
capítulo ocho | ★
Perdí el equilibrio al ver aparecer a la última persona con la que pensaba encontrarme, enfundada en un precioso vestido de color azul que no hacía más que resaltar el tono ébano de su piel y las curvas de su cuerpo; me tambaleé en el estrado de madera donde aquella modista me había obligado a encaramarme para empezar a tomar mis medidas. De no haber sido por la rápida actuación de Feodora, habría terminado estrepitosamente en el suelo... y la sonrisa de Varlam habría sido una carcajada en toda regla, haciendo que la humillación fuera mucho mayor.
Me recompuse a toda prisa, sintiendo un vergonzoso ardor en mis mejillas, mientras Feodora, aferrándose a su nuevo papel de noble y madre, me exhortaba por mi evidente torpeza. Ella no podía entenderlo, no podía tan siquiera imaginarse por qué había reaccionado de ese modo: la chica que acababa de pasar era la última con la que creí que tendría que cruzarme, al menos tan pronto.
Sus ojos castaños me siguieron con una pizca de interés, provocándome un incómodo cosquilleo por todo mi cuerpo, mientras me erguía y trataba de adoptar una postura acorde con mi supuesta posición como noble. Pero fue inútil, por mucho esfuerzo que pusiera en colocar mi espalda recta y echar los hombros hacia atrás.
Viktoriya Pavlovna me hizo sentir fuera de lugar.
Su avispada mirada, la misma con la que me había topado al salir de la habitación de mi antigua señora, me hizo temer que me hubiera reconocido. Que supiera que no era quien decía ser, sino una vulgar doncella con la que había coincidido en una simple ocasión.
Feodora intuyó mi zozobra, pues me dio un ligero golpecito de advertencia, recordándome que no podía permitirme un solo fallo.
Después de que se hicieran las correspondientes presentaciones —y viera cómo los labios de Viktoriya se curvaran ligeramente, mostrando su desdén por nuestra procedencia—, el temor que me había embargado no se había desvanecido del todo; la joven y su séquito, conformado por su madre —el parecido era inconfundible, lo mismo que la postura que ambas compartían— y dos mujeres, de las que no supe con certeza qué tipo de vínculo las unía a la Grafinya y su madre.
Las ayudantes de la modista se hicieron a un lado, intentando hacerse invisibles mientras, estaba segura, no perdían detalle de nada de lo que sucedía. El espacio de la trastienda no era demasiado amplio, y ahora parecía haberse encogido con la llegada de Viktoriya y su compañía; madame Ludovica parecía debatirse entre la preocupación por el pequeño inconveniente del espacio y la plenitud de saber la cantidad de oro que iba a desembolsarse con nuestros respectivos guardarropas.
Dio una palmada con resolución y se dispuso a colocarnos para que ambas pudiésemos encontrar algo de comodidad. Hizo un aspaviento con la mano, ordenando a una de las jóvenes que antes me había atendido que se encargara de Viktoriya; la ayudante se apresuró a conducirla hacia el otro rincón de la trastienda, corriendo después las cortinas que colgaban del techo para brindarle —brindarnos— la mayor privacidad posible, dadas las circunstancias.
Sentí la ardiente mirada de Varlam clavada en mi espalda, pero contuve las ganas de girarme para exigirle que mirara hacia otro lado o, mejor, que se marchara de allí. Feodora regresó a su posición mientras las ayudantes de madame Ludovica retomaban sus tareas mientras su maestra estaba ocupada al otro lado de las cortinas, junto a Viktoriya.
Me removí en la madera cuando las manos de aquellas desconocidas volvieron a tocar mi cuerpo, tomando medidas y cantándolas en voz alta para que una de ellas las escribiera con rapidez en una tablilla.
—Necesitaríamos un guardarropa completo para mi hija —repitió Feodora y sus palabras me arrancaron un escalofrío—. Además de para mí.
Habíamos acudido a madame Ludovica con la triste historia de nuestra pérdida del equipaje y la urgente necesidad que teníamos de conseguir ropa nueva antes de ir al palacio. Feodora había hecho hincapié en que yo formaba parte de las candidatas para convertirme en esposa del Dragmar, lo que hizo crecer la sonrisa de madame Ludovica y su inconfundible ambición al saber que estaba atendiendo a una de las afortunadas que había conseguido ser tomada en cuenta para aquella absurda competición.
Una competición cuya ganadora estaba tras aquellas cortinas, a unos metros de distancia.
Feodora alzó la barbilla cuando madame Ludovica salió del espacio delimitado para su otra clienta, sonriente y solícita.
—Le aseguro que tendrá sus nuevos vestidos, baronesa —prometió la mujer—. ¿Cuánto tiempo tienen pensado quedarse en la casa de la ciudad...?
La falsa baronesa ladeó la cabeza.
—Al menos una semana más, madame Ludovica —contestó y luego hizo una pequeña pausa—. Este pequeño contratiempo debe ser solucionado lo más rápido posible, ya sabe a lo que me refiero...
Los ojos de la modista se abrieron de par en par. Aunque fuéramos de lejos de la capital, pasaríamos mucho tiempo allí, rodeados de otras potenciales familias nobles; que la baronesa tuviera algún tipo de queja, por mínima que fuera, podría ser perjudicial para su negocio. Los rumores se extendían como la pólvora en la ciudad y no hacían distinciones; tampoco eran considerados con sus víctimas.
—Lo tendremos todo preparado, baronesa —aseguró y yo supe que aquel desbordante pedido necesitaría de más manos que las que contaba en aquel momento—. Pero, si me permitís la sugerencia, podría recomendaros algunas boutiques para que adquirierais lo más inmediato para vuestras necesidades...
Feodora pestañeó con lentitud, del mismo modo que lo había visto hacer a Marusya cuando no terminaba de gustarle algo. Madame Ludovica tragó saliva discretamente, reconociendo ese gesto y su significado; su rostro pareció perder color en los segundos de silencio que transcurrieron hasta que la baronesa dijo:
—Sois muy amable, madame Ludovica. Estoy abierta a todo tipo de sugerencias, quizá incluso podríais ayudarme para encontrar a un sastre lo suficientemente bueno para conseguir unos guardarropas para mi esposo y mi hijo, aquí presente —su mano enguantada hizo un vago aspaviento en dirección a Varlam y el rincón donde se había refugiado.
Pese a no ver al brujo, el modo en que madame Ludovica pareció estudiarlo fue más que esclarecedor: a la mujer no se le había pasado por alto su mirada bicolor, por no hacer mención de su evidente atractivo. Contuve una sonrisa socarrona cuando las mejillas de madame Ludovica se cubrieron de un tenue rubor antes de apartar la mirada, devolviéndola al pétreo rostro de Feodora.
Carraspeó con cierto apuro.
—Conozco algunas opciones, baronesa —musitó.
Feodora sonrió con visible satisfacción.
—Maravilloso.
★
Aspiré una trémula bocanada de aire cuando la puerta de la tienda se cerró a nuestra espalda con un tintineo. Había dejado en manos de Feodora para concretar el alcance de mi nuevo guardarropa y pronto mi mente había desconectado cuando empezaron a hablar de la cantidad ingente de prendas que prepararían para llamar la atención del Dragmar; Varlam, lejos de permitirme un solo respiro, fingió tomarme del brazo para separarme de madame Ludovica y Feodora. Conteniendo a duras penas las ganas de sacudírmelo de encima, le seguí en silencio hasta que la falsa baronesa dio por concluida nuestra visita y se despidió de la propietaria tras dejar una bolsita de terciopelo cuyo contenido, sin lugar a dudas, era un pequeño anticipo.
Mis dedos juguetearon de manera inconsciente con los lazos de mi sombrero mientras Varlam se colocaba de nuevo a mi lado, con sus ojos vagando por la calle y sus transeúntes.
—¿Vas a contarme qué ha pasado ahí dentro? —preguntó, sin dignarse a mirarme.
Mis dedos dejaron de retorcer el sombrero y mis ojos se dirigieron hacia su rostro, hacia sus ojos de distinto color.
—La chica que ha irrumpido... la conozco —dije con esfuerzo, procurando que mis temores no se entremezclaran en mi tono de voz—. Y creo que ella me conoce a mí.
Lo que sería un obstáculo en los planes, que ni siquiera habían empezado. Si Viktoriya me había reconocido como la doncella de Marusya, una de sus amigas, todo se derrumbaría como un castillo de naipes y mi acuerdo con los brujos para recuperar a mis padres quedaría anulado.
Varlam no pareció en absoluto conmocionado con la noticia, tampoco con aquella posibilidad de que hubiera echado todo a perder.
Por eso mismo me obligué a añadir:
—Trabajaba en el servicio de una de sus amigas, seguramente ha visto mi cara una y otra vez —un leve titubeo—. Nos cruzamos cuando anunció todo este asunto...
Varlam dejó escapar un bufido, desestimando mis patéticos intentos de convencerle de que teníamos que tener cuidado con Viktoriya y la baza con la que contaba de atar cabos, descubriendo mi verdadera identidad y haciéndolo saltar todo por los aires.
—Malya —dijo en un evidente tono cargado de condescendencia—: el tipo de personas como Viktoriya solamente presta atención a una única cosa: su propio ombligo.
La seguridad con la que pronunció todas y cada una de las palabras hizo que el nudo que había empezado a formárseme en la garganta dejara de estrechármela, hasta el punto de impedirme respirar con normalidad, se aligerara lo suficiente para permitirme suspirar temblorosamente. Pero no hizo desaparecer las dudas y ese temor, que podrían jugar en mi contra para hacerme fallar de manera estrepitosa.
Varlam dio un par de palmaditas en el dorso de mi mano.
—Tus temores son infundados —reiteró con convicción—. Viktoriya Pavlovna no te reconocería ni aunque te presentaras frente a ella con el uniforme de doncella.
Feodora anunció con voz autoritaria que recorreríamos un par de boutiques antes de regresar a la casa de la ciudad. Varlam extendió el brazo que tenía libre, ofreciéndoselo a la mujer; yo me apresuré a soltar el mío, con la excusa de querer recolocarme el sombrero sobre mi cabeza.
Nuestra falsa dio las indicaciones pertinentes al coche que nos esperaba para llevarnos de nuevo hacia nuestro supuesto hogar. Después, aún del brazo de Varlam, nos hizo ir hacia las boutiques que estaban al sur de aquella avenida donde las familias más pudientes de la capital disfrutaban de un día más en sus rutinas.
No pude contener mi satisfacción cuando vi lo que se extendía ante nosotros: escaparates mostraban maniquíes masculinos con las últimas prendas que estaban de temporada. Curiosos que estaban detenidos frente a los cristales, contemplando con interés lo que lucían.
Feodora nos arrastró hacia la primera boutique masculina que quedaba más cerca de nosotros, empujando la puerta y haciendo que la campanita que colgaba sobre ella sonara, anunciando nuestra presencia.
Puse los ojos en blanco cuando Varlam suspiró hondamente, al ver aparecer a un hombrecillo con expresión afable.
—Buenos días —saludó con amabilidad, estudiándonos con la mirada—. ¿Puedo ayudarles en algo...?
Feodora se soltó del brazo de Varlam, esbozando una educada sonrisa.
—Creo que sí —contestó.
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