capítulo dos | ★
Aquella dama que había alardeado sobre los planes del Otkaja no mentía: los rumores empezaron a recorrer las calles de Sovnyj durante los posteriores días, provocando que las mejores familias se sintieran emocionadas y un tanto nerviosas por lo que había en juego.
Con todas sus miras puestas en el Dragmar y en lo que ganarían si alguna de sus hijas era la elegida para convertirse en su prometida.
Sin embargo, las palabras de Marusya Arbátova todavía seguían frescas sobre mi memoria cuando escuchaba los rumores sobre el fin de la soltería de nuestro querido y apuesto Dragmar. ¿Por qué montar todo aquel espectáculo si ya tenían escogida a la chica con la que querían comprometerle? ¿Por qué dar falsas esperanzas, entonces?
Aún recordaba a la chica, el modo en el que había conseguido dirigir la conversación para salirse con la suya. El hecho de que hubiera disfrutado escuchando a escondidas todos aquellos comentarios cargados de veneno provenientes de sus propias amigas.
Viktoriya Pavlovna.
Tras terminar mi infernal jornada laboral al servicio de los Arbátova, me había marchado directa a casa, repasando dentro de mi cabeza cada frase de lo que había conseguido escuchar mientras servía a Marusya y sus amigas el té; luego, en la soledad de mi viejo dormitorio, había continuado dándole vueltas al asunto.
Hasta que había empezado a interesarme con Viktoriya Pavlovna y las respuestas habían venido casi por sí solas.
La joven Viktoriya Pavlovna, o báryshnya Pavlovna, era hija de una de las familias más poderosas dentro de Zakovec. Su padre era un conde que había logrado amasar una gran fortuna gracias a siglos de ventajosos matrimonios que le habían reportado un gran beneficio e influencia; la Grafinya, sin duda alguna, era un objetivo tentador para el Otkaja por diversos motivos.
Viktoriya Pavlovna era hermosa, inteligente, venía de una familia bien posicionada y que parecía manejar diversos hilos dentro de la corte. Por no hablar de la habilidad de la joven Grafinya para manipular o salirse con la suya, gracias a esa apariencia de fingida inocencia que tanto le aportaba.
Marusya había tenido claro quién tenía más posibilidades de salir escogida como futura prometida del Dragmar. ¿El resto de familias lo tendrían tan claro? ¿Habría alguna familia noble que se quisiera oponer a esa decisión...?
Solté un aullido de dolor cuando algo me golpeó en la cabeza.
Me froté la zona donde había impactado el objeto misterioso con fruición mientras mis ojos se topaban con la expresión molesta de mi madre. Aquel día estaba dispensada de mis labores en la mansión de Arbátova, por lo que me encontraba ayudando en las tareas del hogar; era evidente que me había quedado embobada con aquel tema del compromiso del Dragmar. De las intrigas que tenían lugar dentro de la corte.
—¡Gracias al cielo que has regresado! —exclamó mi madre con una pizca de dramatismo—. ¿Se puede saber qué te tiene tan distraída?
—Nada —murmuré.
—La próxima vez, te las tendrás que ver con ellos —me amenazó, haciendo referencia a sus nudillos—. Tenemos mucho que hacer para que tú estés soñando despierta, Malya.
Puse los ojos en blanco.
—Sí, mamá —hice una pequeña pausa para coger aire—. Lo siento, mamá.
Mi madre refunfuñó algo para sí misma antes de dar media vuelta para continuar con sus tareas. Yo bajé la mirada hacia la olla que tenía entre las manos, la que supuestamente tenía que limpiar hasta que me había perdido en mis propios pensamientos; aún quedaban restos de comida quemada en el fondo del recipiente y mis dedos estaban rojos de tanto frotar.
Ladeé la cabeza y comprobé que los alrededores se encontraban vacíos de cualquier tipo de testigo. Vivíamos en la capital, en aquel lugar donde el Otkaja había asegurado estar limpio de brujos; nadie sabía que mi familia había venido huyendo de una de las aldeas que habían sido arrasadas hasta los cimientos durante el Zakat Krovi, buscando un sitio donde guarnecerse de la barbarie y el horror.
Dejando atrás a todos nuestros muertos.
Yo solamente era un bebé cuando sucedió toda aquella masacre donde fuimos casi exterminados. Mis padres me habían contado pequeños fragmentos cuando llegué a ser lo suficientemente adulta para entender la gravedad del asunto, lo mucho que podíamos perder si alguien descubría nuestro secreto.
Todo el mundo en el vecindario creía que habíamos vivido siempre allí, que aquella casita en la que estábamos instalados, cerca del río que atravesaba la ciudad, había ido pasando de generación en generación en nuestra familia; mis padres y su magia habían tenido mucho que ver en ello. Pero había sido necesario: nuestra familia había aparecido de la nada, sin tan siquiera equipaje; papá y mamá habían tenido que trabajar duro para que consiguiéramos tener una cierta estabilidad.
Y ahora yo les ayudaba.
Despejé mi cabeza de cualquier pensamiento que pudiera interferir con lo que quería hacer y coloqué mis palmas sobre la olla que tanto me había afanado en limpiar. El hechizo no era complicado, tampoco consumiría demasiada de mi energía; solamente tenía que formular mi orden dentro de mi mente y la magia haría el resto.
Magia doméstica, como me gustaba bromear.
Tomé una bocanada de aire y permití a mi magia que saliera, no como había sucedido en el salón de los Arbátova; sonreí al notar el juguetón cosquilleo en las palmas de mis manos, en fino hilo que nos conectaba. Un aroma a quemado inundó el aire, informándome que estaba funcionando.
Comprobé el fondo de la olla y vi que toda la suciedad había quedado reducida a cenizas. En mis labios culebreó una sonrisa de satisfacción... hasta que algo impactó de nuevo sobre mi coronilla; dejé escapar un gruñido de dolor antes de toparme con el rostro severo de mi madre.
Ups.
Mis padres me habían enseñado a manejar mis poderes desde que empecé a mostrar que la magia corría por mis venas, sabiendo que una jodugar sin preparación podía llegar a ser muy peligrosa.
Y lo último que querríamos era ponernos a nosotros mismos al descubierto.
Por eso mismo mis padres habían hecho hincapié en hacerme entender que no podía hacer uso de mi poder en sitios visibles, donde cualquier podría verme. Por eso mismo todas mis lecciones se habían llevado en la más estricta intimidad del salón de nuestra pequeña casa, con todas las ventanas corridas para impedir que pudiera verse algo desde los cristales. Había aprendido gracias a ellos cómo controlar la magia y saber que ella formaba parte de mí, que juntas formábamos un todo; con paciencia y dedicación logré reprimirla mientras todavía estaba madurando, consiguiendo evitar llamar la atención de todo el barrio cuando me sorprendía con la guardia baja. Incluso había empezado a tomarle el gusto al aprender a manejarla, pidiéndoles a mis padres que me mostraran más sobre nuestra herencia. La misma que teníamos que ocultar a ojos de todo el mundo, sabiendo las consecuencias de cualquier mínimo error.
Esbocé una sonrisa de disculpa mientras mi madre me lanzaba una mirada cargada de advertencias. A pesar de ser una zona recóndita de la ciudad, lo suficientemente tranquila para que pudiésemos pasar desapercibidos, no podíamos bajar la guardia y debíamos controlar todos y cada uno de nuestros movimientos; la magia corría por nuestras venas como si tuviera vida propia y mis padres me habían contado historias sobre qué nos sucedía a los brujos si la reprimíamos mucho tiempo: enfermábamos. La debilidad se apoderaba de nuestros cuerpos.
Podíamos llegar a morir.
Por eso era tan importante que, cuando tuviésemos que dejar que la magia saliera libre, se manifestara, no hubiera ojos indiscretos apuntando en nuestra dirección. De lo contrario... tendríamos problemas, muchos. Empezando por el Qehrîn, la mano ejecutora del Otkaja, quien se encargaba de rastrear a los brujos que hubieran podido sobrevivir a la purga que se llevó a cabo hace unos años; los rumores que corrían sobre el futuro de esos pobres desgraciados que caían en manos del Qehrîn me ponían los vellos de punta.
—Malya, recuérdame que te he dicho sobre hacer eso —me recordó mi madre con fingida amabilidad.
Sabía que estaba refiriéndose a la magia, a aquel pequeño truco que había hecho por mi puro placer, aburrida de estar frotando el interior de aquella olla sin conseguir resultado alguno. Me rasqué la nuca, procurando parecer lo suficiente arrepentida para que mi madre no volviera a golpearme.
—La suciedad no quería salir —protesté.
Esquivé sus nudillos.
—Ha sido poca cosa —continué, dejando a un lado la olla y poniéndome en pie—. Insignificante.
Mi madre no parecía compartir mi misma opinión, su mirada se ensombreció mientras recorría el patio trasero con ojos atentos, preocupada por los riesgos a los que había expuesto a mi familia con aquel pequeño resquicio de mi magia; seguí la dirección de su mirada, consciente de que todo estaba tranquilo. No había nada de qué preocuparnos.
Me sobresalté cuando los dedos de mi madre se cerraron alrededor de mi muñeca, apretándomela hasta hacerme daño. En la profundidad de sus ojos pude ver una sombra de miedo e incertidumbre.
—He escuchado rumores, Malya —me susurró, agitada—. El Qehrîn sigue ahí fuera, buscando a los pocos que quedamos; el viento está inquieto, sabe que se aproxima algo...
«Algo malo», completé en mi fuero interno.
Nunca antes había visto a mi madre de ese modo, rozando casi la paranoia. Le pedí disculpas por lo que había hecho, haciendo hincapié en que había sido una irresponsabilidad que no volvería a repetirse, y prometí tener más cuidado de ahora en adelante; mi madre me lanzó una mirada llena de intensidad y regresó al interior de la casa. La observé desaparecer a través de la vieja puerta de madera y luego miré el patio trasero, frunciendo el ceño.
Repetí las advertencias de mi madre y dejé que el viento acariciara mi rostro.
Cerré los ojos y escuché atentamente.
★
La actividad dentro de la mansión de los Arbátova se convirtió en un caos frenético. Los rumores sobre los planes del Otkaja respecto a su hijo mayor de encontrarle una esposa habían provocado que todas las familias nobles de la capital —y de las ciudades circundantes— empezaran a preparar a sus hijas para tal acontecimiento, buscando ser las elegidas; la baronesa se encontraba especialmente agitada con la oportunidad que se le había presentado y estaba dispuesta a vender su alma con tal de que su pequeña Marusya se convirtiera en la futura esposa del Dragmar.
Aquella mañana, madame Klimova nos había ordenado a Ivanna y a mí que acompañáramos a la baronesa y a su hija para las compras que tenían pensado hacer en la ciudad. Tanto mi compañera como yo caminábamos un paso por detrás de nuestras señoras; hacía un día caluroso que convertía el uniforme que llevábamos en un enemigo casi mortal. Me abaniqué con la mano, procurando que la sombrilla no se apartara de la cabeza de Marusya, y contuve un resoplido de disgusto al escuchar las quejas de la chica a su madre.
—Todo el mundo sabe que Viktoriya Pavlovna será la escogida —escupió Marusya con rencor.
La baronesa emitió un sonido en el que mostraba su descontento por la forma de expresarse de su hija. De manera inconsciente me vi acelerando un poco mis pasos para poder escuchar mejor la conversación; aún recordaba el modo en que Viktoriya Pavlovna había mostrado sus dotes a la hora de encandilar a su público en el dormitorio de Marusya. No se había inmutado ante los insultos e insinuaciones que habían hecho sus amigas cuando ella había abandonado el dormitorio.
Era como si hubiera estado escuchado a escondidas para regodearse de su victoria.
—Querida, eso es algo que no puede darse por hecho todavía —la contradijo la baronesa.
Mordí el interior de mi mejilla cuando Marusya estuvo cerca de detenerse de golpe en mitad de la calle para dar un pisotón contra las losas del suelo, indicando que un nuevo berrinche se acercaba por el horizonte como nubes oscuras anunciando una tormenta; Ivanna me miró con una expresión casi cercana al pánico: sabía cómo se las gastaba nuestra dulce báryshnya y lo que sucedía cuando sucumbía a uno de sus legendarios berrinches infantiles.
Marusya miró a su madre con un mohín de descontento en los labios.
—Es bien sabido que la familia Pavlovna es una de las más poderosas dentro de Zakovek —continuó su madre, utilizando un tono dulce para tranquilizarla— y que nuestro amado Otkaja busca una alianza con ellos, pero es el propio Dragmar quien se encargará de elegir a su propia esposa.
Para Marusya no fue suficiente saber que el heredero al trono sería quien llevaría a cabo la selección. Quizá creyendo que su padre influiría de algún modo en la elegida... y todo el mundo conocía los intereses del Otkaja en aliarse con la familia Pavlovna por todos los beneficios que podrían reportarle.
—Mami —escuché que la interrumpía la chica con cierta impaciencia.
—Lo que quiero decir, mi dulce Marusya, es que existe una oportunidad de que Viktoriya Pavlovna no salga elegida —se apresuró a decir la baronesa—: consiguiendo que el Dragmar se enamore de otra joven distinta.
Vi la esperanza resurgir en el fondo de la mirada de Marusya, que se aferró a las palabras de su madre como si fuera un bote salvavidas. Ivanna y yo compartimos una nueva mirada —en esta ocasión cargada de un silencioso alivio— cuando las nubes de tormenta que nos habían rondado desaparecieron cuando Marusya escuchó que la causa aún no estaba perdida... no del todo.
No cuando el Dragmar tenía la oportunidad de enamorarse y hacer cambiar a su padre de opinión, haciendo que la elegida fuera la que hubiera conseguido robar el corazón del heredero al trono.
Ladeé la cabeza mientras rezaba en silencio para que nuestro Dragmar no escogiera a alguien como Marusya para convertirla en su esposa. Ni siquiera el palacio sería capaz de soportar uno de los berrinches.
★
Los brazos me dolían bajo el peso de varias cajas que contenían las compras de Marusya. La baronesa no había comprado mucho para sí misma, pero no había podido negarse a los caprichos que había ido señalando su hija en cada tienda a la que pasábamos; el calor había parecido querer dar una tregua y una suave brisa recorría la calle mientras esquivábamos a otros transeúntes que paseaban o también acudían a gastar su dinero.
Nos encontrábamos cerca de la plaza de la Victoria cuando nos topamos con una gran multitud allí reunida. Fruncí el ceño cuando vi que se entremezclaban gente de todos los estratos sociales; traté de ganar algo de visión poniéndome de puntillas para poder otear por encima de los hombros de la gente allí reunida. La baronesa y Marusya compartieron una mirada desconcertada y se apartaron cuando unas chicas con aspecto humilde pasaron cerca de ellas; vi a Marusya arrugar la nariz y seguirlas con la mirada hasta que desaparecieron entre el gentío.
—... una ejecución —escuché que decía alguien a mi izquierda—. Están preparando una ejecución tras una fructífera salida de caza.
Una oleada de frío bajó por mis hombros mientras intentaba sostener aquella pila de cajas entre mis brazos. Las palabras de mi madre se repitieron en mis oídos; una brisa despeinó mi cabello mientras intentaba deshacerme de la sequedad que se había instalado en mi boca.
—Dicen que el Qehrîn en persona estará aquí —añadió otra voz más aguda.
—Han logrado atrapar a tres de ellos —dijo otro—. En una aldea cercana a Sovnyj, a unos pocos kilómetros... Imaginad lo que hubiera sucedido de tenerlos sueltos por aquí.
Mordí mi lengua hasta notar el metálico sabor de la sangre. Todos creían las mentiras que corrían sobre nosotros; había escuchado toda mi vida truculentas historias donde los brujos se veían envueltos en extraños rituales con sangre y vísceras. El odio hacia nosotros se encontraba arraigado con fuerza en el interior de todos ellos.
En el pasado fuimos considerados benditos, casi sagrados.
Ahora éramos monstruos.
Vi a Marusya agarrando la manga del vestido de su madre, llamando su atención, y señalando hacia algo que se encontraba al otro lado del muro que formaban todas aquellas personas allí reunidas.
El estómago pareció encogerme y el aire no fue capaz de pasar a través de mi garganta mientras mis ojos buscaban con cierta ansiedad lo que había llamado la atención de Marusya. Un gemido se me quedó atascado cuando vi la figura que se elevaba frente a la barrera humana; mis peores pesadillas tomaron forma y, aunque no podía verle el rostro, en el fondo de mis huesos supe quién era.
El Qehrîn.
Vestido de pies a cabeza con una armadura de color ónice y una capa de color sangre, el Asesino de Brujos miraba a través de la visera de su casco a la multitud que la ejecución había reunido; de manera inconsciente me vi encogiéndome sobre mí misma, intentando pasar desapercibida a aquel escrutinio. Temiendo verme al descubierto.
Temiendo que el Qehrîn pudiera descubrir quién era en realidad, mi secreto.
La multitud estalló en gritos cuando los soldados del Otkaja subieron a los brujos que habían atrapado. Que el propio Qehrîn había rastreado para llevarlos hasta Sovnyj y condenarlos a eso: un mero espectáculo. Un linchamiento público que solamente serviría para avivar el odio que existía hacia nosotros.
Mis ojos recorrieron a los tres brujos —dos hombres y una sollozante mujer—, que parecían rondar la edad de mis padres; los harapos que cubrían sus cuerpos me dijeron en qué circunstancias habían llegado hasta la ciudad: a pie y, cuando las fuerzas les habían fallado, arrastrados como simples animales. Los dos hombres miraban al frente con estoicismo, haciendo oídos sordos a los gritos de la multitud e impasibles antes aquellos que empezaron a lanzarles objetos; la mujer, por el contrario, había cedido al llanto y contemplaba a la multitud con un gesto horrorizado.
Apenas fui consciente del discurso que uno de los soldados llevó a cabo, repitiendo los actos por los que habían sido condenados, a pesar de que no habían llevado a cabo ningún juicio antes de sentenciarlos; la multitud empezó a jalear con mayor energía a aquellas tres personas que a cada instante que pasaba iban encogiéndose más y más, empequeñeciéndose.
Me pregunté si serían brujos realmente y, en caso afirmativo, por qué no hacían uso de sus poderes para intentar huir. Un simple vistazo a sus caras me dio la respuesta: estaban atemorizados. El miedo los había dejado paralizados en el sitio.
Sin oportunidad alguna.
Los gritos subieron de volumen y sus palabras me hirieron, aunque yo no estuviera ahí expuesta enfrentándome a la fervorosa multitud.
Sehrgar.
Jodugar.
Monstr.
Ubiytsy.
Los soldados agarraron a los tres prisioneros por los brazos y los sostuvieron mientras el Qehrîn, que se había mantenido en un discreto segundo plano, se adelantó hacia ellos con una enorme barra de hierro; mi cuerpo tembló ante la visión de aquella arma, de lo que significaba para nosotros. La mujer empezó a revolverse cuando el hombre cubierto por la armadura se dirigió a ella en primer lugar; las súplicas y sollozos que dejó escapar solamente sirvieron para aumentar los gritos de la muchedumbre.
Me quedé paralizada cuando el Qehrîn apoyó el extremo de la barra sobre el pecho de la mujer, que abrió la boca para que un alarido agónico brotara de su garganta, poniéndome el vello de punta.
El símbolo que se había quedado grabado a fuego en su piel hizo que estuviera a punto de vomitar. Era uno de los mayores secretos que habíamos compartido con aquellos que no tenían magia corriendo por sus venas; si entraba en contacto con nosotros... nos anulaba. Provocaba que la magia quedara encerrada dentro de nosotros y se corrompiera, lo que conllevaba una agonía a la persona que tuviera que sufrir ese destino.
Al Qehrîn no le tembló el pulso cuando procedió a señalar a los dos hombres que restaban y que, como la mujer, también se retorcieron de dolor, evidenciando que la magia corría por sus venas y provocándoles una auténtica agonía en sus carnes; empecé a temblar de pies a cabeza, sintiendo cómo mi propia magia despertaba y rugía dentro de mis venas. De igual modo que sucedió en el salón de bailes de los Arbátova, me sentí acorralada y llena de miedo de no ser capaz de retenerla.
No podía permitirme estallar en mitad de la multitud.
No podía exponerme frente al Qehrîn, quien no dudaría en reducirme y añadirme a la lista de ejecuciones, marcándome aquel símbolo en el pecho y corrompiendo mi magia hasta que me consumiera viva.
Procuré hacer respiraciones, tal y como me había recomendado mi madre, cerrando los ojos para apartar las horribles imágenes de aquellos brujos sufriendo antes de que llegara la parte final. El momento culmen de todo aquel macabro espectáculo que el Otkaja estaba dando a sus súbditos, permitiendo que vieran el sufrimiento ajeno como una retorcida diversión.
La magia continuaba presionando mis venas, queriendo colarse por cualquier recoveco para poder mostrarse. No fui consciente de que dejaba caer la pila de cajas al suelo mientras me rodeaba con los brazos a mí misma para intentar contener mi propio poder y mantenerlo encerrado en mi interior; mordí mi labio para no dejar escapar un gemido de dolor a causa de la lucha interna entre mi magia y yo.
Un chasquido hizo que la multitud jaleara y que los gritos de los brujos se volvieran mucho más agónicos y torturados; el inconfundible olor a madera quemada me informó que ya habían encendido las piras y que dentro de poco todo iría a peor.
Alguien colocó una mano sobre mi hombro, rompiendo mi concentración y obligándome a abrir los ojos de par en par. Tragué saliva cuando Ivanna se inclinó hacia mí con una expresión preocupada.
—No soporto el ruido —dije a media voz.
No solamente era el ruido lo que no podía aguantar...
Era el olor a madera.
Era el olor a carne siendo quemada.
Eran los gritos de sufrimiento de los brujos.
Era la impotencia que me producía toda aquella situación, el miedo de no poder hacer nada por verme al descubierto.
★
Aquella noche, después de haber soportado a madame Klimova abroncándome por haber dejado caer la pila de compras de Marusya y un par de golpes de castigo a cargo de su querida vara de madera, me arrastré de regreso a mi casa con el corazón encogido y el aroma a carne quemada todavía pegado a mis fosas nasales; apenas podía sentir las dolorosas marcas que había dejado la vara de castigo de madame Klimova en mi espalda, con la mente aún atrapada en la plaza de la Victoria y en aquellos pobres brujos sentenciados a morir.
Mi padre aún debía continuar en la librería de bárin Pokrovskii, donde trabajaba con el anciano vendiendo libros; mi madre, la única que se encontraba en casa, asomó su sonriente rostro al escucharme llegar.
—¡Malya, qué bien que hayas llegado! —exclamó—. He preparado un poco de solyanka, tu plato...
La voz de mi madre se apagó al ver mi rostro. Cerré la puerta a mi espalda y me tambaleé hacia ella, que me recibió con los brazos abiertos y los ojos llenos de preguntas; ni siquiera la mención de mi plato preferido, aquella infernal sopa tan complicada de preparar que mi madre había intentado enseñarme en multitud de ocasiones sin ningún buen resultado, consiguió levantar mi ánimo. En todo caso, solamente logró revolver aún más mi estómago.
Me refugié entre los brazos de mi madre y oculté mi rostro contra su pecho, aspirando su familiar aroma a hierbas y haciendo desaparecer el de carne quemada. Noté que me estrechaba con cuidado, acariciando mi coronilla; el silencio se extendió entre nosotras mientras yo buscaba mi voz para explicarle el horror del que había sido testigo.
—Ha sido horrible —susurré.
La mejilla de mi madre se apoyó en mi coronilla mientras acariciaba arriba y abajo mi espalda con la palma de su mano. Era evidente que le habían llegado las noticias de lo que había sucedido en la plaza de la Victoria; sabía lo que había hecho el Qehrîn a esos brujos.
—Los marcaron como animales, mamá —la voz se me rompió al recordar la agonía de sus gestos cuando corrompieron su magia, envenenándolos—. No fui capaz de soportar los gritos de todas esas personas... ¿Cómo es posible que nos acusen a nosotros de ser monstruos cuando ellos disfrutan de ese modo tan enfermizo del sufrimiento ajeno?
Mi madre no fue capaz de darme una respuesta satisfactoria, pero secó mis lágrimas y me excusó de cenar; subí directa hacia la buhardilla que había convertido en mi dormitorio y cogí uno de mis libros para llevármelo conmigo a la cama, la enorme ventana que había al lado me permitía ver la calle donde había vivido toda mi vida.
Y, por primera vez, me sentí fuera de lugar.
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