el latido resonaba en mis oídos. Las manos me cosquillearon ante el pánico de ver a mi madre en ese estado.
La mujer chasqueó la lengua.
—Está despertando dentro de ella —comentó a su compañero y sus ojos relucieron al estudiarme con detenimiento—; puedo sentirlo en mis propias carnes y..., oh, Dios, es tan poderosa.
Mi madre había dicho algo similar aquella misma mañana, cuando mi padre había conseguido detenerme antes de que fuera demasiado tarde y mi magia se había salido de control; mi mirada se clavó en ella con una expresión perdida.
—Acércate —me ordenó.
Mis pies se mantuvieron clavados en el suelo.
—Primero liberad a mi madre.
El hombre enarcó una ceja, sorprendido por mi repentina osadía.
—No estás en posición de exigir nada —dijo—. Yo que tú obedecería si no quieres que tu querida madre sufra las consecuencias de tus errores.
Alterné la mirada entre ambos, pero no fui capaz de moverme. El hombre se inclinó hacia mi madre, sacando un cuchillo algo oxidado de la caña de la bota; el filo ligeramente anaranjado por el óxido se apoyó en el cuello de mi madre, que dejó escapar un grito ahogado por la mordaza.
—Es habilidosa con las ilusiones, una lástima que su poder haya mermado tanto —comentó con un fingido timbre apenado.
Las piernas empezaron a temblarme al contemplar el arma presionando la carne de mi madre. La mujer me dedicó una sonrisa, entendiendo en el dilema en el que me encontraba; su compañero continuaba inclinado, con el cuchillo todavía apoyado en el cuello.
—Malysheva Vilkova, ven aquí —repitió la mujer—. No seas estúpida, niña.
En aquella ocasión no tuve otra salida que obedecer: crucé la distancia que me separaba de la mesa; ella extendió el brazo en mi dirección y movió los dedos de su mano, indicándome que hiciera lo mismo.
Una nueva mirada hacia mi madre amordazada me convenció de que continuara obedeciendo a aquellos dos brujos.
La mujer atrapó mi mano y presionó sus dedos con fuerza contra ella. Jadeé cuando su magia entró en contacto conmigo, recorriéndome de pies a cabeza con mucha menos amabilidad de la que esperaba; los ojos de ella se entrecerraron, concentrada en lo que estuviera manifestándole su poder.
—No hay ninguna duda al respecto —dijo, soltándome la mano y alzando sus ojos hacia los míos—: es lo que buscamos.
—¿Qué? —me atreví a decir.
Ella ladeó la cabeza y me miró como si fuera estúpida.
—Tenemos una proposición que hacerte, Malysheva Vilkova —tomó el relevo el hombre—, y esperamos tu colaboración.
La boca me supo a bilis.
—No haré nada si no soltáis ahora mismo a mi madre —les advertí.
Una nueva sonrisa por su parte, retorcida y llena de maldad.
Apenas tuve tiempo de reaccionar antes de que hundiera el cuchillo en el cuello de mi madre. Un alarido de rabia y dolor arañó mi garganta mientras me abalanzaba sobre el cuerpo, viendo cómo la sangre manaba a borbotones; el hombre se hizo a un lado y mis manos chocaron contra el suelo de madera, traspasando el cuerpo de mi madre mientras ella continuaba retorciéndose y dejando que la sangre manara con mayor fuerza de la herida del cuello.
El horror y la incomprensión se arremolinaron en mi interior mientras trataba de digerir que todo aquello se trataba de una trampa... y yo había caído de lleno. Alcé la cabeza hacia el brujo, que me contemplaba con una expresión burlona, divertido por cómo había sido atrapada.
—¿Qué le habéis hecho a mi madre? —quise saber—. ¿Dónde está?
El hombre se cruzó de brazos.
—Tus padres se encuentran en nuestro poder... bien por el momento —contestó con indiferencia—. Pero para que eso continúe siendo así depende únicamente de ti.
—¿Por qué yo? ¿Qué queréis de mí?
La mano del brujo se lanzó hacia mi brazo, tirando de él para ponerme en pie con brusquedad.
—Queremos que colabores con nosotros —siseó—. Queremos que nos ayudes a saber lo que ocurre dentro del palacio.
Sentí una sensación helada cubriendo cada palmo de mi cuerpo al escuchar las intenciones que guardaban aquellos dos.
—Eres una bruja poderosa, Malysheva —apostilló la mujer—. Tu magia nos vendría muy bien para nuestros planes.
Alterné la mirada entre ambos, sin entender qué papel podía tener yo en aquel asunto.
—Vas a espiar para nosotros —continuó.
Empezó a faltarme el aire.
—Si te niegas a colaborar con nosotros... tu familia pagará las consecuencias —habló el hombre con severidad—. Y creo que no quieres que les pase nada a ninguno de ellos, ¿verdad?
La idea de que les hicieran daño a mis padres por mi culpa... Empecé a jadear al imaginarlos en la plaza, siendo marcados por el Qehrîn con aquel hierro al rojo vivo, abucheados por la multitud...
Quemados hasta la muerte frente al público allí reunido para ver eso.
—Trabajo para los Arbátova —dije con esfuerzo, aferrándome a esa pequeña llama de esperanza que latía dentro de mi pecho—. Podría conseguir que me llevaran con ellos al palacio como parte de su séquito...
Toda la mansión, incluido el servicio, habían estado hablando de ello de manera animada. Las pataletas de Marusya habían frenado a parte de mis compañeras, quienes no estaban seguras de que el sacrificio mereciera realmente la pena; pero había muchas otras que se habían mostrado encantadas de acompañar a la baronesa y su hija como ayuda extra dentro del palacio.
Los dos brujos se miraron entre ellos antes de sonreír como lobos hambrientos.
—No vas a ir en calidad de criada, Malysheva —me aclaró la mujer—: sino como parte del grupo de jovencitas que aspiran a convertirse en la prometida del Dragmar.
Mis ojos se abrieron de par en par a causa del asombro y el horror.
—¡Eso es una locura! —exclamé—. ¡Cualquiera podría reconocerme!
La mujer negó con la cabeza, divertida.
—Esos babuinos emperifollados no sabrían que eres una simple criada cuando te muestres como una de sus rivales —se mofó.
La boca se me quedó seca.
—Es una locura —repetí con un hilo de voz.
Miles de cosas podían salir mal. Empezando porque hubiera alguien que pudiera reconocerme; había trabajado casi toda mi vida al servicio de los Arbátova, cualquiera de las personas que formaran parte de su séquito conocían mi cara tras años colaborando juntos. Años de compañerismo que no eran fácilmente de borrar y que podían convertirse en mi condena.
—Vas a formar parte de ese pomposo espectáculo —repitió el hombre, recalcando cada palabra— y obtendrás información para nosotros.
—¿Para qué? —pregunté—. ¿Por qué no escoger a otra persona para llevar a cabo esa labor?
—Porque eres una bruja poderosa, chica —me espetó la mujer, hosca—. Y tus... habilidades pueden resultarnos muy útiles.
Iban a utilizarme como si fuera un simple objeto. El estómago se me revolvió al comprender que no cesarían de presionarme hasta que obtuvieran de mí lo que buscaban: que pusiera mi poder a su servicio. Me sentí asqueada por las intenciones que tenían respecto a mi persona; por unos segundos quise golpearlos y salir huyendo de allí antes de que su maldad pudiera alcanzarme.
Pero eso significaría condenar a mis padres.
—¿Cómo me habéis encontrado? —quise saber. Las preguntas sobre cómo me habían descubierto latían contra mis sienes de manera dolorosa—. ¿Cómo habéis sabido que yo... que soy como vosotros?
—Llevamos peinando Zakovek desde que el Otkaja envió a su perro sarnoso a por nosotros, con órdenes de asesinarnos —escupió el hombre con un rencor que debía haberle acompañado desde hacía años, cociéndose a fuego lento—. Buscamos a brujos que huyeron de la masacre y consiguieron encontrar refugio en otros pueblos y aldeas...
—¿Para qué los buscáis? —pregunté.
Los dos brujos compartieron una sombría mirada.
—Para que se unan a nosotros —contestó la mujer—. Para que consigamos nuestra libertad.
Intuía que había algo más, algo que no había querido decir en voz alta. Alababa que hubieran corrido tantos riesgos para encontrar a los brujos que todavía sobrevivían ocultos entre otros, escondiendo quiénes eran en realidad, pero no habían logrado convencerme con ello para que me uniera a su causa.
Quizá fuera por los métodos que parecían utilizar para lograr que los brujos aceptaran seguirles.
—Llevábamos semanas pululando por la capital cuando Ilona te captó —respondió el hombre, desvelando la identidad de su compañera—. Su habilidad permite estar en sintonía con la magia y pudo sentirte, aunque no pudimos verte... o identificarte entre tanta gente.
Me habían encontrado en la plaza, mientras el Qehrîn llevaba a cabo la ejecución frente a las masas; por eso mismo no habían podido llegar hasta mí antes: por la congregación de personas que había habido en la zona, impidiéndoles descubrirme y abalanzarse sobre mí para hacerme aquella propuesta, pero sin contar con el incentivo de tener en su poder a mis padres.
—Esta mañana estábamos recorriendo esta misma zona cuando Ilona sintió tu pequeño problema con la magia... y que nos condujo hasta esta casa —continuó con su relato, ignorando mi gesto de horror—. Te observamos marcharte y luego pasamos a tener una agradable conversación con tus padres.
El corazón me dio un vuelco. Habían aprovechado a que yo hubiera abandonado la casa, quizá sabiendo que era yo la persona que atesoraba todo aquel poder, para aprovechar la situación e interrogar a mis padres sobre mí; luego los habían atrapado y llevado a algún sitio —una parte de mí creía que se encontraban en alguna parte de la casa— para convertirlos en el perfecto chantaje, sabiendo que haría cualquier cosa por protegerles.
—Y ahora que todo ha quedado claro... solamente falta que nos digas si vas a colaborar con nosotros o no, Malysheva —intervino Ilona.
Recordé que lo único que tenía que hacer era fingir ser otra muchachita ansiosa por atrapar al Dragmar y obtener toda la información que pudiera para hacérsela llegar a esos dos brujos. Una tarea en apariencia sencilla, sin muchos riesgos... de no haber sido yo otra bruja y querer que me introdujera de lleno en la morada del dragón, el palacio real; donde estarían encantados de echarle el guante a una jodugar joven e inexperta como yo.
—No tenemos todo el día, querida —gruñó el hombre.
—Nicephorus —dijo en el mismo tono Ilona, advirtiéndole que no hablara más.
Dándome un pequeño margen de tiempo para que tomara una decisión... aunque fuera más que evidente qué camino escogería.
En realidad todo aquello se trataba de una pantomima: quisiera o no, tendría que aceptar el acuerdo por el simple hecho de que podrían utilizar la baza de mis padres y su seguridad si a mí se me ocurría negarme a cumplir con mi parte del acuerdo.
No existía otra salida, pues las dos opciones me conducían a un mismo punto.
—Lo haré.
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