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capítulo siete | ★

—Vik, la cabeza más alta.

La voz de mi madre resonó por todo mi cuerpo a pesar de que apenas había sido un susurro. Algunos de mis parientes habían sido llamados a la propiedad que poseía —y pertenecía— a mi familia en Sovnyj después de que recibiéramos, quizá con un par de días de adelanto, la anhelada invitación donde el Otkaja se mostraba profundamente orgulloso de anunciar que había sido elegida para ser parte del nutrido grupo que estaba organizando para que su hijo escogiera esposa.

Todo aquel espectáculo, pues no podía considerarse de otro modo, era debido a los deseos de su esposa: la madre del príncipe heredero había creído divertido que su hijo conociera a un buen número de jovencitas de familias con la intención de que se enamorara de alguna de ellas. La afortunada que se convertiría en su futura reina, una vez ocupara el lugar del Otkaja.

Sin embargo, la pobre reina actual no parecía ser consciente de las maquinaciones de su esposo, quien parecía tener las cosas muy claras respecto a quién debía ser la sustituta de su esposa: alguien que pudiera ser útil a la familia real, aportándole más dinero, poder e influencia.

Como era de esperar, la lista de posibles candidatas a cumplir con aquellos requisitos era corta. Muy corta.

Sentí el dedo de mi madre clavándoseme entre las costillas, advirtiéndome sobre mi postura; eché la cabeza hacia atrás hasta que su uña dejó de presionar mi carne a través de la tela del corpiño que llevaba. Desde niña había sido lanzada a los brazos de las más estrictas institutrices y severos profesores; todo el mundo conocía el alcance de nuestra familia, el atractivo que despertábamos... en especial cuando mi madre me dio a luz a mí. Una mujer.

Pese a lo que podría haber sucedido, como en el seno de otras familias nobles, mi padre no pareció decepcionado de que su primer vástago fuera una niña; era su heredera y, por tanto, debía estar a la altura de las circunstancias, lo que llevó a una cuidada y muy preparada educación a manos de los mejores del país. Al ir creciendo, abriendo los ojos sobre el mundo que me rodeaba, las intrigas que existían en las sombras, escondidas tras sonrisas falsas y brindis en exclusivas fiestas reservadas a las familias más influyentes dentro de Sovnyj, e incluso Zakovek, me pregunté si mi padre no habría previsto lo útil que resultaría para sus propios planes el hecho de que hubiera nacido mujer, en vez de hombre.

—He ordenado que te hagan un guardarropa nuevo —murmuró mi madre, cuya afilada mirada se encontraba en el pequeño grupo que formaban algunas de mis tías; gruñó al ver cómo una de ellas derramaba sin querer parte de su sbiten—. Sigo sin estar de acuerdo con la decisión de tu padre de traerlos aquí...

Presioné mis labios para que no formaran la sonrisa que amenazaba con escapárseme. Mi padre había creído conveniente que, ya que había sido una de las elegidas en la competición por la mano del Dragmar, además de la favorita, teníamos que mostrar un frente unido al resto de la corte. En especial cuando tuviéramos que trasladarnos al palacio.

Lo que incluía traer a parte de nuestra generosa familia de casi todos los rincones de Zakovek.

—Soy una de las elegidas, madre —dije con calma—. Padre nunca perdería la oportunidad de demostrar lo lejos que hemos llegado.

Una de las cejas de mi madre se alzó mientras continuábamos con aquel fingido paseo por los jardines de nuestro hogar. El resto del servicio se encontraba sumamente atareado por empaquetar todas las pertenencias que pudiéramos necesitar una vez nos marcháramos; mis primos más pequeños se divertían corriendo de un lado a otro mientras sus niñeras vigilaban cada uno de sus movimientos.

Quizá por eso mi madre se encontraba tan alterada y justificaba que volcara toda su inquietud contenida en mí mediante aquellas absurdas órdenes sobre cómo debía comportarme o corrigiendo mi postura.

—¿Una de las elegidas, Vik? —repitió mi madre, casi burlona—. Eres la elegida.

En aquella ocasión no pude contener la sonrisa que presionaba mis comisuras. Mi padre siempre había sido un hábil negociador, y así lo había demostrado cuando, al escuchar los rumores que corrían sobre las intenciones que guardaba el Otkaja, había pedido una audiencia privada donde había convencido al hombre de lo beneficioso que podría resultar escogerme a mí como esposa de su hijo.

Un secreto que corrió como la pólvora cuando llegaron las primeras murmuraciones sobre la masiva llamada de jóvenes a palacio para que el Dragmar encontrara una futura reina a su altura.

—Eso si el Dragmar decide elegirme —respondí con fingida humildad.

No pude evitar cuestionarme qué sucedería si la atención de nuestro querido —y valioso— príncipe se desviaba hacia cualquier otro objetivo. El Otkaja había asegurado a mi padre un compromiso con nuestra familia, conmigo, pero aquel espectáculo que habían organizado estaba destinado a que el primogénito escogiera esposa por sí mismo. ¿Obligarían al Dragmar a aceptar un acuerdo que habían alcanzado a sus espaldas? ¿Aceptarían su decisión, arriesgándose a convertirnos en sus enemigos por aquel flagrante incumplimiento de lo acordado?

Mi madre me dio una palmadita en la muñeca.

—El Dragmar no podrá resistirse a ti, Vik —me aseguró.


Madre dispuso que viajáramos hasta la sastrería de madame Ludovica en dos de nuestros carruajes. Varias de mis tías habían insistido en acompañarnos, alegando que aprovecharían la visita para encargar algunas prendas que llevar a la corte, y mi madre se había negado tajantemente a que ocuparan el mismo que nosotras dos; en aquellos instantes nos encontrábamos traqueteando por las empedradas calles de la ciudad, en dirección al boulevard de Santa Izabel, donde se congregaban los mejores locales para las familias más adineradas.

Retiré un poco la cortina de mi ventana para contemplar el paisaje. Las calles estaban limpias y tranquilas después de aquella macabra reunión en la plaza de la Victoria, situada a pocos metros de donde estábamos, donde habían llevado a varios brujos para ser ajusticiados y condenados a muerte frente a una nutrida multitud; los sirvientes cargaban con las pesadas bolsas y cajas de sus señores mientras éstos se distraían en los escaparates o charlando con conocidos en mitad de la calle.

Apostaba que la mayoría de ellos conversaba sobre el anuncio del Otkaja sobre la cercanía del compromiso de su hijo.

—Toda la ciudad se hace eco de lo evidente, Vik —dijo mi madre al descubrirme asomada a la ventana del carruaje.

Las exclusivas invitaciones habían sido enviadas a sus destinatarias, distribuyéndose a lo largo y ancho de Zakovek. Muchas de las elegidas ya habrían abandonado sus hogares, en lugares recónditos y perdidos de la mano de los Santos y Dios, para llegar lo antes posible a Sovnyj, como si aquello les brindara una ligera ventaja ante el resto de sus competidoras.

«Campesinas —pensé con desagrado—. Burdas campesinas que han tenido la suerte de que sus familias hayan conseguido prosperar lo suficiente para ser tomadas en cuenta...»

Estaba segura que ninguna de ellas, a excepción de las viejas conocidas con las que me reencontraría en la corte, contaba con la preparación suficiente —y necesaria— que requeriría convertirse en la prometida del Dragmar.

Contuve un bufido desdeñoso: era posible que no estuvieran a mi altura, pero no por ello debía perderlas de vista. Los gustos del príncipe respecto a las mujeres podían ser toda una incógnita... y podían incluir perfectamente analfabetas que nunca habían puesto un pie en la capital, siendo lo más lejos que habían llegado a los límites de sus extensas propiedades de campo.

El carruaje dio una leve sacudida cuando alcanzamos nuestro destino y la puerta se abrió para que bajásemos. Por el rabillo del ojo vi a mis tías descendiendo de su propio vehículo, agitando las faldas y recolocando los absurdos tocados que llevaban en la cabeza; mi madre aspiró por la nariz y compuso una sonrisa amable mientras pedía a nuestras familiares que fueran pasando al interior de la lujosa sastrería.

Madame Ludovica ya que se encontraba en mitad del espacio que ocupaba la parte frontal de la tienda, aguardando nuestra llegada desde que adivinara a quién pertenecían los carruajes que estaban en mitad de uno de los carriles para vehículos del boulevard. Sus empleadas estaban tras los mostradores, igual de serviciales que la propietaria.

Mi madre y yo fuimos las primeras en acercarnos a madame Ludovica. Dejé en manos de mi madre el protocolario beso en la mejilla que compartieron, como si fueran dos viejas amigas, mientras fingía no ser consciente de la atención que suscitábamos en las dos chicas.

—Grafinya Pavlovna —trinó madame Ludovica, encantada—, es un placer y un gran honor verla de nuevo por aquí.

Mi madre hizo que su sonrisa se hiciera un poco más grande, inclinando a su vez la barbilla con aire comedido.

—Sabes que no podría ponerme en otras manos, Ludovica —no se me pasó por alto el hecho de que la tuteara de ese modo, sabiendo que la otra jamás osaría referirse a ella en iguales términos.

Alcé la barbilla de manera automática cuando vi que el cuerpo de mi madre se apartaba, permitiendo que madame Ludovica pudiera verme. Los ojos de la mujer me recorrieron de pies a cabeza con un brillo que delataba la codicia que debía estar sintiendo en aquellos instantes por nuestra visita: todo el mundo sabía que sus creaciones no estaban al alcance de todos los bolsillos... y también sabía que nuestra familia era más que generosa cuando acudíamos a ella.

Aquel día iba a amasar una buena fortuna, todos éramos conscientes de ello.

El brazo de mi madre se extendió en mi dirección, confirmando cualquier duda que pudiera quedar en el aire sobre por qué estábamos allí.

—Mi hija y mis cuñadas están interesadas en aumentar su guardarropa —dijo significativamente.

No era ningún secreto el motivo de aquellas compras y, a juzgar por la sonrisa que curvó los labios de madame Ludovica, no hizo falta que añadiéramos más: las prendas que encargáramos serían para llamar la atención del Dragmar.

—Oh, no sois la primera que ha acudido a mí con tales predisposiciones, báryshnya Pavlovna —canturreó la propietaria—: ahora mismo estamos atendiendo a otra chica con el mismo motivo.

Me tensé de manera inconsciente al conocer que había alguien más, otra elegida, en aquel preciso momento añadiendo atuendos a su vestuario para cuando estuviera en la corte. Procuré que mi fachada amable y tímida no se moviera ni un ápice de mis facciones, aunque por dentro estuviera hirviendo de rabia e indignación por tan mala noticia. En mi mente empecé a barajar posibilidades sobre la elegida que estaba en la parte trasera de la tienda, siendo atendida. ¿Podría ser Torquila? Pese a ser de origen noble, su familia no parecía estar pasando por buenos momentos debido a la generosidad de su padre; la despaché de mi lista. ¿Y qué había de Clemeride? Ella sí podía costearse un añadido a su guardarropa, y sabía de primera mano lo impaciente y deseosa que se encontraba por aquella oportunidad. Sería fácil fingir que su cuantioso pedido —pues no dudaba que lo sería— se extraviara a causa de un error cometido por alguna de sus empleadas.

¿Sería Marusya, la hija de los Arbátova? La conocía lo suficiente para saber que se habría salido con la suya con uno de sus habituales berrinches... y que sus padres, aunque no lo admitieran en voz alta, estaban deseosos por casarla lo antes posible, dada su naturaleza caprichosa y fácilmente irritable.

—¿Báryshnya...? —la tímida llamada de una de las empleadas hizo que regresara al presente.

Las cortinas que conducían a la parte trasera del establecimiento estaban corridas, listas para que cruzara por ellas. Me dirigí hacia allí con la espalda recta y los ojos clavados en el frente, sin entretenerme en nada más que mi objetivo; mi madre no tardó en seguirme, además de mis tías.

Madame Ludovica bajó la cabeza en una señal de respeto cuando pasé a su lado, atravesando el umbral.

Fruncí la nariz al escuchar un coro de voces en una de las esquinas preparadas para atender a las clientas. No pude evitar que mi mirada se desviara hacia el foco de aquellos sonidos; mi madre también cayó ante la curiosidad de conocer la identidad de las personas que se encontraban allí, comprando prendas para la corte.

Una chica de más o menos mi edad estaba subida ante un pequeño bloque de madera en ropa interior, con los brazos extendidos para que otras dos chicas pudieran tomar sus medidas con facilidad. Su piel pálida estaba ligeramente coloreada en las mejillas a causa del apuro que debía causarle estar con tan poca ropa, permitiendo que manos ajenas pasearan con libertad por su cuerpo; sus ojos verdeazulados no podían mantenerse quietos y su cabello rojizo caía en ondas hasta alcanzar la parte baja de su espalda.

Cuando nuestras miradas se encontraron, estuvo cerca de caerse del bloque.

Una mujer salió de la nada, ayudándola a mantener el equilibrio, exhortándola por su torpeza antes de darse cuenta de cuál había sido el motivo por el que la joven había estado a punto de acabar en el suelo; su cabello era de una tonalidad que se acercaba más al castaño que al rojizo, compartía la piel pálida con la chica... pero sus ojos eran de un eléctrico tono azul.

Supuse que se trataba de madre e hija, a juzgar por algunos rasgos que compartían.

Las empleadas que madame Ludovica que se encontraban atendiendo a la más joven bajaron la cabeza en señal de sumisión, pero no así las otras.

—Ah, permitidme que haga las presentaciones, Grafinya —intervino la propia madame Ludovica—: Ella es la baronesa Vavilova, y su hija. De Sigorsky —añadió un instante después.

Tal y como había supuesto antes, las invitaciones del Otkaja habían viajado a todos los rincones de Zakovek, incluyendo los más recónditos.

Apreté los labios para contener la sonrisa que pugnaba por salir. «Es una simple campesina...»

Cuando llegó el turno de anunciarnos, las dos bajaron la cabeza en señal de deferencia hacia nuestra posición, mayor que la suya. Ladeé la cabeza, incapaz de apartar la mirada de la más joven; había algo en ella que me resultaba inquietantemente familiar.

Como si aquella no fuera la primera vez que nos viéramos.

* * *

¿Había dicho ya que habría algunos POVs más que Malya?

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