capítulo treinta y tres | ★
El palacio se convirtió en un hervidero de chismorreos en aquellas últimas casi dos semanas. Los mensajes del Dragmar enviados a todas y cada una de las jóvenes era el tema favorito, superado por las anécdotas e historias que las elegidas traían consigo después de sus encuentros con el heredero del Otkaja.
Todo sería maravilloso de no ser por un pequeño detalle...
Yo aún no había recibido ni una sola nota lacrada del Dragmar.
Aquella visible ausencia de mensajes por parte de Vova despertó un ramalazo de temor en mi interior. ¿Significaba que iba a ser la próxima en abandonar el palacio? Tras esos once días de silencio por parte del Dragmar mi esperanza se había esfumado, siendo sustituida por una honda sensación de fracaso. De algún modo había fallado y Vova había decidido prescindir de mí.
El estómago se me encogió al pensar en Nicephorus. El brujo había sido el responsable de haberme arrastrado hasta allí, convirtiéndome en una mentira; después de que Feodora hubiera tenido la amabilidad de recordarme las consecuencias que desataría cualquier error por mi parte, me había prometido a mí misma una mayor responsabilidad. ¿Qué sucedería ahora? ¿Qué pasaría cuando Nicephorus nos viera de regreso, por mi culpa?
Mis padres pagarían por ello, tal y como la bruja me había advertido.
Quizá por eso mismo había decidido escabullirme de los aposentos, buscando poner la mayor distancia entre Feodora y mi persona. No estaba preparada para enfrentarme de nuevo a ella, no estaba segura de tener las fuerzas suficientes para afrontar la verdad que se retorcía en mi interior: la única culpable era yo. Lo había echado todo a perder.
¿En qué había podido fallar...?
—¡Báryshnya Vavilova! —me llamó una voz.
Desperté de mis ensoñaciones y busqué con la mirada a la persona a la que le pertenecía. Me pregunté si también habría ofendido de algún modo a los Santos, ya que la mismísima Viktoriya Pavlovna me sonreía con dulzura mientras agitaba su mano en mi dirección, invitándome a que me acercara; no tuve más opción que forzar una sonrisa y obedecer.
La chica se encontraba acompañada por un par de jóvenes que parecían disfrutar de la pequeña tregua que nos había brindado el calor. Me sorprendió descubrir a Svetlana entre el reducido grupo de cuatro, la primera elegida en compartir un momento a solas con el Dragmar; su popularidad había decaído tras la llegada de las siguientes invitaciones, quedando relegada de nuevo a un segundo plano.
—¿Os he interrumpido, báryshnya Vavilova? —la pregunta de Viktoriya me obligó a desviar mis ojos hacia ella.
Estaba resplandeciente en su sencillo vestido de color salmón. Habíamos coincidido en algún que otro evento social de palacio, pequeñas reuniones organizadas con el propósito de distraernos hasta que el Dragmar —o su familia— decidiera entremezclarse de nuevo con nosotras, pero yo había mantenido las distancias; recordaba el consejo de Varlam respecto a la hija del conde Pavlovich, mas aún no había decidido seguirlo.
Acercarme a Viktoriya era una apuesta arriesgada. Ella era una de las favoritas dentro de palacio y el resto de invitadas era consciente del poder que eso le confería; quizá por eso la propia Viktoriya se mostraba cautelosa a la hora de escoger su pequeño círculo de amistades allí, si es que siquiera las consideraba como tales.
Ella pertenecía a ese mundo, conocía sus reglas... Sabía cómo se jugaba.
Mantuve la sonrisa plasmada en mi rostro.
—En absoluto, báryshnya Pavlovna —respondí con un tono amable.
Había escapado de mis dormitorios con la intención de encontrar unos momentos de paz antes de que todo estallara, pero no sería cortés por mi parte rechazar la oferta que parecía haberme tendido Viktoriya al llamar mi atención. Me había prometido a mí misma profundizar en mi papel de baronesa y eso es lo que iba a hacer aunque fuera demasiado tarde.
La interpelada me devolvió la sonrisa e hizo un gesto hacia la silla vacía que había a su lado. La terraza que ocupaban estaba tranquila, sin la servicial presencia de mayordomos o doncellas pululando por allí; miré más allá de la balaustrada, topándome con la impactante visión de un lago con un cenador situado en medio.
—Acompañadnos entonces.
Ocupé mi asiento y observé a las otras tres chicas. Svetlana fruncía los labios con algo parecido al disgusto; las otras dos, cuyos nombres tardaron unos segundos en venirme a la cabeza —Evgenia e Ilze—, me devolvieron la mirada con parejas sonrisas ligeramente tirantes.
Viktoriya se acomodó en su silla, aún atenta a mí.
—Estaba contándoles mi encuentro con el Dragmar —me explicó.
Mi corazón dio un vuelco al saber que Viktoriya incluso había recibido su propia invitación personal. Los primeros rumores ya habían surgido, aunque no por parte de la protagonista; mis doncellas, emocionadas, habían estado cotilleando al respecto anoche, al prepararme para la cama.
La confirmación por parte de Viktoriya fue como un clavo más en mi estrecho ataúd.
No necesitaba ninguna prueba más para saber que estaba fuera, que Vova me había desechado como a las otras diez chicas; al menos había tenido la deferencia de darme un poco más de tiempo que ellas. Traté de guardar las formas, escondiendo la decepción que me produjo tener la dolorosa certeza de que yo sería la siguiente; todo el mundo había elucubrado sobre el orden que había seguido para citarse con las jóvenes, aunque la verdad era más que evidente: Viktoriya había sido la última debido a su condición de favorita.
La muchacha no había perdido la oportunidad de acercarse a Vova durante el breve encuentro de bienvenida que tuvo lugar el primer día. Aún la recordaba colgada del brazo del Dragmar, allanándose el camino; Vova no había parecido incómodo por la presencia de Viktoriya. Había sido insultantemente sencillo para la joven cumplir con su propósito: ya no sólo erigirse como favorita dentro de la corte, sino atrapar la atención del Dragmar hasta el punto de haber sido elegida en último lugar para su ronda de encuentros.
—Debo reconocer que me encontraba algo frustrada —prosiguió Viktoriya, alisando las faldas de su vestido con cuidado y dejando escapar una risa cantaría— y celosa al ver que no recibía mensaje alguno por su parte...
Svetlana y las otras dos rieron ante la broma sobre sus supuestos celos.
—Imaginad mi expresión cuando uno de los sirvientes del Otkaja llamó a las puertas de mis aposentos con una bandeja plateada y un sencillo papel sellado con cera —trató de imitarla, para delicia de su público, que cacareó de nuevo.
Ilze se inclinó hacia delante con actitud ávida.
—Es apuesto, ¿verdad? —contuve las ganas de poner los ojos en blanco ante su insípida pregunta—. Reconozco que guardé ciertas dudas al respecto, especialmente cuando toda su vida se ha mantenido oculto, protegido tras las paredes de palacio.
Svetlana dejó escapar una risita.
—Si la recompensa es la corona, no me hubiera importado lo más mínimo que fuera tuerto o cojo...
Ilze y Evgenia se echaron a reír, pero Viktoriya se limitó a esbozar una fina sonrisa.
Controlé mi expresión ante la frivolidad que mostró la joven, el modo en que había desvelado sus intenciones sin tan siquiera pestañear... y cómo sus compañeras parecían compartir con Svetlana ese aire frívolo e interesado, donde lo único que les preocupaba era llegar a ser emperatriz.
Había atisbado ese mundo desde lejos mientras estuve al servicio de Marusya Arbátova, pero me asqueó profundamente ver de primera mano lo superficiales y avariciosos que podían resultar los nobles.
—Qué retorcida eres, Svetlana —comentó Ilze con un tono aprobador.
—Pero seguid, báryshnya Pavlovna —intervine, deseando que Viktoriya reanudara su relato sobre su cita con el Dragmar y dejar de escuchar a aquellas tres arpías—, estoy en ascuas por saber más.
La mirada de Viktoriya relució y tuve la sensación de que me había calado. Le dediqué una nueva sonrisa, aparentando interés por conocer hasta el más mínimo detalle de su encuentro a solas con Vova.
—Oh, el Dragmar ha resultado ser una caja de sorpresas —comentó con aire conspirativo—: había preparado una íntima cena para ambos allí —alzó el brazo y señaló el cenador que se alzaba en mitad del lago.
Todas miramos en esa dirección. Era un lugar recóndito, lo suficientemente apartado y privado para crear una atmósfera casi romántica; de las historias sobre los encuentros de las chicas con el Dragmar, ni una sola se acercaba a la que Vova le había preparado a Viktoriya. A juzgar por las expresiones de las otras tres chicas, ellas también habían sido conscientes de ese pequeño detalle; como había sucedido en la habitación de Marusya, la joven condesa había sabido de primera mano el efecto que tendría aquella revelación.
El silencio se instaló en la terraza mientras Svetlana y sus dos amigas intentaban digerir su envidia y la resignación de saber que habían sido derrotadas, que no estaban a la altura de Viktoriya Pavlovna. Yo entrelacé mis manos bajo la mesa, intentando que mi propia agitación no se me reflejara en el rostro.
Pero, al parecer, la suerte no estaba de mi lado aquella mañana.
—¿Y qué hay de vos, báryshnya Vavilova? —la chirriante voz de Ilze me hizo apretar los dientes.
Clavé mi mirada en ella, ignorando el nudo que empezó a formarse en la boca de mi estómago. Sabía que la pregunta de Ilze estaba empujada por la rabia y la frustración derivada del relato de Viktoriya; creía que yo era la más débil del grupo al ser una forastera venida desde uno de los rincones más lejanos de Zakovek.
Una desconocida. Una extraña.
Para mi horror, la atención se desvió hacia mí. Evgenia y Svetlana me contemplaban con un brillo de interés; Viktoriya, aunque solamente podía atisbar su perfil por el rabillo del ojo, también parecía estar atenta.
La sonrisa de Ilze se tornó afilada, casi sedienta.
—Sé que sois una joven bastante reservada debido a que venís desde Sigorsky —apostilló con un ápice de maldad—, pero todas hemos compartido nuestro encuentro con el Dragmar a excepción de vos...
Svetlana decidió continuar tirando del hilo, ansiosa.
—Decidnos, ¿cómo fue vuestro encuentro con el Dragmar? —presionó, como un tiburón oliendo la sangre en el agua.
Me quedé congelada, atrapada. Vova no me había mandado ningún mensaje, no había habido encuentro alguno, si no contábamos con aquella breve emboscada del pasillo; se me pasó por la mente mentir, utilizar esos instantes que habíamos compartido y desarrollar una ficticia historia tomándola como base.
Las mejillas empezaron a arderme mientras la vergüenza me carcomía poco a poco.
—No ha habido ningún encuentro —sentencié, tajante.
Sorpresa y confusión se extendieron por los rostros de las jóvenes que me rodeaban hasta que sus miradas resplandecieron con un brillo depredador, deseosas de emplear esa información en su propio provecho.
Ilze separó los labios.
—Oh...
Sabiendo que la situación no haría más que empeorar, opté por la única vía que me quedaba. Arrastré con fuerza la silla por el suelo de la terraza, arrancándole un molesto chirrido; me puse en pie con dignidad y alcé la barbilla, procurando mirar a todas y cada una de ellas a los ojos para hacerles saber que no me importaba lo más mínimo que Vova no hubiera querido pasar un tiempo a solas conmigo.
—Debo retirarme —anuncié con firmeza.
Aparté las faldas de mi vestido con aire dramático y di media vuelta, abandonando el lugar sin echar una última mirada a las presentes. El rostro continuaba ardiéndome mientras me alejaba por el pasillo, sin seguir una dirección predefinida; recorrí pasillos a ciegas, sin importarme a dónde iba. Cuando me cruzaba con cualquier persona, bajaba la mirada con la intención de pasar desapercibida.
Sabiendo que tarde o temprano alguien me reconocería, giré en la siguiente bifurcación y me abalancé a ciegas hacia la primera puerta que llenó mi campo de visión. El picaporte cedió bajo el peso de mi mano y yo empujé la hoja, agradecida por aquel pequeño golpe de suerte; me deslicé al otro lado...
Y me quedé boquiabierta al descubrir las paredes cubiertas por altos estantes labrados en madera oscura. Hileras e hileras de libros se apilaban sobre las baldas en una explosión de colores que me hicieron pestañear de asombro; al fondo descubrí una enorme chimenea apagada con rostros grabados en la parte superior. Los halos que rodeaban sus cabezas fueron más que suficientes para descubrir que se trataban de algunos Santos.
No era la primera vez que ponía un pie dentro de una biblioteca, pues Marusya ocasionalmente se encerraba en la que poseía su hogar... siempre que la asaltaba algún berrinche y disfrutaba del placer que le producía lanzar los volúmenes que su padre atesoraba en aquella habitación contra las paredes y las puertas. Sin embargo, aquella sala era mucho más majestuosa y amplia que la biblioteca privada de los Arbátova; además, parecía estar mucho más cuidada y sin rastros de la furia descontrolada de alguna adolescente caprichosa y malcriada.
Me adentré con timidez en aquel espacio, sintiéndome como una intrusa. Mis padres se habían esforzado en enseñarme a leer y escribir, sabedores del poder que tenían las palabras, en especial con la magia; mis rudimentarias habilidades me permitieron descubrir que se encontraban distribuidos por temática. No era capaz de concentrarme en un solo punto del entorno, ya que estaba ávida por conocer más de aquel emblemático lugar con el que había tropezado casi por casualidad.
Mis pies se movieron con absoluta libertad, internándome en aquel laberinto de antiguos volúmenes. Una pregunta empezó a formarse dentro de mi cabeza, provocándome un pellizco de dolor en el pecho: ¿habría guardado para sí el Otkaja viejos libros de mis antepasados? Su orden de acabar con nosotros trajo consigo muerte y muchísima destrucción. El temor a que nuestra magia pudiera alzarse contra ellos por lo que nos habían hecho —lo que continuaban haciéndonos— hizo que el Otkaja diera bandera blanca a sus hombres para que se deshicieran de nuestras pertenencias.
Pequeñas aldeas fundadas por brujos fueron arrasadas tras haber asesinado con brutalidad a sus habitantes, quienes pidieron misericordia y procuraron no emplear su magia hasta que no tuvieron otra opción. Hasta que no comprendieron que era su vida... o la de los soldados que tenían órdenes de no mostrar piedad.
Zakovek fue purgado con fuego y sangre.
Pero ¿realmente se habría destruido todo? Tenía mis dudas al respecto: el Qehrîn sabía cómo hacer sufrir a un brujo hasta su muerte; yo misma había sido testigo de la brutalidad de aquella criatura salida de mis peores pesadillas, cuando marcó con hierro el pecho de aquel prisionero delante de la multitud.
El símbolo que había dejado sobre su piel no era algo de dominio público y, antes de que las cosas se torcieran, tampoco se había compartido esa información con alguien que no poseyera magia corriendo por sus venas.
Un brujo jamás traicionaría a los suyos, se llevaría todos nuestros secretos a la tumba antes de vendernos.
O eso quería creer.
Alcé la mano tímidamente y acaricié los lomos de la hilera de libros que quedaba a la altura de mi hombro. En las esquinas de cada estantería se erigía una escalera móvil que se deslizaba por el suelo para poder llegar hasta los últimos baldes que se encontraban en la parte superior, de difícil acceso. La idea de que el Otkaja hubiera escondido objetos que nos pertenecían no dejaba de rondar mi mente... ¿Habría alguno de ellos en aquella biblioteca? No sabía si era una sala de acceso público o, por el contrario, me había colado en una zona prohibida para aquéllos que no formábamos parte de la familia real. De todos modos, supuse que el Otkaja era lo suficientemente inteligente para mantener en secreto —si mis teorías eran acertadas— su botín y que aquella biblioteca no era el sitio idóneo.
No había volúmenes que hablaran sobre magia propiamente dicha, pero sí que había algunos que la mencionaban y que narraban el transcurso de la historia de Zakovek. Me quedé detenida frente a la estantería destinada a aquellos libros, observando las hileras de coloridos lomos que aguardaban frente a mí; ninguno de ellos contenía los viejos cuentos que mi madre me contaba de niña, los mitos que había escuchado de su propia madre y que habían ido pasando de generación en generación.
El sonido del picaporte me rescató de mis recuerdos infantiles e hizo que mis músculos se agarrotaran ante mi inminente descubrimiento. Mis zapatillas parecían haberse fundido con el suelo, dejándome clavada y sin oportunidad de huida; un molesto pitido empezó a formarse en mis oídos y noté agitarse la magia en mi interior, fluctuando con nerviosismo.
Fuera quien fuera la persona que estaba a punto de entrar... Siempre podía fingir un inocente desconcierto, alegando que estaba perdida debido a que aún no conocía íntimamente aquella área del palacio y rezar para que los Santos decidieran echarme una pequeña mano, salvándome del desastre.
Se me escapó un indigno sonido de sorpresa cuando el recién llegado se quedó paralizado a medio paso, quedándose en el umbral. Los ojos de Ilya se abrieron de par en par al descubrirme allí detenida, con una expresión de absoluto terror; durante unos eternos segundos ninguno de los dos fue capaz de pronunciar palabra, limitándonos a observarnos el uno al otro.
—Malysheva —balbuceó mi nombre.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo al escucharle pronunciar lo único que se me había permitido mantener en aquella mentira y me devolvió el control sobre mis extremidades. Me apresuré a inclinarme en una torpe reverencia y maldije para mis adentros por semejante descoordinación.
—Disculpadme —la lengua se me trabó a causa de no saber qué decir—. Todavía no estoy acostumbrada... Los pasillos me parecen todos iguales y...
Me refrené antes de seguir hundiéndome en el barro. Ilya pestañeó un par de veces, saliendo de su propio estupor; terminó de entrar en la biblioteca y cerró con suavidad la puerta a su espalda sin quitarme la vista de encima. ¿Por qué mis manos empezaban a temblar? ¿A qué venía ese nudo en la boca del estómago...?
—No os justifiquéis, por favor: tenéis total libertad para moveros por esta zona de palacio —su voz sonaba mucho más firme que la mía—. Sois nuestra invitada, Malysheva.
«Bueno, no por mucho tiempo más», pensé con desánimo. Supuse que tarde o temprano me darían la triste noticia de nuestra inminente marcha de palacio, quizá por medio del mismo mayordomo que nos había recibido. ¿Estaría Ilya al tanto de los planes de Vova? ¿Su primo le habría contado algo, por mínimo que fuera, sobre lo que tenía en mente?
Las mejillas volvieron a arderme al caer en la cuenta de que me había quedado en silencio.
—Gracias, mi señor —me apresuré a contestar.
El calor que sentía en el rostro pareció aumentar cuando vi que Ilya me miraba fijamente con una expresión que parecía ser de disculpa. Por los Santos, ¿y si lo sabía...? ¿Y si estaba al corriente que era la próxima en irse a casa?
—Me siento culpable, Malysheva —sus palabras no hicieron más que hacer crecer la agitación de mi estómago—. Debido a mis responsabilidades no he podido saber nada sobre vuestro estado... —las alarmas saltaron dentro de mi cabeza—. Tras la caída, quiero decir.
Una oleada de alivio se extendió por todo mi cuerpo al comprender a que estaba refiriéndose a ese vergonzoso episodio donde mi imaginación me había jugado malas pasadas y mi pie había resbalado de esa maldita rama de árbol.
Procuré esbozar una media sonrisa y separé los brazos de mis costados.
—Como podéis comprobar todo quedó en un susto —repuse, quitándole hierro al asunto.
Las secuelas se habían desvanecido, gracias en gran medida a los conocimientos de remedios que poseían mis doncellas. Polina había sido de lo más solícita cuando descubrió la molestia de mi tobillo; había tenido que mentirle, en vez de confesarle que había caído indignamente sobre el regazo de uno de los sobrinos del Otkaja, provocando que Ilya resbalara de su montura y se precipitara al suelo conmigo todavía encima.
Los labios del susodicho se estiraron.
—Doy gracias a los Santos por ello —dijo y luego se aclaró la garganta, como si sus anteriores palabras no hubieran sido apropiadas—. Habéis dicho que os encontráis perdida...
Fingí pasar por alto su deliberado cambio de tema y asentí, con un gesto algo apurado por mi nulo sentido de la orientación, agradecida de que no hubiera insistido más en conocer el alcance final de mi caída, si debería haber hecho llamar a los sanadores para que me echaran un vistazo.
—Me dirigía a mis aposentos y creí estar siguiendo la dirección correcta, ya que todos los pasillos me resultan prácticamente idénticos... —traté de explicarle, haciendo aspavientos con las manos—. Pero es evidente que no conseguí mi propósito.
La sonrisa de Ilya se hizo más amplia al escuchar mis patéticas justificaciones.
—Como bien habéis apuntado, es difícil orientarse en palacio si uno no lo conoce bien —coincidió conmigo, antes de ofrecerme el brazo—. Permitidme que os muestre el camino que os conducirá hasta ellos.
Tras unos segundos de indecisión, y temiendo ofenderle si rechazaba su generosa invitación, crucé la distancia que nos separaba y entrelacé mi brazo con el suyo. Aquel contacto me produjo un leve escalofrío que traté de disimular.
—Tenéis una colección bastante completa —comenté, echando un último vistazo a la biblioteca.
—Algunos de mis antepasados eran auténticos eruditos —contestó Ilya, abriendo la puerta—. Este es su legado, que no hemos sabido aprovechar del todo.
Su comentario final hizo que le dirigiera una mirada suspicaz. El joven había sonado algo crítico al mencionar que ese pequeño tesoro estaba siendo desaprovechado por su tío... ¿Estaba insinuando que no estaba conforme con la decisión que tomó, la de ordenar la masacre que casi acabó con mi gente? ¿Que no compartía aquel baño de sangre?
Me tragué aquellas preguntas y dejé que me sacara de la habitación. Mis dedos se retorcieron ante la posibilidad de un casual encuentro con Svetlana o alguna de las jóvenes de la terraza; quizá ya habrían corrido la voz sobre el hecho de que era la única de las chicas que quedaban en palacio que no había tenido su propio encuentro a solas con el Dragmar.
Apenas presté atención al recorrido junto a Ilya, preocupada como estaba por el hecho de que Feodora estaría rabiosa a mi regreso, después de que su círculo de amistades dentro de palacio la bombardearan a preguntas sobre qué había podido suceder para que mi invitación nunca hubiera llegado.
«Estúpido y pretencioso Vova...»
Tropecé conmigo misma cuando noté que Ilya se detenía a mi lado. El pasillo en el que nos habíamos detenido me resultaba familiar, pues era el mismo donde había visto por primera vez a Svetlana tras su encuentro con el Dragmar, compartiendo la primicia a sus amigas.
—¿Puedo saber por qué...?
Mi pregunta quedó ahogada cuando escuché los resuellos de alguien acercándose a nosotros. Uno de los mayordomos de la familia real se acercaba a nosotros desde el otro extremo del corredor, con el rostro ligeramente arrebolado y sudoroso; mi corazón se aceleró al distinguir la familiar bandeja plateada entre sus manos, con un pulcro y discreto papel doblado sobre su superficie.
—¡Báryshnya Vavilova! —jadeó el hombre, con la respiración agitada—. Un mensaje. Del Dragmar.
Con las manos temblorosas, tomé el trozo plegado ante la atenta mirada del hombre e Ilya, que continuaba a mi lado. Podía sentir sus ojos clavados en mi perfil con demasiada intensidad, acrecentando la bola de nervios que había empezado a retorcerse en mi estómago.
El sello de cera con el escudo real se desprendió con pasmosa facilidad bajo mis inquietos dedos, dejando las líneas garabateadas de Vova al aire.
* * *
¿Qué será, será, será...?
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