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capítulo once | ★

Debido a que madame Ludovica se encontraba demasiado atareada con la confección de nuestros nuevos guardarropas, Feodora tuvo que escoger otra modista que pudiera hacerse cargo de nuestros vestidos para la exclusiva fiesta de los Pavlovna. Eso se tradujo a otra excursión familiar por las lujosas calles del barrio de la capital; en aquella ocasión con la presencia de Yegor en su papel de barón.

Un nuevo carruaje nos esperaba en la calzada aquella misma mañana, después de que Feodora hubiera dado las órdenes pertinentes al servicio. Me apretujé en uno de los bancos acolchados, procurando poner la máxima distancia física posible entre el cuerpo de Varlam y el mío; Yegor y Feodora ocuparon el banco que había frente al nuestro sin mostrar las mismas cautelas que yo con mi compañero de asiento, quien no dijo ni una sola palabra al respecto sobre el visible y marcado espacio que mantenía entre los dos.

Pese a la ayuda que estaba brindándome para que aprendiera a controlar mi magia, dejando que vagara con libertad por mis venas, una parte de mí recelaba de sus intenciones. Posiblemente por el mero hecho de que colaboraba sin subterfugios de por medio con aquellos brujos que habían secuestrado a mis padres para obligarme a espiar para ellos al propio Dragmar.

—Los rumores sobre las elegidas han empezado a correr como la espuma —estaba diciendo Feodora, ajustando los guantes a sus muñecas—. Incluso se han hecho las primeras apuestas...

Enarqué una ceja, llena de escepticismo.

—Pensaba que todo este asunto se trataba de algo confidencial —comenté en tono apático.

Sin embargo, la experiencia había acabado demostrándome que la futura selección de prometida del Dragmar no estaba manteniéndose en privado: la propia Viktoriya había sido la primera en demostrar que estaba al tanto de los detalles de lo que sucedería... y luego empezaron los rumores sobre su ya sentenciada victoria sobre el resto de las escogidas por el Otkaja.

Era evidente que las filtraciones que estaban teniendo lugar sobre el acontecimiento eran un movimiento perfectamente calculado.

Feodora me dedicó una media sonrisa.

—En apariencia se trata de un asunto confidencial —corroboró—, pero resulta mucho más atractivo para las masas que se cuelen algunos detalles.

Yegor se echó a reír entre dientes.

—El Otkaja sabe que todo este tema puede resultarle muy beneficioso —añadió—. ¿Quién crees que es el que permite que se corran los rumores sobre las escogidas...?

Tenía sentido: nuestro monarca podía acceder con facilidad a toda la información sobre las chicas a las que había elegido para que su hijo escogiera entre nosotras.

Aunque no era el único, me di cuenta un instante después.

—¿Es posible que el conde pueda estar detrás? —pregunté.

No en vano el padre de Viktoriya estaba demasiado cerca del Otkaja, pudiendo obtener datos que luego hacer correr de boca en boca por la ciudad, haciendo que se convirtieran en rumores que rápidamente se propagarían.

—El conde guardaría la información para sí mismo —habló entonces Varlam desde su parte del asiento—. No en vano puede darle ventaja para que su hija no tenga una posible rival en el camino para convertirse en prometida del Dragmar.

Me pregunté qué tipo de información estaba circulando sobre nosotras, además de las apuestas que habían empezado a hacerse. Decidí abandonar ese tema y apoyé la mejilla sobre el cristal del carruaje, distrayéndome con el paisaje que había al otro lado de la ventanilla.

Apenas quedaban unos días para la dichosa fiesta —y la prueba que se escondía detrás de aquella elaborada excusa—. Después abandonaríamos la casa de la ciudad para instalarnos en el castillo, junto a las otras chicas; por el momento había logrado desenvolverme con cierta facilidad en aquel mundo del que solamente había sido una muda testigo, pero el miedo a fallar se agazapaba en el fondo de mi estómago al pensar en la multitud de errores que podía cometer.

Y no solamente hablaba de hacer que descubrieran nuestra farsa, sino de delatar nuestra verdadera naturaleza.

Yo no poseía la experiencia que ellos con el manejo de la magia. Mi familia se había preocupado de hacerme apagar mi poder, de hacer que lo escondiera en lo más recóndito de mi ser; ahora que había empezado a explorar mi magia, a conocer sus límites y su alcance... Tenía miedo de no ser capaz de controlarla, de no ser capaz de manejarla.

Aquella primera lección con Varlam en mi dormitorio... había sido un pequeño acercamiento a ella, pero no me brindaba todo lo que necesitaba para estar a la misma altura que ellos, cuya experiencia y años de entrenamiento me sacaban años de ventaja que no podría llenar con aquellos pocos días que restaban hasta nuestro viaje al palacio. Mis conocimientos sobre los taumatúrgicos eran escasos, aunque estaba al tanto del desbordante poder que atesoraban; lo peligroso que resultaban si no poseían el entrenamiento adecuado.

Y los pocos que quedaban.

Nicephorus nos obligaría a meternos en la boca del lobo, arriesgándose a que se destapara que éramos brujos... y que no habíamos sido aniquilados. La boca se me llenó de bilis al recordar aquel grotesco espectáculo de la plaza, donde varios de los nuestros fueron mostrados ante una sedienta multitud como si fueran simples animales; el Qehrîn no había tenido piedad con ninguno de ellos: los marcó con aquel símbolo de hierro para luego ejecutarlos frente a su público.

No quería ni imaginar lo que podrían hacernos a nosotros si alguien nos descubría.

Mi cuerpo se sobresaltó cuando noté un peso sobre mi pierna, aplastando la falda del vestido que mis doncellas habían escogido aquella mañana. Bajé la mirada hacia la mano que Varlam y luego la desvié hacia su rostro con una expresión casi asesina; los ojos de distinto color del chico relucieron perversamente al comprender que tenía la mente en otra parte.

—Hemos llegado, hermanita —mis dientes crujieron cuando oí cómo hacía hincapié en aquel maldito término con el que solía referirse a mí.

Yegor fue el primero en abandonar en carruaje, teniendo una mano hacia Feodora para que lo siguiera al exterior.

Mi mano salió disparada hacia el abrigo negro que Varlam llevaba, aferrándole por la tela y reteniéndole en el interior del vehículo antes de que pudiera poner un pie fuera de él. Giró el cuello con un gesto curioso, quizá levemente sorprendido por aquel arranque por mi parte.

—Vuelve a llamarme de ese modo y te juro que no invocaré un grillete la próxima vez —le amenacé abiertamente.

Lo único que conseguí a modo de respuesta fue otra de sus irritantes sonrisas cargadas de retorcida diversión.


Un suspiro de alivio se escapó de mis labios cuando la puerta del dormitorio se cerró a mi espalda; sin embargo, mi alivio no duró mucho más, ya que no me encontraba sola: mis tres solícitas doncellas me esperaban en mitad de la habitación, formando una pulcra y silenciosa fila.

El cansancio se aferraba a mis músculos después de que Feodora nos hubiera arrastrado a todos de un lado a otro, recorriendo la multitud de modistas y sastres que se encargaban de diseñar los más llamativos y lujosos atuendos de todo Sovnyj; tras escoger la mejor opción, una mujer regordeta llamada madame Vlamiria, tuve que pasar de nuevo por el tedioso momento de permitir que me tomaran las medidas pertinentes y fuera sometida a un exhaustivo interrogatorio sobre el vestido.

Yegor se marchó apresuradamente después de que tomaran las suyas, alegando querer conocer las costumbres que imperaban en Sovnyj. No se me pasó por alto la mirada de circunstancias que Feodora y él cruzaron mientras continuaban con la pantomima de su imagen de perfecto y cariñoso matrimonio.

Lera fue la primera en abandonar la fila, acercándose a mí con cautela.

—Báryshnya Vavilova —me saludó, inclinando la cabeza.

El silencio que vino a continuación fue elocuente, a juzgar por las miradas de las tres.

Las sienes me palpitaban con furia después de aquella salida que habíamos realizado, dejándonos ver y haciendo que los cuchicheos se levantaran a nuestro paso; no en vano yo era una de las elegidas, venida desde uno de los lugares más recónditos de nuestro país. Había podido sentir las miradas clavadas en mí desde que hubiésemos bajado del carruaje y Varlam me hubiera ofrecido amablemente su brazo para empezar con la búsqueda de un modista a la altura de las circunstancias.

El miedo a fallar y a exponernos a todos se había instalado en el fondo de mi estómago como una pesada bola de hierro.

Ahora que estaba a solas, lejos de la atención que suscitábamos, parte de la tensión que me había acompañado a lo largo del día se esfumó.

—Necesito algo para distraerme —dije, mirando a mis tres doncellas—. Jugad conmigo a las cartas.

Las chicas se miraron entre ellas, evidentemente confundidas por mi extraña petición. Ksenya fue la primera en salir de aquel estupor momentáneo, doblándose por la cintura y murmurando una disculpa para poder ir a buscar una baraja; Polina y Lera se apresuraron a acomodar uno de los rincones del dormitorio para que pudiésemos jugar, pidiéndome después que ocupara mi asiento.

Unos minutos después, tras el regreso de Ksenya, todas nos habíamos acomodado alrededor de nuestra mesa de juego, listas para dar comienzo.

—¿Qué tal si jugamos a Las Tres Coronas? —propuse.

Era un juego bastante popular, al menos entre las clases más humildes. Mientras estaba al servicio de los Arbátova, había compartido partidas y partidas junto al resto de personal de la mansión; mis tres doncellas pestañearon con idénticas expresiones de perplejidad, asombradas por el hecho de que conociera ese juego en concreto.

La baraja se dividía en distintos palos que se numeraban del uno al diez: espadas, escudos, torres y coronas. A los jugadores se les repartía ocho cartas, dejando el resto en un montón a parte a modo de reserva; la dinámica del juego consistía en deshacerse de las cartas que te tocaban de mano y lograr, al menos, tres cartas del palo de las coronas para poder ganar.

Al ver que ninguna de mis doncellas se oponía, bien por miedo, bien por sorpresa, tomé de la mesa el taco de cartas y empecé a entremezclarlas para después repartirlas entre nosotras cuatro, dejando el remanente en una esquina de la mesa.

—Muy bien, señoritas —dije con una media sonrisa—: juguemos a Las Tres Coronas.


Lancé hacia la mesa lo que quedaba de mi mano en la última partida, después de que Lera hubiera anunciado con voz cantarina que había ganado, mostrándonos tres cartas con una corona dorada plasmada. Polina y Ksenya refunfuñaron su disconformidad ante la derrota mientras yo sonreía, divertida por sus quejas y por el modo en que la ganadora fingía no escucharlas.

Luego fui consciente de que no sabía cuánto tiempo había pasado desde que les ofreciera jugar conmigo, buscando una distracción. Nadie había llamado a la puerta, interrumpiéndonos, por lo que ninguna de nosotras nos habíamos preocupado por otra cosa que derrotar a nuestros oponentes; tras un par de partidas, mis doncellas se habían relajado lo suficiente para hablar sobre ellas mismas, permitiéndome conocerlas un poco mejor.

Polina provenía de un pequeño pueblecito a un par de días de distancia que se llamaba Vstimiya. Su sueño desde niña fue convertirse en una actriz de renombre, aunque nunca encontró apoyo en su familia; al cumplir los catorce años, recogió todas sus pertenencias y se marchó rumbo a la capital. Tuvo la suerte de toparse con el dueño de un pequeño teatro, que le ofreció un hueco entre su plantilla, y creyó estar en el camino de cumplir, por fin, su sueño... hasta que las deudas que el dueño del teatro le obligaron a cerrarlo para intentar encontrar liquidez para sus acreedores. La buena fortuna de Polina se evaporó de la noche a la mañana, obligándola a abandonar su sueño y optando por encontrar un trabajo un poco más estable. Fue una tal madame Nevrisk quien la postuló a este puesto de trabajo.

Lera, por el contrario, era oriunda de Sovnyj. Su familia vivía a un par de manzanas de donde se encontraba mi antiguo hogar: su padre trabajaba en una zapatería; su madre, debido a un accidente, permanecía en casa y su hermana menor aún continuaba estudiando. Lera había trabajado para otras familias de clase media, esforzándose para ayudar a mantener la economía de su propia familia y conseguir contactos suficientes para echar una mano a su hermana cuando terminara sus estudios y tuviera que encontrar un puesto de trabajo.

Ksenya poco dijo sobre su pasado: era huérfana. El orfanato donde vivía solamente podía acogerla hasta los dieciséis, por lo que pronto tuvo que encontrar un puesto de trabajo que le permitiera ahorrar para cuando llegara el momento de marcharse; cuando madame Nevrisk, la misma que había encontrado a Polina, le ofreció aquel puesto de trabajo, Ksenya no dudó un segundo en aceptarlo.

—¡Oh, cielos, es demasiado tarde! —exclamó entonces Lera, rompiendo mi burbuja de pensamientos y devolviéndonos a todas a la realidad.

Todas miramos hacia el ventanal del dormitorio: el sol ya estaba escondiéndose, haciendo que su luz anaranjada lo cubriera todo. Muy pronto desaparecería, obligando a los responsables de encender los candiles que se distribuían a lo largo de la calle, haciendo que estuviera iluminada a lo largo de la noche.

Mis doncellas se incorporaron a la par, poniendo fin al momento que habíamos compartido mientras jugábamos a las cartas. Ksenya se apresuró a recoger la baraja y las cartas desperdigadas mientras Polina y Lera anunciaban que iban a prepararme un baño, dirigiéndose hacia la puerta que conducía hacia mi aseo personal.

Al final terminé por seguir a mis dos doncellas al baño, sintiéndome un tanto inútil.

Las horas que debíamos haber pasado jugando a las cartas me habían permitido desconectar y olvidar cómo debía comportarme. Gracias al pesado libro con el que Varlam me había obsequiado pude responder satisfactoriamente algunas de las preguntas sobre Sigorsky, enmendando así los fallos que pude cometer cuando tuve que echar mano de mi propia imaginación.

—El baño está listo —me informó Polina mientras Lera añadía algunos productos al agua.

Todavía un poco apurada por tener que desnudarme delante de ellas, dejé que Ksenya se encargara de los lazos de mi espalda mientras Polina le ayudaba para quitarme el vestido y la ropa interior. Una vez desnuda, me dirigí hacia la enorme bañera de la que brotaban pequeños zarcillos de vapor y de la que se desprendía un agradable aroma floral.

Me sumergí en el interior de la bañera, notando cómo la calidez del agua penetraba hasta mis músculos, relajándolos. Los productos que Lera había agregado hicieron que mi mente pareciera sumirse en un agradable sopor; los párpados empezaron a pesarme y tuve que apoyar la nuca en la toalla doblada que Polina había dejado en el borde para que estuviera cómoda.

Pedí a mis doncellas que me dejaran a solas, disfrutando de aquel breve respiro. Apenas las escuché abandonando el baño, quizá incluso el dormitorio; continuaba adormilada por el olor que inundaba cada palmo del aire, completamente introducida en el agua caliente...

—Demasiado empalagoso para mi gusto.

Mis ojos se abrieron de golpe al escuchar aquella inconfundible voz masculina, descubriendo a un indolente Varlam apoyado sobre el umbral de la puerta del baño, con los brazos cruzados contra el pecho y sus ojos bicolores clavados en mí. Un grito quedó atascado en mi garganta cuando caí en la cuenta de que apenas había espuma para esconder mi cuerpo desnudo de su mirada, sintiendo cómo mi corazón amenazaba con salírseme del pecho; movida como un resorte, me encogí sobre mí misma mientras luchaba contra el bochorno que hacía arder mis mejillas.

—¡Fuera de aquí! —aullé, rodeándome el pecho con mis brazos y pegando mis piernas contra ellos.

Los ojos de Varlam revelaron lo divertido que estaba resultándole aquel incómodo y humillante momento.

—Relájate, Malya —me dijo con tono burlón—: no he apartado la mirada de tu rostro en ningún momento.

Aquello no me produjo ninguna tranquilidad, sino que hizo que mi sonrojo empeorara y me encogiera más, maldiciéndolo en silencio.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —grazné.

Quizá se trataba de otro truco de taumatúrgico. Aún no conocía los límites de nuestra magia, lo que dejaba a mi imaginación bastantes posibilidades sobre cómo el brujo había logrado colarse hasta allí sin llamar la atención de nadie.

La mirada de Varlam volvió a brillar y tuvo la desfachatez de dedicarme una media sonrisa.

—Esto no es cosa de magia, si es lo que estás pensando —me aclaró—. Es cuestión de sigilo.

—¿Qué quieres de mí?

La media sonrisa de Varlam se convirtió en una completa.

—Continuar con nuestras lecciones, por supuesto —respondió, muy pagado de sí mismo.

Tuve que desviar la mirada de su rostro, contemplando mi entorno. Buscando algo con lo que poder cubrir mi desnudez y llevar a cabo mi venganza contra el brujo por haberse burlado de mí.

—¿Vas a quedarte ahí todo el tiempo, mirándome a la cara, o qué? —le gruñí.

Varlam descruzó los brazos para mostrarme las palmas en señal de derrota. Luego me dedicó un guiño de ojo antes de dar media vuelta, regresando al dormitorio y asegurándose de cerrar la puerta a su espalda; me mantuve en la misma posición durante unos segundos más, temiendo que pudiera irrumpir de nuevo.

Cuando estuve segura de que Varlam no trataría de jugármela por segunda vez, abandoné la bañera a toda prisa y tomé la mullida toalla que alguna de mis doncellas había colocado cerca; rodeé mi cuerpo con ella y di una bocanada de aire, tratando de recuperarme de la impresión por aquella desagradable interrupción de mi baño.

Mis dedos se crisparon alrededor de la toalla al caer en la cuenta de que no tenía ninguna prenda con la que sustituir la que rodeaba mi cuerpo en esos instantes; mis doncellas incluso se habían llevado consigo el vestido que había utilizado aquel día.

La indignación trepó por mi garganta, haciendo que mis mejillas volvieran a colorearse ante la idea de salir de allí y regresar al dormitorio, donde me esperaba Varlam. Valoré la idea de acudir a mi magia, pero pronto la deseché: que hubiera logrado invocar un grillete la noche anterior no me aseguraba que, en aquella ocasión, volviera a tener éxito.

Mortificada ante la última salida que me quedaba, me armé de valor para salir del baño, enfrentándome al brujo. Alcé la barbilla cuando puse un pie en el dormitorio, descubriendo a Varlam en el mismo lugar que había ocupado: el asiento que había bajo el ventanal.

La mirada del brujo se deslizó de manera inconsciente por mi cuerpo, descubriéndome vestida con una simple toalla, antes de subir apresuradamente a mi rostro. Su gesto se cerró a cal y canto, quizá avergonzado por el descuido de unos segundos antes; agitó la mano a modo de aspaviento.

—Cámbiate.

No puse objeción alguna.

Sobre la cama me esperaba un vestido mucho más liviano, perfecto para bajar a cenar. Casi lo arranqué de las sábanas mientras deshacía el camino hacia el baño de nuevo y cerraba la puerta con más fuerza de la necesaria; me deshice de la toalla y pasé por mi cabeza el vestido, liso y sin los incómodos lazos para los que necesitaría una ayuda. Antes de salir, acomodé mi cabello húmedo sobre mis hombros.

Varlam continuaba en la misma posición, flexionando los dedos sobre sus rodillas de manera inconsciente. En aquella ocasión sus ojos sí que se clavaron en mi rostro desde un primer momento; luego me hizo un gesto para que me acercara hasta allí.

Volví a ocupar mi sitio en el suelo, frente a él.

—Ayer pasaste la prueba satisfactoriamente —fueron las primeras palabras que me dedicó— y demostraste ser rápida aprendiendo.

Procuré que mi rostro no desvelara la satisfacción que me produjo escuchar aquel halago por su parte. Me acomodé sobre mis piernas y me limité a esperar con cierta expectación lo que tenía preparado para mí; Varlam ladeó la cabeza en actitud reflexiva, haciendo que sus dedos continuaran tamborileando al ritmo que él marcaba.

—Los taumatúrgicos somos raros...

—Lo sé —le interrumpí de manera inconsciente.

Una de las comisuras de la boca de Varlam tembló, aunque no sabía si por molestia debido a mi osadía o por diversión por ver la facilidad que tenía para sacarme de mis casillas.

—Pese a ser capaces de alterar la realidad, existen ciertos límites que nuestra magia no es capaz de sobrepasar —continuó, obviando que yo le hubiera interrumpido.

Mi espalda se irguió ante el rumbo que estaba tomando la conversación, intrigada. El poder de alterar la realidad parecía ser muy extenso, lleno de posibilidades que podían emplearse tanto para hacer el bien... como el mal. Me pregunté hacia qué lado de la balanza se habría inclinado Varlam al hacer uso de su propia magia; estaba aliado con Nicephorus y, aunque no sabía su historia —apenas sabía algo de él—, no parecía seguir al brujo por la fuerza, como era mi caso.

—No podemos invocar elementos, como sucede con los elementaristas —prosiguió Varlam con su lección—. Tampoco podemos abrir portales, como los invocadores. Al contrario que sucede con encantadores e ilusionistas, nuestra magia es corpórea. Y no, no podemos alterar la realidad para hacer cambios relacionados con ciertos aspectos de la vida —hizo una pausa, como si dudara—: la muerte es un estado inmutable.

Me abstuve de preguntar, consciente del titubeo que había advertido en sus palabras.

—El mejor modo de aprender es permitir a uno mismo a explorar su propio potencial —dijo entonces, deteniendo el tamborileo de sus dedos—. Ayer te mostré lo básico para que pudieras acceder a tu poder, a ver con qué me sorprendes hoy... Hermanita.

Supe que había pronunciado la última palabra a propósito, recordando la amenaza que le había hecho aquella misma mañana, antes de bajar del carruaje, sobre las consecuencias que desataría si volvía a llamarme de ese modo.

Pensé en qué tratar de invocar en aquella ocasión, algo mucho mejor que el grillete con el que había demostrado mi aptitud para la magia. ¿Podría alterar la realidad, eliminando el asiento de la ventana y haciendo que cayera estrepitosamente al suelo...? Recordé lo humillada que me había sentido al descubrirle en el umbral de la puerta del baño, interrumpiendo mi baño y provocando que mi corazón diera un violento vuelco. Quise devolverle el gesto y hacerle sentir del mismo modo.

Una maquiavélica idea empezó a formarse dentro de mi mente y aplasté mis labios para contener la sonrisa que pugnaba por escapárseme.

Sentí mi magia acelerándose al percibir mis intenciones. Recordé las indicaciones de Varlam sobre cómo emplear mi poder y empecé a formar una imagen en mi cabeza, procurando no dejarme ni un solo detalle.

Un ligero aroma a hierro quemado alcanzó mis fosas nasales, como siempre sucedía cuando empleaba mi magia. Continué insuflándole parte de mi poder a la imagen que estaba formándose junto a mí, notando cómo el hechizo necesitaba más de lo que creí en un principio; por el rabillo del ojo intuí la figura difusa que estaba cobrando forma gracias a mi magia. Sin embargo, no quería perderme ni un solo gesto de Varlam cuando viera lo que me proponía.

Los ojos del brujo se apartaron de los míos, cubriéndose de una pátina de asombro y sorpresa al descubrir a una copia exacta de sí mismo a mi lado. Al ser testigo de sus emociones, elevé una de mis comisuras, formando una media sonrisa; aquel hechizo había consumido más de mi magia que el grillete, pero procuré esconder aquel detalle, disfrutando de aquel ramalazo de victoria que me sacudió al comprobar que había dejado al brujo sin palabras.

—Impresionante —escuché que musitaba, casi para sí mismo.

Giré el cuello para contemplar mi obra. La copia de Varlam estaba erguida a mi lado, con sus ojos clavados en algún punto más allá de la cabeza del auténtico; totalmente inmóvil, se asemejaba a una estatua.

Una estatua cuyos hilos se encontraban en mi poder.

—Dime una cosa, Varlam —empecé con voz cantarina, llamando su atención y obligándole a apartar momentáneamente la mirada de su doble—. ¿Qué crees que descubriremos debajo de la ropa...?

Con una sola y silenciosa orden por mi parte, el falso Varlam se llevó una mano con lentitud al cuello de la camisa. El rostro del brujo se coloreó al comprender mis intenciones y sus ojos de distinto color se dispararon en mi dirección con un brillo de alarma; le dediqué una maliciosa sonrisa mientras alentaba a mi creación a que continuara adelante, deleitándome del bochorno que se adivinaba en el rostro de Varlam.

—Es suficiente, Malya —me advirtió.

Ladeé la cabeza en actitud inocente.

—Estoy explorando mis propios límites con la magia, Varlam —repliqué con falsa dulzura.

El falso brujo estaba cerca de quitarse la camisa, pero el auténtico Varlam se puso en pie a toda prisa. Cuando trató de detener a su doble por la muñeca, impidiendo que continuara con su tarea de desnudarse, la mano traspasó limpiamente su objetivo; vi cómo sus ojos se abrían de par en par, aturdido.

Aquello hizo que me desestabilizara, perdiendo la concentración y rompiendo el pequeño hilo que me unía al falso Varlam. El doble se quedó repentinamente paralizado, como si se hubiera convertido en piedra.

Miré al verdadero Varlam con una expresión de incertidumbre: él me había asegurado que nuestra magia era corpórea, lo que no terminaba de encajar con lo que había sucedido segundos antes, cuando Varlam había intentado aferrar a su doble por la muñeca para detenerlo.

—¿Qué...? —empecé.

Pero no tuve oportunidad de finalizar mi pregunta, ya que Varlam me silenció con una simple mirada mientras sus manos regresaban al inánime hechizo que yo había conjurado. Escuché un sonido ahogado, casi de conmoción, brotando de los labios del muchacho.

—Imposible.

Me puse en pie con agitación, topándome con los ojos serios de Varlam.

—¿Qué sucede? —conseguí pronunciar.

—Hay partes en él que no son corpóreas —respondió con un deje de asombro en la voz—. Pero otras sí.

Para dar mayor veracidad a sus palabras, cerró el puño y lo descargó sobre el —su— rostro del otro.

No lo traspasó.

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